Los camaradas de antaño recordarán que, cuando les “bajaban la línea” –el informe del buró político–, ésta se concentraba en precisar quiénes constituían “el enemigo principal” de la lucha revolucionaria. Tal enfoque analítico no dejaba de tener sentido, a pesar de estar concebido en términos de un “enemigo” y no de un adversario político. Las propuestas de aquella izquierda fracasaron, …felizmente. Pero la idea de aislar al contendiente y neutralizar o ganarse a los que aparecen como sus aliados, está en la base de cualquier estrategia de confrontación política… como también militar. Tiene pertinencia para definir cuál es el obstáculo principal que confrontan, hoy, las fuerzas democráticas venezolanas.
Lo que puede llamarse “madurismo” –es decir, el grupo que se ha adueñado del poder–, es resultante de una degradación sostenida de una propuesta, inicialmente encarnada en Chávez, que lució atractiva, en su momento, para muchos venezolanos. El bienestar creciente que les prometía la democracia bipartidista a lo largo de la segunda mitad del siglo pasado había dado paso a una percepción de injusticia, producto del estancamiento económico, no obstante los esfuerzos del gobierno de CAP II por enderezar el rumbo con un programa de reformas. Contra todo ello insurgió Chávez. Invocó la gesta independentista para “refundar la Patria”, removiendo las trabas que se interponían a que el “Pueblo” disfrutase de la libertad y de la prosperidad por la que había luchado el Libertador. Su propuesta llevó a desmantelar las instituciones de la democracia representativa para asumir, directamente, la repartición del ingreso petrolero, cosechando el rédito político provisto por el salto en los precios del crudo.
Como quiera que fuesen sus verdaderas intenciones, redundaron en la sustitución de un marco normativo para la toma de decisiones, basado en el equilibrio de poderes y el respeto por los derechos humanos –un Estado de derecho–, por criterios políticos y personales del propio Chávez. No tardó en asentarse como razón sine qua non la afinidad con su proyecto y la lealtad hacia él, heredero de Bolívar. En ausencia de transparencia y de rendición de cuentas de la gestión pública, y ante el acoso a los medios de comunicación independientes, la capacidad discrecional de disponer de los recursos públicos fue degenerando en corruptelas cada vez más extendidas. Aparece el “cartel de los soles” y estallan los escándalos de “Pudreval”, Cadivi y otros. Chávez supo aprovechar estos desafueros para afianzar su control sobre los suyos. Dejaba hacer, pero tomaba nota para defenestrar a quien se pusiera crítico.
Con Maduro, la corrupción como instrumento de poder se tornó mucho más decisiva, dada su falta de carisma y la caída en los proventos por la venta del crudo a finales de 2014. El hecho de no provenir de las FAN lo obligó, en especial, a forjar complicidades con su jefatura. Amplió la designación de oficiales aliados en cargos diversos de gobierno o al frente de empresas públicas. Asimismo, les ofreció mayores oportunidades para contratar con el Estado como privados. Bajo asesoría cubana, implantó un ambiente de terror entre los militares, utilizando a la DGCIM para detectar, perseguir y detener –y frecuentemente torturar y desaparecer– a quienes pudiesen oponerse a sus propósitos de control dentro del sector.
Estas complicidades se fueron extendiendo a gobiernos forajidos y a bandas criminales, nacionales y extranjeras, en respuesta a las sanciones que le fueron imponiendo al núcleo madurista en razón de su violación de derechos humanos, lavado de dinero y otros ilícitos. A ello se añadió su aislamiento financiero, provocado por el default incurrido en 2017. En tal contexto, Maduro decidió desafiar el ostracismo a que fue sometido con la perversión de premiar, con cargos o condecoraciones, a quienes eran señalados como perpetradores de los crímenes referidos. Instrumenta, así, un proceso de selección adversa para atraer a los peores, a los más degenerados, como aliados de confianza. Estableció con ello la naturaleza de su poder. No olvidemos que, para el fascismo, la política es una guerra. Todo es válido. Carece de escrúpulos morales, legales o humanistas que frenen sus desmanes.
Con represión e inhabilitando a la Asamblea Nacional elegida en 2015 para usurpar sus funciones, Maduro profundiza la ruptura con la institucionalidad democrática. Pero la necesidad de encontrar salidas a la espantosa hiperinflación y a la caída sostenida de la actividad económica que produjeron las expoliaciones y sus desaciertos de política lo convencieron de la necesidad de adoptar medidas de liberalización económica, así como a buscar una reinserción provechosa en la comunidad internacional con posturas que pudiesen incidir que se levantaran las sanciones en su contra. En este contexto se instrumentan medidas drásticas de corte neoliberal para atajar la subida de precios, con enormes costos para los asalariados, y se alimentan expectativas de unas elecciones medianamente confiables.
Como sabemos, se impusieron inhabilitaciones espurias de candidatos democráticos y trabas de todo tipo a sus movilizaciones de campaña, se censuró su aparición en los medios y fueron hostigados constantemente. A pesar de todo, la propuesta valiente y comprometida de María Corina Machado y su equipo reanimó en el pueblo venezolano la convicción de que el cambio político era posible. Le propinó una paliza en las urnas a la candidatura oficialista, de por sí, muy mala, eligiendo presidente a Edmundo González Urrutia por una proporción de 67% a 30%. La torpe reacción de Maduro, haciéndose proclamar triunfador por el delincuente electoral Elvis Amoroso y con la alcahuetería de un tsj corrupto, para luego complementar con la brutal represión de quienes, espontáneamente, salieron a protestar contra el fraude que se buscaba consumar, pusieron fin al interludio liberalizador que había ensayado, en su momento, el núcleo fascista dominante. Era contrario a su naturaleza, sobre todo porque ponía en peligro su permanencia en el poder. Pero esta reversión a la dinámica de ruptura y de socavamiento del orden constitucional, los situó, ahora, en condiciones mucho más precarias que las que disfrutaba antes.
La razón fundamental es que está al descubierto el rechazo contundente del pueblo al poder madurista. No hay forma de ocultarlo. Fue escrutado a la luz pública, quedando blindado en actas debidamente autentificadas. Reveló, palmariamente, que la polarización no era tal, que no había una “derecha” acechando a una “revolución”. Es la inmensa mayoría de los venezolanos, incluyendo los millones de la diáspora que no pudieron votar y a quienes no dejaron inscribirse, retratados en contra de un poder fraudulento. Desaparecieron sus posibilidades de juego político, su manejo de humo y espejos con el cual culpabilizaba, en nombre del pueblo, a una “ultraderecha” por la crisis económica, el colapso de los servicios y cuánto malestar le infligiese. No sólo que nadie les cree, sino que su efecto es cada vez más contraproducente, pues se percibe como una burla para encubrir corruptelas y demás crimines. Las consignas no le dan para esconderse. No obstante, el empeño en que la gente se resigne a su Gran Mentira ha llevado a radicalizarse y a blindarse contra cualquier intromisión de la realidad. Asumen posturas cada vez más estridentes contra el imperialismo y el “fascismo”—¡los propios exponentes, por excelencia, del fascismo!—para acallar la verdad y castigar a quienes insisten en ella. Se desnudan como los opresores inhumanos que son. Asedian a la embajada argentina buscando quebrar por hambre y falta de servicios a quienes se encuentran asilados en ella, violando los convenios internacionales básicos, y aprueban una fulana Ley libertador para condenar, hasta por 30 años, a quienes promuevan medidas para desalojarlos del poder. Maduro, desafiante, vuelve con su enfermiza práctica de condecorar a esbirros y torturadores, los mismos que fueron sancionados recientemente por sus salvajes atropellos a la protesta popular. Y, de manera cada vez más abierta, la pérdida de legitimidad que resulta irrumpe en el plano económico, con el alza del dólar y de los precios, y la desaparición de toda inversión.
La Gran Mentira de que Maduro es el presidente electo lo ha metido a él y a sus acólitos en una trampa sin salida. Los obliga a radicalizarse en sus intentos por aplastar a la denuncia, lo cual ahuyenta aún más a su periferia y alimenta, en su contra, acciones de la CPI, de Estados Unidos y la UE. Destruye la confianza que fundamentaría toda posibilidad de recuperación económica. Claramente, el “enemigo principal” está identificado en Maduro, Padrino, Diosdado, Tarek W. Saab, los hermanos Rodríguez y demás cómplices del núcleo fascista que se cogió al país. Pero se encuentra al final de un proceso sostenido de pérdida de apoyo que terminará descalabrando el otrora mundo chavista y a incapacitarlos políticamente. Y la represión, su única respuesta, lo que hace es acelerar este proceso. Es menester aislarlos todavía más, teniéndole la mano al chavismo desencantado con propuestas que llaman al encuentro para reconstruir a la nación en un clima de libertad, justicia y de respeto pleno por los derechos humanos.
Uno no puede saber si Maduro intentará posesionarse como presidente el próximo 10 de enero. Quienes, dentro de las FAN y fuera de ellas, deciden no continuar apoyando a quienes se han revelado como traidores a la patria, deben impedírselo. En el caso de que lo logre, no será ningún triunfo. Lo habrá de debilitar aún más. No está lejos el día en que ya no podrá sostenerse, pues las tendencias parecen irreversibles. En su conjuro, debería aprovechar para negociar su salida política en las condiciones más favorables que pueda, antes de que sea demasiado tarde.
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