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El tránsito vehicular como metáfora política

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Para nadie es una sorpresa que las encuestas se fueron mostrando cada vez más despiadadas en la valoración de la gestión del presidente Maduro. No hay que ser adivino para suponer que los datos no eran sino el anticipo de las pichirres cifras obtenidas por el oficialismo en las elecciones presidenciales celebradas el pasado 28 de julio, descaradamente encubiertas por el CNE y plasmadas, según ya corre a manera de fábula popular, en una pequeña servilleta extraída del bolsillo de atrás del pantalón del director del organismo comicial.

La anomia

Dentro del marco anterior, me vino la idea de contarme a mí mismo cómo transcurre la vida en Caracas, tomándolo como un ejemplo que ilustra lo que, de otras maneras y en distintas profundidades, dejan ver las grietas que cruzan el país. El lector no encontrará cifras, pero sí sensaciones que son compartidas, de distintos modos y con desiguales alcances, por quienes vivimos aquí.  

Las líneas anteriores sirven, pues, de preámbulo para abordar el desgobierno que domina la capital del país, valiéndome de la circunstancia de que vivo en ella casi desde que yo soy yo. El día a día, me ha dado para saber, sobre todo en tiempos recientes, que existo en medio de un desbarajuste del cual todos somos víctimas (y también responsables), cada quien a su manera.

Caracas es una sociedad descrita por la anomia, concepto creado y popularizado a mediados del siglo XIX por el sociólogo francés Emile Durkhein, refiriéndose a la carencia o incumplimiento de leyes, normas y convenciones, elementos estos sobre los que se bambolea nuestra débil convivencia social, generando la sensación de ansiedad, angustia, despiste, aturdimiento, inseguridad y otros factores, parte de una larga cabuya que nos deja la impresión general de descarrilamiento. 

Dentro de nuestro perímetro urbano existe, desde luego, un compendio de normas que busca la convivencia social. Pero, apelando al citado Durkheim, la mera existencia de reglas no disuelve la anomia. Es imprescindible que se cuente con instituciones (y convicciones) que procuren su cumplimiento. 

De no ocurrir así, el hecho se vuelve un pretexto para desempolvar la ley de la selva, asumiéndola como consigna existencial. Hoy en día, el gobierno caraqueño luce inerme, convertido, casi, en una ficción si nos atenemos a sus resultados. 

Vivir en Caracas

Actualmente vivir en Caracas es contar con servicios públicos que mal atienden a sólo una parte de los ciudadanos.  Es transitar un lugar de cemento, con escasas áreas verdes y con poca noción del espacio público. Es más de 3.000 barrios en donde amanece y anochece la mayor parte de los habitantes capitalinos, fabricándose su vida a punta de sudor y lágrimas, también de sangre.  Es cientos de urbanizaciones, en calles cerradas y rodeadas por viviendas enrejadas, custodiadas por vigilantes, prueba de que la seguridad es principalmente para quienes pueden pagarla. 

Caracas es dos ciudades que se comunican apenas lo indispensable y que si no fuera por el Metro, seguramente no se conocerían. Es en algunas de sus áreas una economía subterránea de modesta magnitud, pero paradójicamente muy visible, a cargo de empresarios nómadas, que  compran y venden más o menos lo que pueden, al precio que les aceptan. Es una sociedad pensada como si no hubiese niños ni tampoco ancianos. 

Caracas es, en fin, el Guaire, objeto eterno de promesas traicionadas, que juraron transformar un rio de aguas negras, en un balneario de ensueño.

Tráfico endiablado

Caracas es, por otro lado, un tráfico endemoniado en todos sus rincones y a toda hora, causa de una neurosis de la que, según los psiquiatras, nadie se salva. Es una multitud de carros, camionetas, autobuses, motocicletas y hasta bicicletas que ignoran las rayas que delimitan los ámbitos de circulación, cuyos conductores se valen de un pito o de una corneta que no paran de sonar, amenazando con reventarte los tímpanos, todo porque no los dejas pasar o no arrancas inmediatamente, apenas cambia la luz del semáforo de roja a anaranjada.

Caracas es, igualmente, transitar a casi cualquier hora a una insólita velocidad, un rasgo impresionante sobre todo en lo que respecta a cientos de motos, sobre las que resulta frecuente observar que el conductor viaje con su esposa y entre ambos vaya sentado un bebé que se chupa el pulgar, sin parecer asustarse por las maromas suicidas que comete su padre.

Caracas es, así mismo, un grupo de policías llamados a poner orden en calles, avenidas y autopistas y que disponen del derecho a detener, sin necesidad de mayores explicaciones, a cualquier conductor alegando una microscópica infracción, con el propósito de “matraquearlo”, esto es, quitarle un dinero que pretende ser la sanción al “mal comportamiento ciudadano”.

Caracas es, en fin, una ciudad habitada por gente deseosa de vivir mirando un largo plazo amable, bajo el paraguas de un proyecto social compartido que cuente, además, con las condiciones institucionales necesarias para armonizar las tareas políticas y administrativas que permitan lograrlo. 

La seducción del autoritarismo

Diversos análisis dedicados a evaluar la calidad democrática de los países del mundo señalan que solo 8% de su población vive en democracias plenas, 39% en democracias deficientes, 17% en democracias híbridas y casi 40% bajo sistemas autoritarios, entre los que se encuentra Venezuela, posicionada en los lugares más bajos de la lista.  

Con razón habla Anne Applebaum del Ocaso de la democracia en el mundo, su último libro. Digo esto porque dada las condiciones que tejen nuestro país, cuesta entender que la prioridad política del gobierno sea conseguir aprobar una ley que bajo la pretensión de luchar contra el fascismo, proponga unas medidas pensadas y expresadas como una herramienta para que el actual gobierno no pueda (¿volver?) a perder unas elecciones.

Se trata de la “seducción del autoritarismo”, dice la escritora polaca.

 

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