Se está produciendo, me atrevo a escribir que se ha producido ya, un cambio radical en el criterio de la mayoría de la comunidad democrática mundial, con respecto al papel que una posible rebelión popular y militar podría cumplir en el destino próximo de Venezuela.
Durante mucho tiempo la hipótesis de una reacción de la sociedad a la que se sumaran soldados fue una posibilidad rechazada por buena parte de la sociedad organizada de Venezuela. Hay que recordar que la cultura democrática que se configuró entre 1958 y 1998, a pesar de las innumerables críticas que pueda hacerse a ese período de cuarenta años, arrojó una realidad indiscutible: partidos políticos, gremios e instituciones educados en el credo democrático. Esto quiere decir, entre otras muchas cosas, educados en la tesis de que son los procesos electorales la herramienta idónea y principal para promover el cambio político.
Hay que añadir que, a todo lo largo de los últimos años, las organizaciones políticas democráticas venezolanas han hecho esfuerzos enormes en el terreno electoral, a pesar de las evidentes desventajas que supone competir en torneos electorales donde el árbitro trabaja para el gobierno. Los candidatos de las fuerzas democráticas, con mínimos recursos a su disposición, han debido enfrentarse a poderosas coaliciones en las que el PSUV aparecía acompañado del CNE, del TSJ, del Alto Mando de la FANB, de los recursos financieros del Estado, de más de 80% de los medios de comunicación, de los mecanismos de coacción de la administración pública, de los contratistas del CNE y de una cantidad inimaginable de recursos financieros.
De forma simultánea, la comunidad democrática internacional enarboló, como su primera opción, el que la sociedad venezolana debía agotar las opciones electorales. Siempre. Esta idea actuó como una especie de premisa superior e irrebatible, durante más de una década. Hay centenares de declaraciones de gobiernos, multilaterales y políticos, que cualquier lector puede consultar, especialmente entre el período 2004-2016, que coinciden en esta perspectiva.
Esta tendencia comenzó a cambiar a finales de 2016. Una vez que el gobierno impidió la realización del referéndum revocatorio, y que para ello utilizara los más siniestros recursos a su disposición, incluyendo las acciones de tribunales regionales que no tenían competencia para tomar decisiones en el ámbito electoral, dentro y fuera de Venezuela, la premisa pro electoral comenzó a debilitarse.
Tras la debacle del intento de diálogo de finales de 2016, que sirvió a los objetivos del gobierno, más todo lo ocurrido a lo largo de 2017, lo que incluye un proceso electoral fraudulento en julio, denunciado por el contratista Smartmatic, del que salió la fraudulenta, ilegal, ilegítima y esperpéntica ANC, la cuestión del agotamiento de la vía electoral se hizo todavía más evidente.
Lo demás apenas requiere recapitulación: entidades sin autoridad y legitimidad ninguna ilegalizan partidos democráticos; los principales dirigentes de la oposición democrática están presos o exiliados; el poder se niega a conformar un CNE autónomo del gobierno; se ha diseñado un proceso electoral que no esconde su carácter fraudulento.
La elección del 22 de abril, y esto no es un juego de palabras, representa el capítulo final de la vía electoral para el cambio político en Venezuela. Es, ni más ni menos, el acto último por el cual el poder deglutirá los procesos electorales. Los hará suyos, de forma definitiva, de forma irreversible. Se apropiará de las elecciones, tal como se ha apropiado de todo, de absolutamente todo, en Venezuela. Ya no serán más procesos electorales sino mecanismos de legitimación. Costosos actos de aclamación que el poder organizará para ratificarse a sí mismo.
Esto significa, digan lo que digan los que insisten en sumarse como figurantes a la siniestra elección de abril, que se despoja, de una vez y para siempre, de los procesos electorales como herramienta de cambio político. Significa que, en lo sucesivo, habrá elecciones para mantener a Maduro y su banda en el poder. No serán elecciones sino ratificaciones. Con lo cual, la sociedad democrática venezolana quedará en estado de total indefensión política, social y económica. No le quedará otro camino que someterse a la pobreza, al hambre, a la enfermedad y a la delincuencia. Sin derecho de protestar y sin derecho a elecciones limpias y transparentes.
En América Latina, Europa y Estados Unidos; en los organismos multilaterales; entre los numerosos dirigentes sociales y políticos que siguen a diario la situación venezolana; y, también dentro de Venezuela, en los más diversos sectores, entre ellos los que hasta el último minuto pedían darle una oportunidad al diálogo que se realizaba en Santo Domingo, la visión ha cambiado.
Y ha cambiado a esta tesis: la única vía posible para el cambio político en Venezuela es, ahora mismo, la rebelión popular y militar. Los 150 días de protestas que hubo el año pasado demostraron que la posibilidad de volver a la calle está siempre latente como recurso político.
La otra cuestión es la militar. Existe una idea muy extendida, según la cual toda la Fuerza Armada apoya incondicionalmente al gobierno, por distintas razones: por las prebendas, los contratos, los cargos públicos, la corrupción y otras. No comparto esta tesis. Una parte sustantiva de los soldados son, sin lugar a dudas, igualmente víctimas de lo que está sucediendo en Venezuela. Al igual que el resto del país, cada uno y sus familias, viven en estado de hambre, padecen enfermedades, son asesinados por la delincuencia, son testigos del derrumbe de todo.
El debate sobre la legitimidad de una posible rebelión popular y militar ha quedado atrás. La comunidad democrática mundial ya no se pregunta si la rebelión de la sociedad es o no legítima, sino cuándo ocurrirá. También otra idea aglutina el mayor consenso: no debe esperar. Venezuela no aguanta un deterioro todavía mayor.
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