En el triste panorama del México de hoy hay lecciones para América Latina. Más allá de sus viejos y nuevos problemas, nuestras naciones surgieron a la vida independiente en el siglo XIX como repúblicas que intentaron legitimarse democráticamente, constituirse bajo el imperio de la ley, respetando la libertad individual y los derechos humanos. Por eso nuestra América fue, no pocas veces, puerto de libertad para los perseguidos de la tierra.
Contra ese legado conspiraron siempre y hasta ahora, el caudillismo, las dictaduras, la anarquía, las revueltas, rebeliones y revoluciones, las guerrillas y los gorilas. Pero los valores fundacionales siguen ahí. Cada nación es responsable de defenderlos o culpable de abandonarlos. Yo ofrezco aquí la breve historia de cómo en mi país el régimen ha matado la república usando la más antigua y vil adulteración de la democracia: la demagogia. Los críticos del peronismo argentino o del chavismo venezolano encontrarán, si no me equivoco, algunas resonancias.
Pienso, de entrada, que hemos confundido o amalgamado democracia y república. Deberían ser, y en muchos casos han sido, compatibles y complementarias, pero no son idénticas. La democracia es la tarea política de los ciudadanos; la república es el andamiaje institucional y legal que la hace posible. Pero la democracia corre siempre el peligro de corromperse en demagogia, y es entonces cuando república y democracia pueden volverse antitéticas. Por desgracia, es el caso de México. Hoy.
La democracia, invento de los griegos, responde en esencia a la pregunta ¿quién tiene derecho a gobernar? La respuesta es: la mayoría. Pero para prevenir la corrupción demagógica idearon varias reglas diversas para separar de sus cargos a los líderes que, abusando de la popularidad, buscaban una concentración excesiva del poder, incurrían en ilegalidades o corrupción, o azuzaban revoluciones. Aunque los treinta tiranos ahogaron la democracia a fines el siglo V, Atenas la recobró por varias décadas hasta sucumbir finalmente ante el dominio macedonio y romano. Pero en todo ese tiempo (el de Sócrates, Platón y Aristóteles) a despecho de la diversa crítica de éstos a la democracia, la historia no registra una sola tesis que haya defendido la supresión política de la minoría en nombre de la propia democracia. Esa supresión tenía un nombre: tiranía, y ningún tirano lo fue “en nombre” de la democracia. Por desgracia, ese es el caso de México. Hoy.
La república, invento de los romanos, responde en esencia a la pregunta: ¿cuáles son los límites que deben anteponerse al poder? La respuesta: todos los necesarios. Temerosa de la tiranía de muchos y de uno, Roma –como es bien sabido, pero a veces se olvida- discurrió la división de los poderes: Senado, Asambleas Legislativas y magistrados ejecutivos (dos cónsules, no uno, y renovables cada año). Ese orden republicano, trabajado a lo largo de cinco siglos, llevó el derecho y, con él, la civilización romana a todos los confines de aquel mundo. Finalmente se derrumbó a manos de un líder y su cauda popular. Lo siguió el Imperio que globalizó la ciudadanía y, en sus mejores momentos, bajo Augusto, Adriano o Marco Aurelio, rindió homenaje formal a la república. No obstante, en largos períodos predominaron los Calígula, Nerón o Cómodo, los endiosados del poder que pisotearon el legado histórico. Por desgracia, este es el caso de México. Hoy.
El régimen mexicano ha usado la democracia para acabar con la república. ¿Cómo lo ha hecho? Interpretando la democracia, con evidente mala fe, como la tácita voluntad del pueblo depositada en el régimen para hacer lo que le venga en gana, suprimiendo los derechos de la (inmensa) minoría.
El latín, este recurso de la demagogia se denomina “falacia ad populum”. Consiste en pretender que la verdad depende de la cantidad de gente que cree en ella. Pero la verdad no es cuantitativa: no importa cuántos opinen esto o aquello, la verdad es un acuerdo entre el dicho y la realidad.
Los voceros del régimen practican ad nauseam la falacia ad populum. A menudo se ponen etimológicos: “demos, pueblo; cratos, poder”. O se sienten latinistas: “Vox populi, vox Dei”. O sentenciosos: “El pueblo nunca se equivoca”.
Cuando ese pueblo que nunca se equivoca llevó a Hitler al poder en 1933 y vio con regocijo la destrucción de la República de Weimar, el nazismo pareció una profecía universal. Todos conocemos los resultados de aquella voz divina, de aquel demos alemán depositando el cratos en el Führer. Pero nadie pensaría en ese desvarío del pueblo alemán como una hazaña de la democracia. Por desgracia, México vive su propio desvarío. Hoy.
Precisamente como una hazaña de la democracia se ha querido presentar ese acto de barbarie (cruelmente) llamado Reforma judicial, que liquida la carrera judicial y ordena que todos los jueces y magistrados sean electos por voto popular. “El pueblo pidió la Reforma para acabar con la corrupción y el nepotismo”, se proclama demagógicamente. Doble falacia: ¿dónde consta que “el pueblo” pidió esa insensatez? Y aun si así fuera, esa opinión no probaría la verdad sobre su pertinencia. Y, para colmo, el cinismo: el régimen que ha abusado del nepotismo y la corrupción lava su conciencia invocando al pueblo.
El endiosamiento del poder produce esos engendros. Grecia no recobró su democracia. Roma sacrificó por siempre a su república. Ahí, inverosímilmente, sin división de poderes ni respeto a la ley ni órganos autónomos, con las hordas del crimen a nuestras puertas, en el espectáculo del pan y circo, en el vasto reino de la mentira, precarias las libertades, desvirtuada la democracia, destruidas las instituciones republicanas, por desgracia, está México. Hoy.
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