“La reacción virulenta al artículo me demostró que el culto al falso dios Bolívar estaba más vivo que nunca y, por ello, debía insistir en este planteamiento con mayor vehemencia”
Por CÉSAR PÉREZ GUEVARA (1)
Al cumplirse el bicentenario de la batalla de Ayacucho, un acontecimiento totémico entre la gran cantidad de fechas de batallas, sitios y escaramuzas entremezcladas y exageradas que se nos enseñan en los países hispanoamericanos desde nuestra más tierna edad, como ut carmen necessarium, me ha venido a la cabeza una serie de reflexiones que, bajo el título «Bolívar debe morir», presenté a la opinión pública a modo de artículo a mediados del año 2020.
En primer lugar, con rigurosidad histórica, en dicho texto hacía un recuento de la vida de Simón Bolívar, narrando a rajatabla cada aspecto de su existencia en su justo contexto, sin disminuir ni exagerar, presentando únicamente la controvertida vida de este relevante hombre público. Luego, a partir de este sucinto esbozo biográfico, elaboraba —evocando al filósofo Nietzsche— las bases de lo que he llamado “el devenir espectral de Bolívar”. Un proceso en el que se creó un dios con pies de barro del mismo nombre y presunta identidad del afamado militar y político, al cual, en su deificación, se le extirpó cualquier error o conducta impropia de los ángeles, al tiempo que se exacerbaban o, más vulgarmente, se inventaban rasgos de su personalidad o hechos que nunca ocurrieron. Este proceso, dirigido por sus sacerdotes, tenía como pretexto la necesidad de fundamentar un supuesto espíritu republicano, una identidad nacional y otras cuestiones por el estilo.
Posteriormente, en ese artículo, hacía referencia al importante trabajo El culto a Bolívar de Germán Carrera Damas, en el cual se desarrollan de manera exquisita los principales indicios de lo que el autor bautizó como “la segunda religión”. Explicado esto, me dediqué a analizar la utilización política que se ha hecho tanto desde la izquierda como desde la derecha de esta figura deificada e hipertrofiada de Simón Bolívar, apoyándome en el notable trabajo de Tomás Straka La épica del desencanto. Bolivarianismo, historiografía y política en Venezuela, particularmente en su capítulo «Del antipositivismo a la ideología de reemplazo».
Finalmente, al concluir el artículo, pedía al lector que le diera una lectura íntegra al texto para comprender el sentido correcto de mis palabras. No pretendía otra cosa más que, independientemente de su afinidad o desagrado por el personaje histórico, entendieran que lo primordial era matar a este falso dios creado a partir de la figura histórica de Simón Bolívar, que sirve de sustento para cualquier tipo de autoritarismo vernáculo. Por lo tanto, debíamos matar a este espectro, tal como Nietzsche nos enseñó en Así habló Zaratustra. Incluso, a pesar de lo claro de mis palabras, siempre dejé en evidencia que, respecto al personaje histórico, ya no había nada que hacer, pues había muerto en 1830 y, por lo tanto, su hálito vital no iba a resurgir. Cualquier cosa que se dijera en sentido contrario era pura demagogia.
El lector imaginará que, como ocurre en todo caso de fanatismo religioso, apenas se publicó el artículo recibí todo tipo de insultos, amenazas de muerte, procacidades y deseos de destrucción hacia mi persona por parte de quienes se proclamaban los más obstinados seguidores del falso dios Bolívar. Igualmente, recibí expresiones negativas, algunas menos dramáticas que otras, de catedráticos y presuntos intelectuales que, incapaces de leer más allá del título del artículo o, habiéndolo hecho pero sintiéndose heridos por la sola alusión al personaje más allá de la adulación, mostraban su enfado y desprecio como si mis palabras hubieran estado dirigidas con mala intención a alguno de sus progenitores o familiares cercanos. Así, la reacción virulenta al artículo me demostró que el culto al falso dios Bolívar estaba más vivo que nunca y, por ello, debía insistir en este planteamiento con mayor vehemencia, a pesar de trastocar las susceptibilidades de los devotos de dicho culto. Por tanto, mis palabras, que ya representaban un riesgo al vivir en Venezuela y hablar en contra del culto a Bolívar, se han intensificado con los años, hasta el punto de que ahora, en mi exilio en tierras ibéricas, continúo con mayor énfasis con este discurso.
Conforme a lo anterior, resulta impresionante observar que, doscientos años después de la batalla que en Ayacucho consolidó la separación política de la mayor parte del mundo hispano, nuestros pueblos sigan adorando a este falso dios, protagonista de aquella contienda. Además, cualquier palabra razonable que se oponga a este impío culto es denostada, descalificada y despreciada, como de seguro ocurrirá también con estas.
Por ello, es previsible que los gobernantes de nuestros fallidos y artificiales intentos de Estado saldrán bien emperifollados a celebrar, con discursos altisonantes, el bicentenario de la batalla de Ayacucho. En estos discursos, lanzarán sin reparo términos abstractos como libertad, independencia y patria, conmemorando una batalla que, junto a una clase política lamentable de hace dos siglos, hizo sucumbir al mundo hispano a un despropósito en el siglo XIX y buena parte del XX. Un período en el cual se procuró escindir de Hispanoamérica la parte fundamental de nuestra identidad: la hispanidad, alentando a la población a beber grandes sorbos de la tórrida leyenda negra antiespañola, lo que desencadenó décadas de guerras civiles y sistemas políticos débiles. Mientras tanto, en la península ibérica, sucesos como las guerras carlistas y el desastre de 1898 tampoco trajeron tranquilidad, sin mencionar la triste Guerra Civil.
En pleno siglo XXI, los hombres y mujeres del pueblo hispano, acosados por delirios indigenistas y chovinistas, y hartos de ver cómo buena parte de nuestra clase política confunde el resentimiento y el victimismo con orgullo nacional, hoy más que nunca debemos hacer morir a este falso ídolo de Bolívar. Debemos aceptar la historia que nos separó hace dos siglos, pero al observar los errores que nos ha mostrado el tiempo, es menester que comprendamos finalmente nuestra verdadera base identitaria como miembros del pueblo hispano, dejando de lado nuestras diferencias y enfocándonos en todo lo que nos une. ¡Cuidado! Esto no significa que podamos volver al pasado. Lo que ocurrió está fuera de nuestro alcance. Sin embargo, está en nuestras manos hacer que el pueblo hispano, balcanizado en tantos países, vuelva a significar algo importante para el mundo, dejando de lado los falsos dioses y logremos proyectar un futuro de mayor colaboración y hermanamiento en busca de un futuro promisorio como un bloque que nuevamente sea importante en el mundo. ¡Viva la hispanidad!»
Panhispania —instancia de reflexión sobre la inserción óptima del bloque hispánico en el mundo— agradece al Papel Literario de El Nacional y a su director, Nelson Rivera, el haber acogido la proposición de resaltar, mediante textos de algunos de sus miembros, así como de plumas independientes, los doscientos años de Ayacucho. Todo con el fin de poner el foco y la lupa sobre lo que fue roto, sobre sus consecuencias, sobre las posibles vías para reunir los pedazos de Hispanoamérica y retomar caminos de plenitud.
Notas
1 Miembro de Panhispania.
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