En el 2006, en Tel-Aviv, viví una experiencia que en realidad fue una revelación, caminaba buscando los edificios de la Bauhaus, y de pronto al doblar una esquina caí en una calle que me recordó la calle Muralla, la calle de mi infancia, la calle llamada de los polacos pues allí se habían asentado las imprentas, telares, peleterías y negocios judíos con su fervor por el trabajo antes del Año del Error (1959).
Llevaba años extrañando esa calle Muralla donde fui una niña pandillera y solariega, salvada de la mano de Dios, hambrienta y arrestada. El parecido con esta otra arteria me llegó a través del aroma, un aroma a anís intenso, idéntico al que despedía la calle de mi niñez, y que me dio de golpe en el rostro mientras miraba hacia las alturas buscando el atisbo arquitectural de mi interés.
El mundo entonces se paralizó a mi alrededor, Proust con su guante de cabritilla de Suecia, sus magdalenas y sus catleyas podía ya ir a hacerme los mandados. Los recuerdos pasaron por mi mente como en una secuencia acelerada de cine mudo. Ese ha sido uno de los momentos en que para mí el niño Jesús volvió a nacer, en todo su esplendor y sabiduría, para que yo pudiera al fin comprender el verdadero sentido de mi exilio.
En varias ocasiones, durante viajes posteriores, intenté visitar Belén en Cisjordania, desde Jerusalén, situada a unos nueve kilómetros al sur y enclavada en los montes de Judea; las autoridades no me lo permitieron, argüían que el viaje sería muy peligroso. Nunca he podido estar en Belén, pero ¡cuánto lo he imaginado!
El verdadero sentido de mi exilio es ese: Imaginar. Imaginar que la libertad es palpable y no una mera ilusión, inclusive también aquí, o en los mundos supuestamente libres. Imaginar con una fuerza interior que sólo puede proveer Dios.
He imaginado muchas veces, lo escribí en mi novela La Salvaje Inocencia, que Jesucristo real y latente nadaba a mi lado en el mar de Cojímar, cerca del Farito. He imaginado también que bajaba lentamente de la cruz, y como en una levitación me acompañaba por las calles Conde y Damas en La Habana Vieja, mientras me enseñaba a montar aquellos pesados patines soviéticos con ruedas cuadradas de los que me caía siempre rasponándome las rodillas. También desde el Parque de los Mosquitos subía esa luz nacarada que tamizada desde el puerto cubría la ciudad con un aspecto de manto iridiscente. Jesús me tomaba de la mano, me alentaba divertido, para que yo patinara en la Alameda de Paula sin hacer caso de las ruedas de los patines, sino para que yo patinara con mi mente.
En el Muro de las Lamentaciones, otra vez en Jerusalén, después de haber transitado la Vía de la Pasión, coloqué un papelito en una de las grietas con una oración escrita, al introducirlo sentí una dulce sensación que sólo se siente con la maternidad, fue como tocar las yemas de los dedos o los piececitos de tu hijo desde el vientre.
Frente al Monte de los Olivos garabatee aquella nota:
vi peces diminutos coronar tu frente
De allí oh orden misterioso
mis pasos siguieron Tierra Santa
conducidos por el rumor y el amor
De la calle a tu tumba Jesús
y de tu tumba al Cáliz
donde gotea eterna y lenta tu sangre
vaporizada en luz divina
Esa Luz sin la que no soy más
que polvo herido
Esa Luz que lo mismo fondea en el océano
que brota en las nubes rojizas
y cuyo secreto Jesús
es semilla hundida con tu dedo en mí.
Feliz Natividad de Nuestro Señor Jesucristo del vientre sagrado de María.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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