En el Salón Elíptico del Palacio Legislativo de Caracas tuvo lugar uno de los más bochornosos hechos de nuestra historia republicana: la confirmación del mantenimiento de la usurpación del poder público por un grupo armado, a pesar de la voluntad en contrario del pueblo venezolano expresada el 28 de julio pasado. Quiso el azar que testigo de la declaración correspondiente fuera quien alentó en 1810 –¡con un gesto!– el primer acto constituyente del Estado: la solicitud de renuncia al mando del representante de la corona española. Por eso, dicen que ante el exabrupto cometido exclamó: ¿…qué bochinche es ese?
No ignoraba José Cortez de Madariaga, canónigo chileno ilustrado, que 250 años antes una reclamación –acaso legítima, pero mal argumentada– había degenerado en bochinche de trágico final. En el “río grande y temeroso” … de “mil y quinientas leguas” y “boca de ochenta de agua dulce”, que parecía un mar agitado por una corriente poderosa, algunos capitanes y soldados, provenientes del Perú, se habían levantado contra el monarca lejano (“cruel e ingrato”). “Avísote, Rey Felipe, hijo de Carlos”, que “he salido de hecho con mis compañeros … de tu obediencia y desnaturarnos de nuestras tierras, que es España, para hacerte en estas partes la más cruel guerra que nuestras fuerzas pudiesen sustentar y sufrir”, le escribió Lope de Aguirre “el traidor”… “mínimo vasallo, cristiano viejo” desde la Margarita en julio de 1561. Al final del sangriento suceso, habían muerto cientos de personas, 72 de ellas asesinadas por él mismo.
Aquel bochinche de un “rebelde hasta la muerte por la ingratitud” del señor que tanto había obtenido de él “sin ninguna zozobra” de su parte, pretendía reclamar el derecho “a ser justificados primero los servicios” de los vasallos “que han trabajado y sudado” para darle “reinos y señoríos”. Tenía mucho de tragedia. Era inexorable su fin, marcado por el destino del protagonista. Como si no pudiera escapar, a su ananké. Aguirre de joven había sido “condenado a pena de horca y açer cuartos” por “forçar una donçella” en Vitoria; y en Cusco de nuevo condenado a pena capital tras dar muerte a un juez luego de perseguirlo a pie por años y a lo largo de más de mil leguas. Pero, como todo bochinche, era alboroto sin plan ni organización. No fue el primero en nuestra historia, pero dejó huella profunda hasta hacerse mito. E inclinación: tragedia a veces, otras comedia.
Porque comedia –o más bien “farsa” (acción realizada para fingir o aparentar)– fue lo ocurrido en el “Teatro” Legislativo de Caracas el viernes 10 de enero. El régimen extremó las medidas de seguridad para evitar protestas en las calles de la capital y en el interior de aquel edificio mientras se procedía al acto de inicio de otro período de Nicolás Maduro. No se permitió el acceso al lugar a extraños al evento: ni siquiera a los periodistas, quienes debieron presenciarlo por un circuito cerrado de TV desde lugar lejano. No hubo ningún “baño de masas”. Nadie hubiera podido impedir las manifestaciones de rechazo. Por eso, se mostró un encuentro con un grupo de chavistas (de toda evidencia funcionarios comprometidos y disfrazados). En fin, se escogió un salón de capacidad limitada para controlar mejor a los asistentes. Y se comenzó antes de lo previsto para desbaratar cualquier plan subversivo.
El canónigo –“náufrago en Caracas”, de los “ocho monstruos” de la revolución americana– estaba enterado del fraude: la exclusión en el registro de millones de jóvenes y migrantes, el ventajismo del candidato oficial, los obstáculos levantados contra las fuerzas democráticas. También de la valentía del pueblo y los representantes del candidato opositor, la parcialidad de los militares, la alegría de los votantes. Y del zarpazo del 28 de julio, de los falsos boletines del CNE, las maniobras del tribunal “subordinado” (de expertos encapuchados). Presenció la farsa de “juramentación” con pocos invitados, ninguno de prestigio. Faltaban casi todos los “diputados”, ante quienes se debe prestar juramento, por lo que el acto en derecho no existió. Los discursos fueron breves (balbuciente el del anfitrión). Sentenció: “Vicente Emparan era un demócrata. Renunció cuando lo pidió el pueblo. Este no: es un déspota (del griego despotes). Pretende ser dueño y amo del poder”.
En bochinche comenzó el que sería el año más terrible de nuestra historia: el año ‘14 (durante la guerra de independencia). Nadie –tal vez– lo explicó mejor que Pedro Camejo, conocido como “el Negro Primero”. Al conocer a Simón Bolívar y a requerimiento del comandante Páez le narró los hechos: “Yo había notado –le dijo– que todo el mundo iba (con Boves) a la guerra sin camisa y sin una peseta y volvía después vestido con un uniforme muy bonito y con dinero en el bolsillo. Entonces yo quise ir también a buscar fortuna y más que nada a conseguir tres aperos de plata…». Pero, después de la derrota de Araure, cuando le ordenaron formar filas resolvió huir, lo que logró con muchos padecimientos. Fueron muchas sus penalidades. Al bochinche siguió la violencia, la destrucción y la muerte, como no hubo antes ni después. Venezuela quedó reducida a ruinas.
Sobre el bochinche poco se construye. En 1815 quiso poner orden el “Pacificador” Morillo y con un ejército de 10.600 hombres impuso alguno sobre el “terror”, como también en Nueva Granada. Pero pronto (1820) comprendió que había llegado el fin del Imperio en América y prefirió retirarse. Medio siglo más tarde, los que se llamaban “federales”, que obtuvieron el poder por el Acuerdo de Coche (1863), después de cinco años de guerra de balance terrible, no establecieron un sistema de gobierno organizado. Fue el tiempo de los caudillos regionales, de continuas revoluciones y combates y de gran desorden. El país estuvo a punto de la implosión y aprovechó la Gran Bretaña para arrebatarle parte de Guayana. Solo en 1903 se puso fin a las luchas internas; pero el bochinche continuó hasta que se trató de vencerlo con el uso de la fuerza y la supresión de las libertades ciudadanas.
Existe una relación esencial entre el bochinche y la arbitrariedad que termina en despotismo. Lo advirtieron los griegos cinco siglos a. C.: la extrema libertad –enseñaba Platón– lleva a la extrema esclavitud, en la tiranía, “negación de la política”; por su parte, Aristóteles señaló que los demagogos producen la caída de la democracia. Aquel, además, en su obra final, afirmó que el mejor sistema de gobierno es la “nomo-cracia”: el imperio de la ley. Pero, fueron los romanos, conocedores de las leyes griegas, quienes elaboraron un sistema normativo global para regular la vida social. Y también quienes –primeros en la historia– utilizaron la ley (entre los siglos V al III) como instrumento de transformación (en su caso, para permitir el ascenso progresivo de los marginados, la plebe). Esa idea la tomaron los ideólogos de las primeras revoluciones modernas, en Europa y en América. Parecen olvidarlo estos días algunos de sus herederos.
No gustaba el bochinche al hombre que, con timidez, salió el 14 de diciembre de 1908 al balcón de la Casa de Gobierno de Caracas, para escuchar los gritos contra el mandatario a quien sustituía temporalmente. Mantuvo silencio; pero cinco días después tomó el poder: “En virtud del título legal que invisto –informó– sin ser empujado por ninguna ambición personal”. Tras unos años de libertades, impuso férrea dictadura que justificó en el mantenimiento de la paz y el logro de la integración territorial y otros de orden material que le permitió el inicio de la explotación petrolera. Venezuela antes afectada por la anarquía (“es como un cuero seco”, decía A. Guzmán Blanco), pobre y endeudada, de escasa población (cerca de 2.375.000 habitantes) mayoritariamente rural, con escasos servicios públicos, ambicionada por las potencias, comenzó a cambiar. Pero, será a partir de 1936 que tomará impulso su modernización e incorporación al mundo desarrollado.
Veintiséis años atrás Venezuela era una democracia en problemas. Pero tenía recursos (especialmente humanos) para superarlos. Parecía encaminada a lograrlo. La elección de Hugo Chávez –prometía fortalecer y profundizar la democracia– fue expresión de voluntad en tal sentido. Pero, se impuso luego un régimen de poder personal, disfrazado tras el proyecto de una sociedad socialista (rechazado por el electorado). El sucesor (usurpador desde los inicios) continuó en el empeño, lo que ha provocado la más grave crisis de nuestra historia reciente. El pueblo ha enfrentado, decididamente, aquella intención: aspira a vivir en libertad para crear las condiciones que permitan “el bienestar general”.
X: @JesusRondonN
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