Por Gil Molina
El cine tiene el poder de arrojarnos a los rincones más oscuros de la condición humana, pero también de iluminarnos con una luz inesperada en momentos de desesperación. Este es precisamente el caso de Jackie the Wolf, un documental de Tuki Jencquel que, a primera vista, podría parecer una película sobre la muerte, pero que, al final, es mucho más: es una reflexión profunda sobre la vida misma, el amor incondicional, y el derecho a elegir nuestra propia partida.
En una era en la que los discursos sobre la muerte, especialmente sobre el suicidio asistido, están rodeados de tabúes, morbo o indiferencia, Jackie the Wolf se distingue por su sofisticación y humanidad. A lo largo de sus 90 minutos, el director no solo documenta la lucha de su madre, Jacqueline Jencquel, por ejercer el derecho a morir en sus propios términos, sino que lo hace con una distancia emocional que permite que el espectador no se vea forzado a sucumbir a la solemnidad del tema, sino que se sienta testigo y, a veces, incluso cómplice de un proceso profundo de reflexión.
Jacqueline, madre y activista, decide someterse a un suicidio asistido debido a su creciente malestar con el envejecimiento y las enfermedades que puedan amenazar su autonomía. La película la sigue con una mirada curiosa y respetuosa mientras defiende su decisión ante su propio hijo, y además el director, quien no puede evitar sentirse atrapado entre el amor filial y la comprensión intelectual del derecho de su madre a decidir su final. Este conflicto humano, tan universal y tan íntimo a la vez, es lo que hace de Jackie the Wolf una obra realmente única: su capacidad para mostrarnos los sentimientos contradictorios que surgen cuando el ser querido es quien toma la decisión de cerrar el ciclo de su vida.
Lo más interesante del enfoque de Jencquel es que el espectador entra a la película esperando ver la muerte de Jacqueline, pero la película sorprende en su tratamiento del tema. A pesar de la tensión implícita en el proyecto, la dirección evita caer en el morbo o en la explotación del sufrimiento, y en lugar de eso, presenta un relato casi sereno, teñido por la elegancia de la reflexión. La muerte es presentada aquí no como una amenaza, sino como un proceso natural y dignificado, en el que la autonomía y la elección personal se erigen como pilares fundamentales.
El documental no se limita a mostrar la muerte, sino que nos ofrece una mirada sobre cómo las personas viven sus últimos años, lo que significa para ellos tener la libertad de elegir cómo y cuándo partir, y cómo ese derecho se ve atravesado por el amor, el miedo y las expectativas de la familia. A través de la figura de Jacqueline, Jencquel invita a cuestionar lo que significa una vida vivida con dignidad, y cómo esa dignidad puede o no incluir la opción de ponerle fin de manera voluntaria y asistida.
En este sentido, el cineasta hace un trabajo brillante en el montaje, el cual es clave para que la película no se sienta opresiva ni deprimente. Hay momentos de ligereza, incluso humor, como si la misma muerte quisiera ser presentada como un acto de liberación y no de condena. Esto no solo hace que la película sea accesible, sino que refleja la visión de Jacqueline: la muerte no es algo que deba ser temido ni ocultado, sino algo que puede ser tratado con la misma serenidad y reflexión que cualquier otro aspecto de la vida.
Este enfoque da lugar a una reflexión más profunda sobre por qué los seres humanos somos tan reticentes a hablar sobre la muerte, especialmente sobre el suicidio asistido. Vivimos en una sociedad que celebra la vida con tanta fuerza que hemos olvidado que la muerte es también parte de ella. La constante búsqueda de la juventud y la evasión de la vejez como un fallo o un error, son actitudes profundamente arraigadas en nuestra cultura. Nos hemos acostumbrado a mantener a la muerte a distancia, a no hablar de ella, a no reconocer que es tan inevitable como vivir. Hablar de la muerte, especialmente cuando la persona decide cuándo y cómo partir, nos coloca frente a nuestras propias inseguridades y miedos, a la incertidumbre de lo que nos espera. Pero, como Jencquel demuestra con su cámara, el proceso de enfrentarse a la muerte es una conversación profundamente humana, cargada de contradicciones pero también de una extraordinaria belleza.
Uno de los momentos más conmovedores del documental ocurre cuando Jacqueline cita a Charles Baudelaire: «¡Ah, Señor! ¡dame la fuerza y el coraje para contemplar mi corazón y mi cuerpo sin asco!». Esta cita, que resuena con la filosofía del poeta maldito, no solo refiere a la fragilidad humana, sino a la aceptación total de uno mismo, con todas las imperfecciones y limitaciones inherentes al paso del tiempo. Es, quizás, el momento clave en que la película transita de una mirada introspectiva sobre la muerte a una reflexión sobre lo que realmente significa vivir. La fuerza y el coraje que Baudelaire pide son los mismos que Jacqueline parece haber encontrado al tomar su decisión, y que el director transmite con una cámara que no juzga, sino que acompaña en un proceso de aceptación. Este verso resalta la tensión entre el asco por el desgaste físico y la necesidad de abrazar nuestra humanidad tal como es, sin edulcorantes ni negaciones. Es un acto de valentía que se refleja en cada escena, en cada palabra, en cada mirada entre madre e hijo.
En resumen, Jackie the Wolf no es una película sobre la muerte, sino sobre la vida y las decisiones que tomamos para vivirla de manera plena, incluso cuando esa plenitud incluye el derecho de decidir cuándo terminar con ella. Tuki Jencquel no solo nos invita a contemplar la muerte, sino a cuestionarnos sobre el significado de vivir con dignidad hasta el último aliento. Y, en ese proceso, logra que la muerte deje de ser el enemigo al que tememos, para convertirse en una decisión humana y valiente que, a su manera, también celebra la vida.
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