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Malcolm: tras las pistas de Chéjov

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“Lo repetía en sus conversaciones y cartas, lo hacía sentir en cada oportunidad: detestaba la mentira”

Por NELSON RIVERA

Ifigenia en Forest Hill (1979), Psicoanálisis: una profesión imposible (1981), En los archivos de Freud (1984), El periodista y el asesino (1990), El crimen de Sheila McGough (1990), La mujer en silencio: Sylvia Plath y Ted Hugues (1994) y Leyendo a Chéjov (2001) son ramajes de un mismo árbol, productos del brillo analítico y la prosa iluminadora de Janet Malcolm (1934-2021).

A pesar de ser tan distintos unos de otros, Malcolm los ha dotado de su personalidad literaria: son libros de una investigadora inconforme, que hace largos viajes hasta los lugares decisivos; pregunta con astucia; lee con resaltador y lápiz afinado; establece inesperadas y reveladoras conexiones; pero sobre todo,  avanza desde una convicción: no es posible conocer la verdad de personas y de ciertos hechos (de eso trata ese ejercicio revelador que es “Cuarenta y un intentos fallidos”, reportaje en el que Malcolm narra las 41 visitas que hizo al estudio de David Selle para escribir un perfil del artista, y finalmente concluir que no había logrado ir más allá de la superficie, del envoltorio de apariencias de Selle, y así señalar los límites o, si se quiere, la impotencia final del periodismo y del género biográfico).

La obra de Malcolm puede leerse como una sucesión de pruebas, test a la memoria, a los modos de las narraciones, a las declaraciones de los testigos, a la veracidad de los testimonios, a los modos de razonar de los sistemas legales, a la pretensión de objetividad, a la autosuficiencia de lo biográfico, a los dictámenes de culpabilidad e inocencia: interrogantes dirigidas a la naturaleza de lo que comúnmente entendemos como ‘verdad’.

Leyendo a Chéjov está concebido bajo esos paradigmas: para pensar en un reducido puñado de relatos (algunos de sus más emblemáticos), Malcolm viajó a distintos lugares de Rusia; tendió puentes entre esos relatos y la información que aportan varios biógrafos y estudiosos de Chéjov (por cierto, la mayoría de los que menciona y elogia, Phillip Callow, Michael Finke, David Magarshack, Ernest J. Simmons, y algún otro, no han sido traducidos al español); revisó sus cartas y las de sus corresponsales y, así, a medida que pasa de un relato al siguiente, dibuja algunas pocas líneas maestras sobre el hombre Chéjov, el autor del que se desprende con “tanta fuerza lo que es importante en la vida”.

Rasgos y dones

Había en él un amor por el orden, la elegancia, la belleza de las mujeres, que era innato. Sin embargo, al mismo tiempo se sentía, con frecuencia, “como si hubiera sido desenterrado y la vida se encontrara en otra parte”. Era renuente a escribir de sí mismo o a que otros lo hicieran. Gurov, personaje protagonista de Dama con perrito, dice: “Toda existencia personal descansa en el secreto”.

Aquel hombre de genio tenía un don para la solución práctica de las cosas. Entendía el funcionamiento de lo cotidiano y de lo humano. Ese es el pragmático que fabricaba breves narraciones humorísticas, que le sirvieron de sustento económico durante sus primeros años de escritor, hasta que “dio muestras de estar convirtiéndose en Chéjov cuando empezó a escribir relatos cortos que no eran divertidos”.

Lo repetía en sus conversaciones y cartas, lo hacía sentir en cada oportunidad: detestaba la mentira. No perdía sus suaves modales cuando expresaba sus desacuerdos. Repelía la teatralidad, la ampulosidad, el histrionismo, la petulancia del ego. Y repelía la crueldad y la violencia. Malcolm sostiene: se ha interpretado de forma equívoca de Chejov como el autor que lo perdona todo y no juzga a nadie. “En realidad, Chéjov era totalmente implacable con sus personajes crueles o violentos”.

“A Chéjov se le ha tildado de misógino, pero ese calificativo no se sostiene cuando se analiza un retrato tan sumamente sensible y comprensivo como el de Nadezha. El duelo, como sugiere el título, se ocupa del enfrentamiento de las ideologías y los temperamentos representados por Laievski y von Koren, y en principio es una obra sobre los hombres; pero su fuerza conductora es una especie de feminismo. El punto culminante de la transformación de Latienski se produce cuando comprende que Nadezha es un ser humano como él”.

Mientras que buena parte del libro que dedicó a Sylvia Plath y Ted Hugues es un enérgico desmontaje de los mecanismos inciertos o fallidos de los biógrafos, en esta ocasión Malcolm concentra la operación en un capítulo, en el que compara las distintas versiones publicadas sobre el momento de la muerte de Chéjov: “Hay que desconfiar de las memorias, tener en cuenta los motivos de los memorialistas y aceptar como hechos pocas de sus aseveraciones”.

Muchas veces el escritor se ocupó de recordar cómo los castigos verbales y corporales que había recibido de su padre, un fanático creyente, lo habían alejado de la fe. Sin embargo, al aproximarse a la cuestión de su religiosidad, las cosas no resultan tan evidentes. En Mélijovo (donde vivió por casi siete años), promovía y financiaba celebraciones religiosas. En sus conversaciones y sus cartas, las invocaciones a Dios son frecuentes (“quiera Dios”, escribe en una carta dirigida a Masha, su hermana). Pero es en sus relatos donde se alcanza a vislumbrar, no de forma explícita, una espiritualidad, una persistente búsqueda de sentido de la vida, un trato de la naturaleza, que tenía algo de sagrado (el crítico Richard Gustafson definió a Chéjov como ‘ateo devoto’).

Malcolm se detiene en un episodio recurrente en Chéjov: la transformación del canalla. “En realidad, nos daremos cuenta de que, siempre que un personaje sufre una transformación notable, aparece cerca una alusión a la religión, de la misma manera que los hongos crecen cerca de los árboles del bosque. Esas alusiones son oblicuas, a veces casi invisibles, y posiblemente ni siquiera conscientes”. Chéjov, que de niño leía y estudiaba las escrituras, cantaba himnos de la liturgia ortodoxa y conocía con detalle un sinnúmero de historias bíblicas, recibió esas influencias. “Cuando empezó a escribir sus poderosos relatos y elípticos relatos, tenía modelos a mano: los poderosos y elípticos relatos de la Biblia. Se dice que Chéjov es el padre del relato corto moderno. Sería más preciso (…) pensar que fue un genio capaz de extraer lo mejor de la narrativa bíblica”.


*Leyendo a Chéjov. Un viaje crítico. Janet Malcolm. Traducción: Víctor Gallego Ballestero. Alba Editorial, España. 2004.

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