Foto: Giorgio de Chirico, I piaceri del poeta, 1911
“Dime el paisaje en que vives y te diré quién eres” es una concluyente frase de José Ortega y Gasset (1885-1955). En sus caminatas por “las lomas nerviosas de Guadarrama”, el filósofo consiguió entender y traducir el lenguaje de ese paisaje serrano. “Había en torno nuestro un silencio que en cada instante iba a romperse y persistía, silencio donde laten las entrañas de las cosas, en que esperamos que rompa a hablarnos cuanto no sabe hablar”. En esas contemplaciones confiesa descubrir una parte de sí mismo “más compacta y nervada, menos fugitiva y de azar”.
Citar a Ortega y Gasset me pareció acertado para comentar el libro Villas, pueblas y escritores de Enrique Viloria Vera (1950), pues se trata de una singular antología de paisajes interiores expresados en las voces de escritores y poetas vivos o lejanos en el tiempo y en la geografía.
Villas, pueblas y escritores es como un mapamundi de sentimientos y a la vez un inventario a escala, de tristezas, soledades, alegrías, amores, nostalgias y olvidos, en el que podemos ubicar a quienes sobreviven gracias a un hilo vital anclado a su terruño, aldea, villorrio, pueblo, villa, ciudad o puerto natal, que no los deja perderse en el extravío. Se trata de “un espacio vital y vitalista, un lugar que existe por sí mismo, ‘un lugar en sí’, pero sobre todo para la poesía, sin él, ella poco sería”, refiere Enrique Viloria en su libro, publicado este año por el Centro de Estudios Ibéricos y Americanos de Salamanca, España.
En su quehacer académico y literario, en el que ha sido autor o coautor de más de 130 libros, Viloria es un conocedor de las claves para comprender esos vasos comunicantes entre el escritor y su entorno. “El ciudadano construye la ciudad; inclusive el ciudadano que jamás coloca un ladrillo, o una piedra, un cable o un tubo: todos los ciudadanos van haciendo la ciudad según sus intereses y sus ignorancias, sus conocimientos y sus sentimientos. Y al mismo tiempo, la ciudad va procreando los ciudadanos que necesita para descomponerse o embellecerse, para sublimarse o envilecerse. (…) La ciudad es, en primer lugar, un refugio donde cada quien concibe su sueño. En segundo lugar, la abundancia de sueños frustrados, convierte a la ciudad en una guerra de pareceres, en un escenario donde se buscan las huellas que va dejando la belleza en su constante deambular de antílope y se evaden milagrosamente, por milímetros, los factibles encuentros con la muerte, esa habitante”, expresa el escritor.
En el prólogo encontramos un poema de Constantino Kavafis, que lo dice todo: “La ciudad te seguirá. Viajarás por las mismas calles. Y en los mismos barrios te harás viejo; y entre las mismas paredes irás encaneciendo”.
Ese paisaje citadino tiene un lugar reservado en el libro, en especial cuando nos lleva de la mano a revisitar Barquisimeto en las palabras de Ramón Guillermo Aveledo: “¿Somos nosotros un invento de Barquisimeto? ¿Nos ha creado la ciudad a su imagen y semejanza? ¿Somos hechura de estas calles y estos modos y este paisaje árido por dos lados y verde por los otros dos? O, al contrario, ¿es Barquisimeto nuestro invento? ¿Nos imaginamos una ciudad y la habitamos y hablamos de ella, sin que necesariamente sea realidad? ¿Es Barquisimeto un espejismo en nuestro cariño? ¿Es una creación de nuestros recuerdos? La verdad anda a caballo entre las dos posibilidades. A las dos preguntas es posible responder que sí. Y no hay contradicción, sino verdad. Barquisimeto nos hace, y nosotros la hacemos. Nos inventa y la inventamos”.
Para que no existan dudas de la unión entre el sujeto y el predicado, Viloria utiliza la conjunción para subtitular sus visitas poéticas guiadas: Ciudad de México y Alan Riding, Barcelona y Eduardo Mendoza, Macondo y Gabriel García Márquez, Iquitos y Mario Vargas Llosa, Guatapé y Juan Mares. Este último es un poeta antioqueño que se adentra en los recuerdos de lo que vieron sus ojos y sintió su piel en Guatapé, expresándolo así en su libro El árbol de la centuria: “Traigo noticias / de un tiempo sumergido en las distancias. / Y son noticias / de un pueblo paria en las ciudades / De estas noticias / Me surte un pueblo oculto y diligente. / Que son noticias / Que brillan de sudor y sangre. / Mas mis noticias / Ni son augurio de salvación de nadie. //
La poesía de José María Muñoz Quirós no puede prescindir del sagrado misterio que encierran las murallas y las torres de Ávila. “Aquí estoy / una vez más / frente a las torres / (…) Aquí estoy / como los pasos mismos / me han traído / hasta el borde del tiempo, / como he necesitado así rozar / la piel de este momento / para reconstruir la vida, / para hacerla merecedora / de este instante que recupero / en esa lucha de amor que a muerte sabe”. //
Albert Camus, en su afanosa búsqueda de un significado del mundo y de la vida humana se refiere al Orán de su Argelia natal, al señalar que “el modo más cómodo de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y como se muere”. Quizás esa fue la misma inspiración que motivó a García Lorca a realizar el retrato poético de una ciudad avasallante al escribir Un poeta en Nueva York: “¿Qué ángel llevas oculto en la mejilla? / ¿Qué voz perfecta dirá las verdades del trigo? / ¿Quién el sueño terrible de tus anécdotas manchadas?”.
Por su parte, Enrique Gracia Trinidad no ha podido saldar las deudas con su Madrid de miserias y alegrías: “Nada te debo a ti, ciudad amarga y fiera, y todo te lo debo (…) Y cuanto más te pago más te debo”.
La villa Nuestra Señora de la Madre de Dios de Carora es la urbe que convoca los recuerdos más sentidos de Guillermo Morón. Recordemos cómo “el calor se aposentó en la ciudad y el calor soltó al diablo”, en esa extraordinaria atmósfera construida palabra a palabra para describir la villa en las páginas de su maravillosa novela El gallo de las espuelas de oro.
La costumbre de vivir del recuerdo enseña que el amor tiene un espacio donde algo sucede si el lugar se nombra y el nombre es Puerto Maldonado, donde el recuerdo es el ensueño de la redención: “Cerrar los ojos y ser dueño / repentino de cursos fluviales”. Así describe su terruño Alfredo Pérez Alencart.
Cumaná ocupa un espacio singular en Los legajos del marqués de José Tomás Angola Heredia: “(…) Con el sol rabioso del mediodía / asando cabo corchado y chicote / aguas verdinas cuando en felibote / ancoré en la Nueva Andalucía (…) En puerto del paraíso soñado / do los ángeles son aves fermosas / y el mar un manto de azul templado. / Y es que lo nunca antes imaginado / a no ser me digan que falseo cosas / aquí se hace delirio de afiebrado”.
En su libro, Viloria reconstruye “esa gran nostalgia que acoge lo vivido en esa felicidad germinal que se llama infancia”. Por eso pienso que en el Canoabo de Vicente Gerbasi, el recuerdo de su terruño actúa en él como el “estadio del espejo” (Le stade du miroir) de Lacan, afirmando su yo al observarse a sí mismo en su pueblo, sin fragmentarse en su amor. “Es que Canoabo está en mí. Ya no necesito tener nostalgia de él, es mi alma. Yo soy Canoabo”.
Podríamos decir lo mismo del Barquisimeto primordial de Aveledo: “Ciudad de dulce de higos pelados en teja (…) de café y de pan de tunja, de acemitas”. Ya que para el cronista, describir su ciudad es construir su persona en el espejo del mundo: “Por aquí andan mis rastros, mis nostalgias, mis mejores risas, mis esperanzas primeras. En los rincones, en las esquinas, hay trazos de lo que he querido y lo que he detestado. Aquí respiro, camino, mis memorias. Me reencuentro con el que quise ser”.
Virginia Wolf acertó al decir que solo existe lo que se nombra y Gracia Trinidad lo testifica: “Poner nombre a las cosas / es el mejor oficio de la vida, // Lo hizo el padre Adán cuando su Dios / se lo ordenó en el Paraíso. / Y así nacieron árbol, pájaro, río, piedra, / hormiga, pájaro, gacela, viento…/ Nada quedó sin nombre. // Pero luego ocurrió lo que ocurrió / la expulsión amplió los horizontes. / Ni Dios habría imaginado / que Adán siguiera su costumbre / y aún le quedasen nombres que asignar. / Así nacieron risa, amor o llanto, / dolor, tristeza, ausencia o esperanza”.
El libro sirve también como una piedra de afilar para el espíritu. “Es oficio de vértigo este asunto / de acuchillar palabras al papel, / juego de locos, / inútil alboroto de campanas, / pretencioso ejercicio que no sabe / si vive sueños o si arrastra vida. // La verdadera profesión / de los poetas / debería ser el silencio”, proclama Enrique Gracia Trinidad.
Cierto, este libro invita a callar, a un silencio profundo, a meditar sobre nuestro paisaje interior, entrañable, germinal e inmutable del que partimos y al que nos dirigimos.
Foto: Enrique Viloria Vera, 2017. © Jacqueline Alencar
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