Nos relacionamos a través de las palabras, ellas nos hermanan o nos separan, pero son quienes nos permiten dar a conocer nuestras emociones, necesidades, anhelos, derrotas y triunfos, entre muchísimas otras cosas. En ellas descansan nuestras estructuras culturales. Sin Cristo no existiría catolicismo, por citar tal vez la más emblemática entre las manifestaciones metafísicas. Y estas las hemos desarrollado para aquellas interrogantes que no tienen una respuesta clara.
Al comienzo, los grupos humanos primigenios crearon figuras como los espíritus para explicar el balanceo de una hamaca, o el crujir del árbol recién talado. En una de las civilizaciones ancestrales que aún sobreviven en la selva amazónica, por mencionar una, la Yanomami, se sigue creyendo en los espíritus del bosque y les llaman Hekura.
Transitar el idioma es andar por un camino laberíntico, algunas veces pantanoso. Puede llegar a hacerse farragoso, pero siempre de una hermosura innegable. Su constante mutación es deliciosa, perennemente hay un nuevo giro que le remoza y hace más seductora, si es que se puede. Hay algunos ambiciosos que juegan a ser sus amos y señores, son aquellos que se reúnen, con ceños fruncidos, emperifollados y ropajes veterotestamentarios, a juzgar cuales de ellas nacen y a las que les toca morir. Por eso ya el cocodrilo no tiene pareja, y fue por lo que cocadriz desapareció de los anales de la Real Academia Española. Similar suerte corrió adéfago, que se empleaba para definir a los tragones; es bueno saberlo y no decir que el chavismo-madurismo lo es. Tampoco sobrevivió electriz, nombre que le daban a la consorte de un príncipe elector; de allí que no podamos denominar como tales a Cilia o a Marlene de Cabello. Cuidado con sustituirla por meretriz.
Este año los señorones de la lengua decidieron dar cupo a: bitcóin, bot, ciberacoso, ciberdelincuencia, criptomoneda y geolocalizar, entre otras. El año pasado dieron legitimidad a una vieja conocida de las calles españolas: chundachunda. Por lo que ahora, en el venerado mataburros, podemos leer: “Música fuerte y machacona.”
Traté de no caer en la provocación al enterarme del reconocimiento a la bastarda hispana que ahora llega a los salones académicos, pero fue imposible. ¿Acaso se conoce algo más estridente, porfiado y agotador que el discurso progresista? Esto se ha tornado en una versión chapucera y desequilibrada de una novela del suizo Joël Dicker. Es una trama en la que se van sucediendo una multitud de hechos y giros inauditos. Las improvisaciones ideológicas suplantan lo que los científicos han ido estableciendo, estudios y experimentos mediante. Es así como el “calentamiento global” ha determinado hasta la cantidad de pedos que pueden soltar las vacas.
Los desmanes de la “vanguardia” y la corrección política se han convertido en un cepo maldito con el que nos tratan de amordazar a todo trance. Y la chundachunda sigue a decibeles inconcebibles. Así vemos a hombres que declaran ser mujeres que suben a los cuadriláteros a golpear con saña y alevosía a féminas inermes ante su manifiesta superioridad física. Mientras que los organizadores y responsables se hacen Pilatos y aseguran respetar el derecho a la autodeterminación. Perdón por el francés: ¡Qué los folle un burro en cuarentena!
No olvidemos cómo se hacen lenguas de la legitimidad de la lucha palestina, y vemos a connotados representantes de ese colectivo que se arropa con las siglas LGBTI rasgándose las vestiduras contra el heteropatriarcado, mientras aúllan señalando a los malvados judíos de genocidas. Hay otros que todavía gritan ¡Chávez vive!
La mal llamada progresía, que más bien debe ser denominada club del engaño, se mantiene cual viejos templos clausurados. Es una clara expresión de la imbecilidad humana. Y de su maldad.
© Alfredo Cedeño
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