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El terror, política pública del régimen

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El terror es el carácter profundo de los regímenes totalitarios. No es una práctica como cualquier otra, porque el terror se transforma en un modo de pensar, de planificar, de actuar y dominar a la sociedad. Por lo tanto, el terror es un proceso que tiene una propiedad sustantiva: es irreversible. Una vez que se pone en movimiento, no cesa de crecer, de ocuparlo todo. Lo que se inicia de forma puntual, adquiere la categoría de forma omnipresente. Se alcanza un punto en el cual nada queda fuera de la lógica del terror, ni siquiera sus mismos promotores. Puede afirmarse: gobernar, para las dictaduras se reduce a administrar el miedo.

El terror está asociado a la aspiración de los regímenes de mantenerse en el poder por tiempo ilimitado. Juan Vicente Gómez, en Venezuela; Augusto Pinochet, en Chile; Nicolae Ceausescu, en Rumania; Fidel Castro, en Cuba: la durabilidad de sus regímenes está en relación directa con las prácticas del terror.

En la escuela nos enseñan que el terror moderno se generó en el proceso de la Revolución francesa, a partir de septiembre de 1793. Se prolongó solo por unos meses, con un costo que todavía no ha podido ser determinado del todo. Hay quienes hablan de más de 30.000 asesinados. Otros historiadores han señalado que fueron más de 45.000. En aquellos tiempos de espanto se confiscaron propiedades, se eliminaron las universidades, las congregaciones religiosas y las academias. El terror, y esto es fundamental, actuó no solo en contra de los enemigos políticos, sino contra el conocimiento, en contra de la fe y en contra de todo aquello que no se sometiera a su implacable dictadura.

Fue en la Revolución rusa en la que Lenin y Stalin, de forma paulatina, convirtieron el terror en más que una política fundamental: el Estado mismo se convirtió en una fuente inagotable de prácticas de terror. Hambrunas, escasez de todos los bienes, persecución política, redes de delatores y espías, control de los medios de comunicación, campos de concentración, desapariciones, ejecuciones sumarias, enmarañamiento burocrático, despojamiento de los derechos de las personas, distorsión de la realidad, opacidad de la gestión, arbitrariedad, corrupción generalizada, ejercicio del poder de forma unilateral y sin control: un poder al que solo se puede obedecer y temer.

Ese modelo de terror propio de los comunistas se extendió y adoptó sus propias formas en la China de Mao Zedong y sus sucesores, en numerosos países de la Europa del Este, en la Albania de Enver Hoxha, en la Corea del Norte bajo el atroz yugo de la dinastía de los Kim. En la Unión Soviética y en el resto de los países el terror adquirió sus formas más consuetudinarias: el silencio, la desconfianza, la indiferencia, la desaparición de la solidaridad, el ejercicio de la delación a cambio de mendrugos.

No podía ser de otro modo: desde el momento en que el régimen de Chávez se anunció como protocomunista quedaron claras dos cosas: que su objetivo sería el de apropiarse del poder de forma indefinida, y que, para lograrlo, se convertiría en un Estado de terror.

A los historiadores corresponderá establecer una cronología exacta de cómo han ocurrido las cosas. Los primeros en ser perseguidos fueron los medios de comunicación, seguidos de las empresas. A los insultos siguieron medidas de expropiación y los ataques a los reporteros. Los estudiosos de la verborrea de Hugo Chávez lo señalan con precisión: no hay figura o institución democrática que no haya sido denostada o desfigurada por el verbo degradador. La gran paradoja es que el gran insultador, el cabecilla del terror, en realidad, no tenía autoridad moral ninguna, sino que era el jefe de una inmensa banda de ladrones que han acabado con las arcas públicas.

El terror implantado por Chávez y sus secuaces ha hecho uso de todos los recursos a disposición: ha creado grupos de paramilitares que asesinan de forma impune; ha cerrado medios de comunicación; ha practicado la asfixia de la economía; ha destruido el empleo; ha destruido la operatividad y el sentido de las instituciones públicas; ha obligado a los trabajadores del sector público, pero también de las contratistas, a actuar como suscriptores de la política gubernamental; ha militarizado el país hasta en sus lugares más remotos; ha entregado zonas enteras del país al control de grupos paramilitares y narcotraficantes –entre estos las FARC–. El resultado de todo ello es verificable: Venezuela es hoy un país donde el miedo tiene una presencia real y cotidiana en los asuntos públicos.

Chávez y Maduro no han escondido sus prácticas aterrorizantes. Las exhiben para propagar el miedo al poder. El injusto castigo de la jueza Afiuni, por ejemplo, no se limitaba a ella. Se la usó para enviar un mensaje al resto de los jueces del país: quien no aceptara las órdenes del Ejecutivo sería condenado, sin necesidad de haber cometido delito alguno, como ocurrió con ella. El asesinato, detención y tortura de quienes protestan, centenares de estudiantes entre ellos, tiene como una de sus finalidades primordiales que ello se erija en ejemplo disuasivo para el resto de los venezolanos. El escabroso asesinato de Oscar Pérez no solo fue dirigido en contra de su humanidad: es también una advertencia a los ciudadanos que pertenecen a las fuerzas armadas y a los cuerpos policiales, hartos de Maduro y su gobierno, y que, en silencio, esperan que muy pronto se produzca un cambio de régimen en el país.

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