I
La biblioteca de mi casa no era muy grande, pero tenía de todo. Recuerdo vagamente cuando mi papá encargó al carpintero los estantes. Era un mueble modular inmenso que cubría de piso a techo toda una larga pared y que incluía dos escritorios y un “secreter”, una especie de mesa de trabajo oculta por una puerta. Tenía hasta espacio para colocar los long plays o discos de acetato y algunas gavetas.
Los escritorios estaban destinados para el estudio de los niños y el secreter para la niña mayor. Cuando mis hermanos mayores se dedicaron a sus carreras científicas, quedaron para mi hermana y para mí. Los libros de medicina se mezclaban con los clásicos de la literatura y con enciclopedias. Yo tenía una especial para mí, para niños, que no solamente tenía cuentos, sino temas generales para la investigación en ciencias, geografía, historia y clásicos infantiles.
Mi madre era socia de algo que se llamaba Círculo de Lectores y cada mes le llegaba por correo un catálogo con los títulos nuevos, que ella encargaba con gusto y se devoraba literalmente en las tardes. Crecí rodeada de libros, porque estaban por toda la casa, no solo en la biblioteca. No eran de esos que se usan como escenografía, se leían, se manoseaban, se usaban. Eran objeto de culto práctico.
II
Cuando murió la escritora Ana María Matute escribí sobre el vínculo especial que tengo con ella. Mi nombre, obviamente que a partir de la confesión que me hizo mi padre, sé que me fue dado con su inspiración. También conté cómo recibí el primer libro de la autora catalana por correo desde el País Vasco.
Pero una de mis memorias favoritas me lleva a una tarde de sábado en la ciudad de Los Teques aún fría y nublada de principio de los años setenta. Me daba el lujo de ir caminando a muchas partes en el pueblo, a veces sola, a veces con amigas. Esa tarde fui hasta una librería que quedaba a varias cuadras de mi casa. Allí, me enamoré por primera vez.
Tenía apenas 12 años de edad y quedé hechizada por el color azul pastel del papel que cubría la tapa dura y la ilustración como a trazos de lápiz de un hombre que observaba inspirado una planta de cambur, un banano. Lo tomé del estante, curioseé sus páginas, leí algunas líneas. Tenía que tenerlo. Esa sensación hermosa de escoger, de sentir que lo que tenemos en las manos nos habla directamente. Esa tarde por primera vez elegí y compré un libro.
No estuve mucho tiempo con mis amigas en la heladería del centro comercial La Hoyada, sino que me fui rápido a mi casa, llegué a la biblioteca, me senté en mi escritorio y comencé a leer a Rabindranath Tagore.
III
Mi padre no se cansó de repetirme una y otra vez que si quería escribir un libro tenía que leer cientos. Para mí no hay mejor tesoro. Si alguien me regala un libro, me está diciendo que me ama y no lo pondré en duda jamás.
Los libros son muchas cosas a la vez. Son inspiración, son escape, son rendija, son escondite, son fantasía, son realidad, son mentiras, son verdades, son puertas abiertas, son misterios, son refugio, son amaneceres, son oscuridad.
Y allí estaba Esteban. Conocí a Brassesco alguna tarde en El Diario de Caracas. Como todos los periodistas de Caracas, me ufano de decir que fue mi amigo. Que de su mano conocí a muchos autores porque me hablaba de sus trabajos con pasión. Esa fascinación que sentí con mi primer libro de Tagore la repetía cada vez que llegaba Esteban con sus maletas. Le hacía peticiones inverosímiles y complacía mis antojos.
Siempre dije que era la deuda que mantenía con mayor placer. Porque regresaba a casa cargada de libros, los que él me recomendaba, los que yo le pedía, los que me enamoraban de solo verlos. Pero también gracias a él leí por mucho tiempo la edición dominical de El País, completé muchas colecciones que ese diario lanzaba, aumenté mi número de ejemplares de diccionarios y mis revistas del premio World Press Photo.
Aprendí con mi hija que los libros no son solo letras, que sus mensajes no necesariamente están escritos con palabras. No voy a ocultar que me causó cierto dolor darme cuenta de que, conforme fue creciendo mi niña, los libros no le interesaban de la misma manera que a mí. Ella veía otras cosas en ellos. Pero la comprendí, porque mi fascinación por los libros es infinita y con ella he aprendido que su lenguaje es más complejo.
También en esta aventura me acompañó el viejo Brassesco. Entonces ya no por complacerme a mí, sino a ella, comenzó a traerme cuentos con ilustraciones hermosas, vistosos libros desplegables, algunos con trucos de magia, con tipografía original, con formatos diferentes, porque sabía que había libros para cada quien, porque comprendía que mi amor por los libros me llevaba a transmitirle a mi hija el significado de ese tesoro, aunque ella los viera (aún hoy) con otros ojos.
En cada rincón de mi casa hay un recuerdo de Esteban, desde libros infantiles hasta novelas policíacas de las que le gustaban a mi mamá. No podré olvidarlo, no quiero olvidarlo. Brassesco, como portador de tesoros, como librero, se va al cielo, pero también se queda aquí con nosotros.
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