A los 100 años de edad murió en su casa de Plains (Georgia) Jimmy Carter, casi 43 años después de salir de la Casa Blanca en Washington, luego de perder las elecciones en las que aspiraba a renovar su mandato como presidente de Estados Unidos. Creía que podía lograrlo, a pesar de enfrentar a Ronald Reagan, un gigante de la política norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Porque pocos habían logrado tanto para su país y el mundo. Bondadoso, no se retiró del servicio a los demás: creo una una institución para ayudar a seres humanos necesitados de cualquier lugar.
Cuando, casi sorpresivamente, ganó la presidencia de Estados Unidos, J. Carter era poco conocido. Su triunfo se debia, fundamentalmente, a la voluntad de los ciudadanos del país de abandonar –si no se podían borrar– los tormentosos primeros años setenta (los del fin de la guerra del Vietnam y los del escándalo del Watergate) y la inercia de la administración de Gerald Ford (tras la vergonzosa renuncia de Richard Nixon). Aunque carecía de maquinaria (y recursos) a comienzos de 1976, llenó el vacío dejado por el desarticulado liderazgo nacional demócrata (muy afectado desde la Convención de Chicago y las derrotas de H. Humphreys y G. McGovern de 1968 y 1972), escogió como vicepresidente a un prestigioso senador del Medio Oeste (Walter Mondale) y ofreció someter la acción pública a los principios morales. Parecía una tarea difícil para un político del Sur. Pero, su ingenuidad y su bondad le daban fuerzas para emprenderla.
A pesar de crecer en un ambiente segregacionista, Jimmy Carter era partidario de la integración. Es más, creció practicándola (junto a los hijos de los trabajadores de color, sus amigos). Ya en su discurso inaugural como gobernador (1971) declaró: “Les digo con toda franqueza, que el tiempo de la discriminación racial ha terminado”. Hasta 1963 –tenía casi 40 años– había sido un exitoso empresario del maní (un negocio no heredado sino levantado con esfuerzo). De firmes creencias cristianas (practicante dentro de la familia bautista) y al lado de Rosalynn, esposa inseparable (77 años de matrimonio), se sintió llamado al servicio público. En 1970 fue elegido gobernador de Georgia. Tras un solo periodo de ejercicio manifestó sus aspiraciones a la presidencia. Utilizó el mecanismo de las elecciones primarias para difundir un mensaje sencillo (e impreciso): reformar las prácticas y el gobierno (gigantesco e ineficiente) de Washington para servir a los ciudadanos.
Un cambio de mando en Washington, inevitable y necesario, causaba preocupación en Estados Unidos y el mundo, afectado por diversas crisis. No contribuía a calmarla la elección de un desconocido, desligado del establishment y de los lobbies del poder, sin experiencia en el gobierno federal ni en asuntos internacionales. Se trataba de una situación casi inédita. Pero, había motivos para el optimismo. Se trataba de un hombre joven, liberal (aunque no radical), más bien moderado, de centro. Era partidario decidido de la igualdad de derechos para todos, creía en las virtudes de la paz y prometía actuar de acuerdo con principios morales (y religiosos). Las circunstancias internacionales requerían inmediata atención. Aunque desde finales de la década anterior existía cierto acercamiento entre los grandes bloques (la llamada “distensión”), resultado de las prácticas de la “ostpolitik” del canciller Willy Brandt y la “realpolitik” del secretario Henry Kissinger, existían motivos de preocupación .
Era necesario concluir acuerdos, lo que reclamaba la intervención del líder del “mundo libre”. La muerte de Mao Tse-tung despertaba temores en China. El Medio Oriente era un polvorín. En América Latina, dominada por dictaduras, tomaban fuerza movimientos revolucionarios nacionalistas. En África urgía poner fin a los restos de colonialismo y segregación. En esas áreas, Carter logró resultados significativos que marcarán la historia. Estableció relaciones diplomáticas con el gobierno de Pekín y permitió su ingreso a las Naciones Unidas (sin abandonar el compromiso existencial con Taipei). Alcanzó un tratado de limitación de armas nucleares con la URSS (no ratificado, pero cumplido con exactitud). Logró la firma de los Acuerdos de Camp Davis entre Egipto e Israel, los primeros entre árabes y judíos (antecedentes de los Acuerdos de Abraham). Exigió el cese del régimen racista de Rodesia y reconoció la independencia de Zimbabue. Por último, entregó el Canal al gobierno de Panamá.
Carter apenas permaneció en la Casa Blanca durante un periodo. Fue el primero en el cargo por elección no reelecto desde Herbert Hoover (1932), caso antes frecuente. Tampoco lo sería George H.W. Bush (1992). Así, su tiempo fue corto, menor que los de Bill Clinton y B. Obama (demócratas) y R. Reagan y George W. Bush (republicanos). Sin embargo, su legado es de importancia permanente, tanto en el orden interno como en las relaciones internacionales. Curiosamente, al llegar a la Casa Blanca ya era más pensador que gobernante, preocupado por la realización de los principios más que por los asuntos administrativos (lo que sin duda lo llevó a soslayar algunos de interés para los electores). En su discurso inaugural fijó las bases de la acción: renovar “el compromiso con los principios básicos”, raíz de la nación (entre ellos, el respeto por los “derechos humanos”) y establecer un gobierno “competente y compasivo”.
Fueron importantes sus logros en asuntos domésticos, aunque fracasó en controlar la inflación (impulsada por los precios del petróleo) y en reanimar la economía. Tampoco modificó las estructuras y procedimientos gubernamentales. Los republicanos lo calificaron de ineficiente (imagen que se impuso). Con frecuencia se olvida que entonces se crearon los departamentos de Educación y de Energía, se reformó la seguridad social y se acordó protección ambiental a 417.000 km2 de tierras en Alaska. Además, Carter intentó hacer de la Casa Blanca guía del país. Misión difícil, porque supone decir cosas que no se quieren oír. En su discurso inaugural (1977) afirmó: “nuestra nación tiene limitaciones reconocidas y no podemos responder a todas las preguntas ni resolver todos los problemas. No podemos darnos el lujo de hacer todo”. Y en 1979 denunció: “La amenaza (fundamental para la democracia estadounidense) es casi invisible de forma ordinaria. Se trata de una crisis de confianza”.
Sin reparos, aunque entristecido, Jimmy Carter reconoció la victoria de Ronald Reagan. Incluso, asistió a su juramentación. Después regresó a la casa donde había vivido y rehizo su empresa, endeudada en su ausencia. No se retiró de la vida pública (si del activismo partidista). En 1982 se incorporó a la Universidad Emory: sirvió durante 38 años. La Biblioteca Presidencial y Museo Carter abrió en 1986. En 1982 fundó en Atlanta el Centro Carter para promover los derechos humanos y aliviar el sufrimiento humano. La institución atiende especialmente la resolución de conflictos y la observación de elecciones; e iniciativas en materia de salud global (control y erradicación de enfermedades). También dió apoyo a “Hábitat para la Humanidad” que levanta casas en zonas devastadas. Intervino en misiones de “diplomacia de contactos”. Y en 2002 recibió el premio Nobel de Paz. Dijo entonces: “la guerra siempre es un mal, nunca un bien”.
Extrañamente, muy pocos mencionan a Jimmy Carter, que gozó siempre del respeto de sus conciudadanos, entre los mejores presidentes del país. Tampoco, debe decirse, entre los peores. Los primeros lugares los ocupan, invariablemente, A. Lincoln, G. Washington y F. D. Rooseveltd. Y los últimos, los casi desconocidos del siglo XIX y – contra todo sentido – el recién reelecto (!), D. Trump. Entre los cercanos, en buena posición, figuran R. Reagan y B. Obama, y de un poco más atrás H. Truman y D. Eisenhower. J. Kennedy es un mito, como Thomas Jefferson. Carter aparece entre los del medio, porque según analistas no dejó una obra de especial relevancia en el orden interno (como si no fuera importante, en tiempos de gran desorientación, mostrar las virtudes republicanas). Buena falta hacía tras los traumas causados por la derrota de Vietnam y la renuncia forzada (la única en 236 años) de R. Nixon.
Se fue Jimmy Carter a días de asumir su antiguo cargo un político a quien puede calificarse de “polo opuesto” (en todos los aspectos). La sencillez y modestia del uno, movido por el humanismo, contrastan con la opulencia del otro, al que animan intereses materiales y económicos. La democracia americana, no obstante sus avances, no está a salvo de peligros. Porque – como reconoció el de Georgia en su discurso de despedida – “la democracia es siempre una creación inconclusa”, que se debe mejorar “a la luz de sus propios retos”. Paradoja de la historia: corresponde hacerlo al temido y lejano sucesor!
X: @JesusRondonN
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional