A finales de 2017, la Secretaría de Gobernación de México anunciaba que en ese país el año cerraría con unos 25.000 asesinatos. Esto significa que en México, cuya población supera los 130 millones de habitantes, se producen más de 70 asesinatos por día. Como se sabe, buena parte de esta feroz criminalidad está en relación directa con el narcotráfico. No solo se mata, sino que se “desaparece” a las víctimas. Criminólogos e instituciones señalan que hay más de 260.000 desaparecidos; y algunos cálculos van más lejos: alrededor de 300.000 mexicanos se habrían esfumado sin dejar rastro.
¿Dónde podría esconderse tan ingente cantidad de personas, especialmente varones jóvenes? La mayoría, probablemente, estén enterrados en fosas comunes dispersas por todo el territorio. Las luchas entre bandas, así como las guerras entre carteles, terminan en operativos donde se ejecuta a grupos de personas, a menudo, miembros de una familia. En Veracruz, a comienzos de 2017, se encontró una fosa con más de 250 cadáveres.
Estos datos, que constituyen fuente constante de preocupación, dentro y fuera de México, palidecen si se les compara con los de Venezuela, cuya población es más de 4 veces menor que la de México, y donde, en 2017, los asesinatos superaron los 26.600. Esto significa que los índices venezolanos superan entre 4 y 5 veces los de México: el promedio venezolano es de 89 asesinatos por cada 100.000 habitantes. Y en Caracas, específicamente, el indicador se dispara todavía más: 130 asesinatos por cada 100.000 habitantes.
Un factor que comparten ambos países es el relativo a la impunidad: entre 96% y 99% de los asesinatos no se castigan. Solo excepcionalmente los autores son detenidos y castigados. De hecho, especialmente en México, el sicariato es un oficio que provee de ingresos. Hay quienes viven de matar. Pero este es apenas uno de los factores que abonan a los altos índices de mortandad extendidos por todo el continente.
De acuerdo con el informe elaborado por la organización InSight Crime, 2017 fue un año excepcional por la cantidad de homicidios cometidos en América Latina. Como el lector puede imaginar, el informe está encabezado por Venezuela, a partir de datos aportados por el Observatorio Venezolano de la Violencia, ya que no existen estadísticas oficiales. Es destacable que, del total, más de 5.500 crímenes fueron perpetrados por funcionarios de organismos de seguridad.
Le sigue El Salvador, con 60 homicidios por cada 100.000 habitantes. Las pandillas y el negocio del narcotráfico, de acuerdo con especialistas del propio país, son las causas visibles de factores históricos y culturales más profundos, que incluyen intolerancia, autoritarismo, desintegración de las familias y muchos otros. Le sigue Jamaica, con 55,7 homicidios por cada 100.000 habitantes, en su mayoría producidos por el auge de las pandillas, ahora mismo en etapa de expansión. De hecho, este es uno de los países que podría presentar cifras todavía más alarmantes durante 2018.
Honduras: 42,8 por cada 100.000 habitantes. Brasil: 29,7 (este es un promedio correspondiente a 2016, porque todavía no ha sido posible consolidar la información al 2017). La información preliminar publicada apunta a que en 2017 se rompieron las peores marcas de años anteriores, y que los asesinatos podrían haber sobrepasado con creces los 28.000. Un informe de amplia difusión en medios informativos señala que, entre 2001 y 2015, en Brasil fueron asesinadas 786.780 personas. Es decir, aproximadamente el equivalente a toda la población de ciudades como Valencia, en España, o de Leeds, en Reino Unido.
A continuación, en orden descendente, aparecen Guatemala (26,1); Colombia (24); Puerto Rico (19,7); México (19,5); República Dominicana (14,9); Costa Rica (12,1); Panamá (10,2); Paraguay (9,8); Bolivia (8,5); Uruguay (7,8); Perú (7,7); Nicaragua (7); Argentina (6); Ecuador (5,8); y Chile (3,3).
El debate sobre las causas de la violencia en América Latina viene produciéndose desde mediados del siglo XX. A comienzos de los años cincuenta del siglo pasado, recién iniciado el crecimiento de las grandes urbes latinoamericanas, intelectuales de todo el continente detectaron la aparición de formas embrionarias de violencia urbana que, desde comienzos de los años ochenta, han adquirido la categoría de terrible signo de la vida cotidiana, cada vez más presente, en ciudades pequeñas, medianas y grandes.
En buena parte del continente operan factores comunes: el narcotráfico, la disputa entre bandas callejeras, las industrias del robo de vehículos, secuestros, contrabando, minería ilegal, juego, prostitución, tráfico de personas y de órganos, y muchas otras. Todo esto actúa sobre un complejo marco social de debilitamiento de las instituciones, corrupción policial y judicial cada vez más frecuente, erosión de la familia y la escuela, e, incluso, una cultura que estimula la ganancia rápida y jugosa, sin importar si es al costo de la vida de los demás.
Esta mortandad nos remite a otra cuestión de mayor calado: cuál es la importancia real de la vida en nuestro continente. Todo sugiere que vivimos un tiempo en el que el uso de la violencia está cada vez más legitimado. El ajuste de cuentas como móvil de los homicidios es cada vez más frecuente. Hasta los conflictos más irrelevantes se dirimen a balazos. En Venezuela, México, Brasil, Guatemala y El Salvador es llamativa la cantidad de balas que se utilizan contra un cuerpo.
Esto evidencia que programas acotados a operaciones policiales y actuaciones de tribunales tendrán un efecto limitado. La familia, la escuela, las comunidades, las empresas y las instituciones del Estado deben actuar de forma conjunta. Revertir la escalofriante tendencia es posible. Y es urgente. Pero los acuerdos no pueden ser solo internos. Deben traspasar las fronteras. Si toda América Latina se comprometiera en un gran pacto contra el flagelo homicida, con seguridad las cosas comenzarían a cambiar.
Los hechos recientes nos indican, además, que nadie está a salvo, en casi ningún lugar, del azote criminal que nos acecha por los motivos más fútiles y hasta frívolos. Es un problema de todos. La solución no puede sino serlo también.
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