Todo ejercicio de adaptación entraña un sacrilegio, una traición, el descubrimiento de una nueva naturaleza.
En el caso de Gabriel García Márquez, las versiones audiovisuales derivadas de su obra, cargan con el peso de una maldición gitana. Solo recuerdo con estima la película de El coronel no tiene quien le escriba, realizada por Arturo Ripstein con plena conciencia y comprensión de la lectura, al proponer una atmósfera irrespirable y pesimista que resume la novela.
De resto, el mundo asiste a un desfile de horrores, de culebrones mexicanos y argentinos, con los aires mesiánicos y parricidas que caracterizan a los subproductos de la tendencia.
En tal sentido, debo recomendar el visionado del podcast de Carolina Sanin, excelsa intelectual y escritora, experta en la materia. Su reflexión puede encontrarse en Youtube con el título de Alquimia al revés y traduce la vergüenza que genera el seriado de Netflix, vendido como una reivindicación de los buenos salvajes que somos en LATAM, gracias al toque de midas de la plataforma de la N grande.
Considero que la labor del intelectual se cifra en manifestar un descontento razonado, desde una voz personal y crítica, tal como lo hace la profesora Carolina Sanín.
Así que vaya mi saludo y mi elogio para ella, por su contribución al debate.
Al respecto, debo responder a una tormenta de agravios racistas y discriminatorios, de los que he sido objeto por Instagram, después de viralizarse mi cuestionamiento de la serie en un reel.
Ahí dije que Cien años de Soledad constituye un despropósito monumental, empezando por lo infumable de su voz en off y terminando en su ristra de imposturas de la peor televisión Corpoturística.
Acto seguido, recibí respuestas de todo tipo, algunas con lógica y sentido, otras destempladas que se unen por el falso argumento del chauvinismo, como que un venezolano como yo no puede entender la dimensión de lo que ve y aprecia, a diferencia de una persona nacida en el país vecino.
De ser así, nadie podría ejercer el oficio del periodismo crítico, tomando en cuenta que el contenido que procesamos es importado en la mayoría de las ocasiones, por las condiciones de la oferta.
Es una pena que actualmente se apele al sentimiento nacionalista, para valorar o denostar el significado de un filme.
Lo hemos visto no solo en el ejemplo de Cien años de Soledad, sino en la patriotera condena que los mexicanos le prodigan a Emilia Pérez, supuestamente por irrespetar el gentilicio azteca y convertir sus problemáticas serias en la caricatura de un francés desquiciado.
En su momento refutaré tales inventos, sobre el musical de Jacques Audiard.
Por lo pronto, ratificar que la interpretación, como experiencia y expresión filosófica, no responde a criterios fronterizos de una aduana odiosa.
Sobre Cien años de Soledad, la miniserie de Netflix, apenas cabe acotar que se trata de un trabajo fallido más propio de la confusión que del procesamiento genuino y creativo de la historia de los Buendía.
No hay forma de compaginar la rica polisemia del texto con aquellos postizos, rictus y mostachos de un parque temático de Disney, sobre los clichés y reduccionismos semióticos de la “colombianidad”.
Incluso, la presunta rigurosidad estética y moral, de la que hace gala la serie en su campaña de mercadeo, se derrumba ante la pobreza y la pereza de transcribir los vuelos del realismo mágico, como estampas inanes y carentes de identidad de una imagen prefabricada con inteligencia artificial, lo cual representa el principal fiasco de la adaptación, su incapacidad de trastocar y proponer una verdadera lectura autónoma del lenguaje del cine.
Por eso, las versiones de Pasollini eran diferentes a las novelas que lo inspiraron, generando un espacio metafísico que le pertenece al séptimo arte, no a la literatura.
En efecto, por mencionar a un autor colombiano que admiro, la obra de Víctor Gaviria dialoga mucho mejor con la escritura del Gabo, al narrar la tragedia de un país macondiano que se hunde en el fango de la hiperviolencia y la corrupción, de los juegos de poder y de las espirales del incesto, sin por ello renunciar a una mirada esperanzada, compleja y humana de sus seres.
Al contrario, Cien años de soledad, la horrenda serie de Netflix, prefiere entablar no una conversación con Luis Ospina o la escuela del documentalismo caleño, sino con los algoritmos que un día celebran a Narcos, para luego explotar los complejos de inferioridad de América Latina, con series de un qualité solemne pasado de moda, como de época dorada del cine mexicano y ni siquiera, pues ya quisieran para sí contar con los servicios de un Indio Fernández detrás de cámaras.
En lugar de ello, toca soportar el atentando de un cúmulo de postales y de dioramas que transcurren en las nuevas versiones de aquellos pueblitos fantasmas del trópico y del oeste que se construyeron para instrumentar la sed por westerns al dente.
Al menos, los italianos supieron sacarle el jugo a la tendencia, amén de la visión épica y posmoderna de Sergio Leone, reinventando los tropos y arquetipos del lejano oeste con la profundidad de sus guiones y la elegancia de sus puestas en escena.
Nada más distante de la falta de identidad y de tino, para narrar una secuencia de pelea de gallos que nos aterre o impacte de verdad.
A propósito, vea usted Amores perros y compare. Alejandro González Iñárritu es un director dotado de una capacidad abrumadora, para sumergirnos en un espacio, donde queda suspendida la censura y el tabú de la corrección política, con el propósito de mostrarnos una realidad de canibalismo y depredación, una metáfora darwinista de su México, sin que medie la voz en off de un locutor afligido y redundante.
Viendo los episodios de Cien años de soledad, fantaseaba con la idea de qué habría sido de ella de adjudicarse no a los hijos del Gabo y sus tramas nepóticas, sino a manos de verdaderos artistas de la palabra y el cine.
Tendríamos quizás no la adaptación del consenso forzado que concita Cien años de soledad de Netflix, sino un gabinete de curiosidades que no riñe con la obra original, tampoco la rebaja, pretendiendo competir o desplegar un homenaje amañado, un tributo más agresivo que pasivo, porque esconde la falsa modestia y la arrogancia del que estima superar y establecer un hito audiovisual a “la altura de la novela”.
No señor, no sea usted igualado.
Es imposible que una obra maestra obtenga una réplica o un derivado que se le compare o le haga sombra.
No hay manera de repetir un cuadro de Van Gogh, un Guernica, un Quijote, un texto como Cien años de soledad.
Mejor tomar los referentes y las fuentes de inspiración, para crear un nuevo fenómeno.
El saqueo actual del patrimonio literario del boom, nos atasca en dilemas superados, nos corta las alas y nos somete al yugo de la nostalgia que se consuela con revivir su pasado, a merced de un presente cancelado y estéril.
El Gabo, antes que miles de fotocopias de su obra, siempre incentivó la creatividad de las generaciones de relevo, para ver el mundo de formas distintas a la suya.
Nuestro reto es conciliar la memoria con la búsqueda de un Macondo propio que no descubriremos, si seguimos atados al corsé de una revisitación tímida y de aficionados reprimidos.
Ni pizca de gracia en una adaptación que carece hasta del humor negro que García Márquez proporcionó a raudales.
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