A Leandro Herrera
La palabra usurpar tiene sus orígenes en la voz latina usurpare. Su traducción literal al idioma español es arrebatar lo ajeno, apoderarse de un derecho que le corresponde a otro. Etimológicamente, deriva de la contracción de las expresiones usus (el derecho que se tiene a utilizar o disponer de lo que es propio, de lo que le pertenece a alguien legítima y legalmente) y rapere (arrancar con violencia, apoderarse, robar). No solo la expropiación es un robo, como en su momento sentenciara María Corina Machado. Para ser más precisos, también la usurpación lo es. De hecho, quien usurpa (usurpator) es un delincuente, porque sin tener el debido derecho o la genuina autoridad para hacerlo, asume, no sin rapacidad, funciones y competencias que no le corresponden. La usurpación es, en este sentido, una práctica delincuencial, por lo que no podría no llevar el sello de fábrica característico de toda acción criminal. Así, el funcionario que llega a ejercer funciones para las cuales no ha sido designado es un usurpador. Y, efectivamente, en la ciencia jurídica se denomina “Delito de usurpación de autoridad” a: (1) Quienes ejercen una función pública sin tener ni la correspondiente titularidad ni poseer el nombramiento legítimo. (2) Quienes sin tener la ya mencionada legitimidad emiten órdenes militares o policiales. (3) Quienes, a pesar de haber cesado en sus funciones las continúan ejerciendo. (4) Quienes ejercen funciones correspondientes a un cargo distinto al que han ejercido. Estas son, grosso modo y según la prescripción dada por el derecho público, las modalidades que con mayor frecuencia ponen en evidencia al usurpador.
Se puede considerar usurpador a un presidente que, a pesar de las muy razonables dudas de su legitimidad en el cargo que ha ocupado, vuelve a presentarse -¡por tercera vez!- como candidato a la presidencia de lo que queda de República, en medio de una campaña electoral caracterizada por el ventajismo político -deslizado hacia la gansterilidad-, el sabotaje y la alevosía calculadas, la sistemática mordaza comunicacional e informativa, la persecución de los legítimos dirigentes de los partidos políticos que se atreven a enfrentarlo, la confiscación y secuestro de las siglas de dichos partidos y el nombramiento de juntas directivas ad hoc, complacientes, además del más absoluto bloqueo y sabotaje de toda posible actividad genuinamente democrática. Pero, por si todo esto fuese poco, a la candidata que triunfó abrumadoramente en las elecciones primarias opositoras se le prohibió inscribir su candidatura y, por ende, se le negó la posibilidad de participar en la justa electoral presidencial. No obstante, las fuerzas democráticas lograron inscribir el nombre de un candidato “tapa amarilla”, como lo llamaron, aparentemente sin la menor posibilidad de triunfo, pero que terminó derrotando 70 a 30 al candidato oficial del régimen. Fue un triunfo aplastante, aunque la estructura del aparato gansteril no solo se negó a reconocerlo, sino que terminó proclamando como ganador a quien fuera derrotado. De un zarpazo, al nuevo presidente electo, legal y legítimamente, le fue arrebatado lo que efectivamente le corresponde por derecho. Eso se llama usurpación, expoliación, despojo, abuso, privación, en fin, robo.
Como dice el adagio popular venezolano, “malandro no es gente”, porque “gente”, del griego gens, significa raza, linaje o, como dice Vico, prole, y el lumpen carece en lo esencial de semejantes distinciones. Basta con citar la”Parte especial” del ya clásico Manual de Derecho Penal de Hernando y Andrés Grisanti para comprender que no se trata de una cuestión de mera ausencia de quehacer político propiamente dicho o, incluso, de la más supina moralidad, sino de un grave delito contra la sociedad venezolana en su conjunto que en algún momento tendrá que ser atendido por los tribunales competentes. En efecto, en el citado Manual, se dice que es un delito el “asumir funciones públicas, civiles o militares” y “también al funcionario que siga ejerciéndolas después de haber sido legalmente reemplazado o de haberse eliminado el cargo. El Código Penal de 1873 -por cierto, obra del magnífico Cecilio Acosta-, en el Capítulo VI del Título VIII del Libro Segundo, que trata de la «usurpación de las funciones y títulos, y del uso indebido de nombres, trajes o insignias», tipifica delitos que corresponden a los comprendidos en este capítulo. Tres son, pues, los actos punibles: la asunción indebida de una función cualquiera, civil o militar, el ejercicio de la misma y su prórroga después que el titular ha sido reemplazado o que haya sido eliminado el cargo al que corresponde dicha función”.
Esta es la situación actual del señor Nicolás Maduro Moros y la del resto de sus compinches de Las Tres Gracias: la de la usurpación. Han mancillado, del modo más vulgar y repugnante, la dignidad del pueblo venezolano. Han convertido a Venezuela en un grosero puerto pirata, al burlarse de la decidida voluntad de las mayorías en su propósito por hacer del país un lugar dedente, de encuentro para la democracia y la libertad, un lugar de trabajo y reconocimiento, de paz y prosperidad. Se trata de una práctica que no solo recuerda las peores épocas decimonónicas venezolanas -la era de los inefables caudillos que tanto daño causó a la población- sino de la más clara puesta en evidencia del talante totalitario, autocrático, tiránico, que fundamenta sus acciones. Talante que, por cierto, no solo coincide con las consuetudinarias prácticas políticas características del Oriente del mundo -tan repugnadas por el propio Marx-, sino, además, con la estructura organizacional propia tanto del fascismo como de la mafia y la camorra. Por eso mismo, la usurpación no solo niega la idea de civilización para abrazar la barbarie: es la negación de los valores fundamentales sobre los cuales se construyó la civilización occidental, la premisa de la democracia y la libertad que, aquí y ahora, tenemos la obligación política, moral e institucional de restituir, más allá de todo populismo. Esto no se ha terminado. Apenas se inicia el tiempo de invierno para la usurpación. La lucha por la verdad es, además, la lucha por la justicia y la libertad. Valores esenciales de toda sociedad genuinamente democrática.
@jrherreraucv
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