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Hacedor de instituciones

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Si llamamos “instituciones” a las normas que nos permiten coordinar nuestras acciones como individuos en la sociedad, en la medida que nos brindan previsibilidad respecto a las acciones de los demás y nos permiten comunicarnos con estos para beneficiarnos de forma recíproca (ver Martín Krause, Índice de calidad institucional 2012, p. 5, consultado en: https://goo.gl/6rzHRC), entonces no cabe duda de que Andrés de Jesús María y José Bello López (Caracas 1781-Santiago 1865) fue un notable hacedor de instituciones desde su llegada a Chile, en 1829.

En efecto, entre su obra institucional en el país austral se cuentan el Colegio de Santiago, la Universidad de Chile, el Código Civil chileno, el Proyecto de Reglamento de administración de justicia, Informes sobre los Currículum tanto primario como secundario y obras pioneras en su materia, entre las que destacan Gramática de la Lengua Castellana, Principio de Derecho de Gentes, Resumen de Historia de Venezuela y Filosofía del Entendimiento, logrando así aportes fundamentales en áreas clave para la formación y consolidación de la nueva República chilena, como son el derecho, la educación y las relaciones internacionales, entre otras más vinculadas con la ciencia y la literatura.

Podría asumirse una tesis elemental sobre el genio de Bello, y limitarse a señalar que logró hacer todo lo anterior gracias a sus innegables cualidades intelectuales, e innato amor el conocimiento y la América, en especial su siempre añorada Venezuela. Desde luego, ello tuvo mucho que ver, pero, sin duda, la explicación más plausible al respecto pasa por identificar y comprender las ideas en que Bello se formó y que adoptó como propias, siempre desde la perspectiva de un americano, en especial durante su larga y muy sufrida en lo personal estadía en Londres, antes de retornar al “nuevo mundo”.

Ahora bien, ¿cuáles fueron las ideas principales que Andrés Bello adoptó y utilizó para producir toda su obra intelectual e institucional? Entre otras, cabe señalar que el caraqueño fue un hispanista, lingüista, conservador, positivista –incluyente, en el sentido que se atribuye al positivismo impulsado en el siglo XX por Herbert Hart– y liberal.

Estamos entonces, sintetizando, ante un pensador complejo y completo, que comprendió que la cultura hispánica debía pervivir más allá de la coyuntura de las independencias y que una ruptura radical era la peor opción para las nacientes naciones americanas, que la lengua castellana podía y debía ser el instrumento de transmisión, conservación y evolución de la cultura común del mundo hispánico, que las nuevas repúblicas debían asegurar con rapidez y eficacia el orden y la seguridad en cada sociedad y que debían evolucionar gradualmente hacia formas más abiertas y democráticas de ciudadanía y de ejercicio del poder.

Entendió también que eran necesarias normas jurídicas formales, ciertas y eficaces, adaptadas a la realidad, particularidades lingüísticas e idiosincrasia de las sociedades hispanoamericanas, y finalmente, que sin garantías a la propiedad privada, los contratos, el intercambio comercial, el imperio de la ley y la independencia de la judicatura, serían inviable s y estarían condenadas al fracaso las nuevas naciones, por falta de crecimiento económico, seguridad jurídica e igualdad ante la ley.

Tal y como lo ha destacado su más reciente biógrafo, el académico Iván Jaksic, cuya obra es de obligatoria lectura para quien quiera profundizar en la vida y obra de Bello (Andrés Bello. La pasión por el orden. Caracas: Bid&Co y UCAB, 2007), Bello no estuvo en un inicio inclinado a apoyar la revolución independentista contra el Imperio español, pero no por su condición de funcionario de la administración pública del antiguo régimen colonial, sino por su aprecio y valoración del mundo hispánico, en especial luego del estudio de la lengua castellana, del derecho romano, las Siete Partidas y el Cantar de Mío Cid.

Se inclinó más bien por la búsqueda de mayor autonomía de gobierno en las “repúblicas” de ultramar sin romper con la corona o incluso la instauración de monarquías constitucionales si con ello se lograba el rápido reconocimiento internacional de las nuevas naciones. En todo caso, rechazó de plano la postura rupturista, radical y revolucionaria, inclinada hacia el ideario de la Revolución francesa, del proceso hispanoamericano, que fue la adoptada por Simón Bolívar, entre otros, y que a la larga produjo más perjuicios que beneficios en países como Venezuela, por ejemplo.

Gracias a su trato cercano con pensadores como James Mill y John Stuart Mill, su conocimiento de los autores de la ilustración escocesa (Hutcheson, Ferguson, Smith, Kames y Hume, entre otros) y su manejo de la obra de los escolásticos españoles (Suárez, de Mariana, Mercado, de Cobarruvias y de Vitoria, por ejemplo), Bello tuvo claro muy pronto que las abstracciones, los discursos grandilocuentes y el personalismo no eran algo positivo y beneficioso para los americanos, y que sin instituciones prácticas, efectivas y respaldadas por una autoridad legítima, no es posible fundar y consolidar ninguna sociedad.

En tal sentido, no extraña que su preocupación central haya sido contribuir a que Chile, en su tiempo considerado “el país de la anarquía”, alcanzara el orden y la estabilidad, y que se expresara su rechazo a la revolución y el radicalismo democrático, que la nueva legislación no se apartara radicalmente de las leyes indianas, sino que las conservara y al mismo tiempo las superara en lo que no eran ya útiles para las repúblicas nacientes.

De modo que el positivismo de Bello no es en modo alguno equiparable o reducible a una visión formalista del derecho, sino que la suya fue una visión empirista, práctica, ajustada a la tradición y cercana a la teoría evolutiva de las instituciones sociales, contraria a la visión constructivista, racionalista, formalista y planificadora que derivó de la Ilustración francesa, y que en gran medida fue la acogida en Venezuela desde su independencia hasta el fin de la democracia representativa, en 1998.

Nunca defendió una idea abstracta de libertad, ni tampoco una que implicara la ausencia de límites y de coacción institucional sobre la voluntad del individuo. Fue más bien de la idea, correcta según la experiencia general, de que la libertad individual solo se podía ejercer dentro de un marco legal, integrado por reglas y no por mandatos autoritarios, y de allí la famosa –y parece a veces no muy bien comprendida por los juristas– definición sustantiva de la ley contenida en el artículo 1 del vigente Código Civil chileno, según el cual “la ley es una declaración de la voluntad soberana que, manifestada en la forma prescrita por la Constitución, manda, prohíbe o permite”.

Militante defensor de la propiedad privada, expresó en una carta de 1836, que: “Es preciso recocer una realidad importante: los pueblos son menos celosos de la conservación de su libertad política, que la de sus derechos civiles. Los fueros que los habilitan para tomar parte en los negocios públicos, les son infinitamente menos importantes, que los que aseguran su persona y sus propiedades. Ni puede ser de otra manera: los primeros son condiciones secundarias, de que nos curamos muy poco, cuando los negocios que deciden nuestro bienestar, de la suerte de nuestras familias, de nuestro honor y de nuestra vida ocupan nuestra atención. Raro es el hombre tan desnudo de egoísmo, que prefiera el ejercicio de cualquiera de los derechos políticos que le concede el código fundamental del Estado al cuidado y la conservación de sus intereses y de su existencia, y que se sienta más herido cuando arbitrariamente se le priva, por ejemplo, del derecho del sufragio, que cuando se le despoja violentamente de sus bienes” (Jaksic, p. 314).

La igualdad ante la ley de las personas, sin discriminaciones odiosas, y el funcionamiento de un Estado de Derecho sólido, en el que la independencia y luces en la judicatura se expresan como constantes aspiraciones del pensamiento y propuestas de Bello, si bien las mismas, por las circunstancias históricas de Chile y el resto de los países de la región, no pudo materializar a plenitud, como lo expresa su frustración respecto de algunos de los contenidos en materia de personas y familia del Código Civil que él preparó –en algunos períodos, de forma solitaria–, durante un lapso de 22 años.

¿Qué sentido o pertinencia tiene hablar de Andrés Bello justo en medio de la tragedia que hoy día azota y enluta a su país de nacimiento, que es también el nuestro? Al menos tres razones sirven para justificar estas breves líneas sobre nuestro muy ilustre compatriota.

La primera es que a pesar de las graves penurias que sufrió en lo personal y familiar durante su estadía londinense, el maestro Bello no fue un resentido, nunca asumió posturas a favor de una justicia social paternalista, ni albergó odio hacia los imperios o hacia sus compatriotas, a pesar del mal trato recibido de estos; la segunda es que, a lo largo de su historia, Venezuela no siguió casi ninguna de las ideas y propuestas que en su momento planteó Bello a las repúblicas hispanoamericanas –más bien, han sido el bolivarianismo, el caudillismo, el constructivismo racionalista, el militarismo pretoriano y el socialismo las ideas predominantes–, como sí se hizo en Chile en general, y la realidad actual de ambos países –uno de los cuales cultiva instituciones, mientras el otro las destruye de forma suicida– muestra claramente a cuál le ha ido mejor; y la tercera es que ya casi reducidas a cenizas, nos tocará a los venezolanos rehacer casi todas las instituciones necesarias para el funcionamiento de una sociedad libre, abierta y próspera, y en ese desafío no menor, tener en cuenta el ideario bellista –que no debemos seguir reduciendo al de un experto en lengua castellana y nada más– puede resultar sorprendentemente útil y estimulante para ese futuro, en el que el orden, la libertad, la propiedad privada y el Estado de Derecho han de estar firmemente presentes y respaldados por toda la ciudadanía, si en efecto deseamos volver a la civilización.

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