Venezuela es un lugar único, un territorio donde la realidad parece haber sido escrita por un guionista, con exceso de imaginación y una obsesión por el drama. Es como un carnaval permanente, pero no de esos organizados, con horarios y comparsas impecables, sino uno donde el confeti son billetes sin valor, las carrozas están hechas con repuestos improvisados y el show principal es tu vecino haciendo malabares con cuatro trabajos, dos de ellos inventados esa misma semana. Aquí, cada esquina es un espectáculo, cada calle una pista de circo y cada día, una obra maestra del realismo mágico tropical.
La «fiebre de la vida», que consiste en sobrevivir en el país donde todo es posible menos lo que necesitas, no es solo una metáfora elegante para describir el dinamismo cotidiano, es una condición crónica que te envuelve desde el momento en que abres los ojos por la mañana, hasta que finalmente logras cerrar la jornada, extenuado, pero con un extraño orgullo de haber sobrevivido un día más. Es una mezcla explosiva de estrés que acelera tu pulso, resiliencia que desafía cualquier lógica, creatividad que supera las barreras del absurdo y un toque de delirio tropical que te hace pensar: «Esto no puede ser real… ¿o sí?»
Aquí, la vida no se mide en rutinas tranquilas o planes a largo plazo, sino en las pequeñas victorias diarias, como, por ejemplo, encontrar harina de maíz, conseguir agua después de un racionamiento o descubrir que el apagón de hoy duró «solo» cinco horas. La intensidad es tal, que un día sin sorpresas se siente tan extraño como un martes de carnaval sin música ni comparsas, en pocas palabras, es sospechoso, es irreal, es como si el universo estuviera guardando algo para el próximo capítulo de la serie que es vivir en Venezuela.
Pero no todo es caos, porque en medio de esta tormenta de emociones y desafíos, emerge un pueblo que, contra todo pronóstico, sigue adelante. Aquí nadie espera que la vida sea fácil, pero eso no impide que sea vibrante. Cada sonrisa que se roba al cansancio, cada chiste contado en medio de una cola kilométrica, cada reunión improvisada entre amigos para compartir lo poco que hay, son actos de rebeldía y esperanza. Porque, al final, si hay algo que los venezolanos han aprendido es que, en esta fiebre de la vida, rendirse no es una opción.
Primera etapa: El amanecer del valiente
En cualquier otro lugar del mundo, el despertador es una alarma molesta. En Venezuela, es un acto de fe. Suena a las 4:30 am, y te preguntas si habrá luz, agua o gasolina. A veces, te despierta el estruendo de un apagón. Otras, el vecino que enciende su planta eléctrica, que más que un electrodoméstico parece un tractor soviético. Y, cuando tienes suerte, te despierta un gallo que claramente ha olvidado leer el reloj.
El desayuno es otro episodio de esta tragicomedia. Si encuentras pan, haces fiesta. Si hay queso, invitas a tus amigos a celebrar. Si hay café… bueno, hay café, porque en Venezuela no importa qué pase, porque el café no se negocia. Es el oro negro más valioso del país, después del petróleo (y a veces más fácil de conseguir).
Segunda etapa: El caos de la calle
Salir de casa en Venezuela, es como participar en un videojuego sin tutorial. Hay huecos en la carretera que parecen portales a otra dimensión, y cruzar una calle puede sentirse como un episodio de Los Juegos del Hambre. Aquí, el peatón es una criatura mítica, que vive en constante peligro de extinción.
El transporte público es un mundo aparte. Si tienes suerte, subes a un autobús que aún tiene asientos. Si no, el Metro de Caracas te recibe con su ambiente estilo «sauna gratuita». Eso, claro, si funciona. Si no, prepárate para caminar y redescubrir tus talentos atléticos. ¿Ejercicio matutino? ¡Hecho!
Por otro lado, la gasolina —ese elíxir que impulsa la nación— se consigue en dos modalidades: cola interminable o precio en dólares, que te hace cuestionar si realmente necesitas ese viaje al supermercado. Porque aquí, amigos, cada litro de gasolina tiene su propio mercado paralelo y su propio drama existencial.
Tercera etapa: La economía como deporte extremo
Hablar de economía en Venezuela es como hablar de magia negra, ya que nadie entiende cómo funciona, pero todos saben que es peligrosa. El bolívar, nuestra moneda, tiene la misma estabilidad que un castillo de naipes en un huracán. Un billete de alta denominación, puede valer menos que el papel en el que está impreso, y por eso el dólar se convirtió en nuestro idioma universal no oficial.
Hacer mercado es otra experiencia surrealista. En los estantes, conviven productos de lujo importados con los básicos que parecen reliquias arqueológicas. Comprar harina de maíz puede ser más emocionante que encontrar el Santo Grial, los siento por Indiana Jones, y cuando finalmente la consigues, te conviertes en héroe local.
Pero la creatividad venezolana no conoce límites. Aquí, las ofertas en el mercado negro son más diversas que las de Amazon. Desde medicamentos hasta repuestos de carro, todo se consigue… siempre que estés dispuesto a pagar «en verde».
Cuarta etapa: Política, un reality show sin final
El panorama político venezolano es como una telenovela, que lleva más temporadas que “Por estas calles”. Cada día trae un capítulo nuevo, con giros inesperados, personajes que desaparecen sin explicación y tramas que no resuelven nada. Es un «Juego de Tronos» criollo, pero con más drama y menos dragones (aunque a veces aparecen «dragones» en la inflación).
Los discursos políticos están llenos de promesas, que suenan tan realistas como un unicornio en la sabana. «Pronto resolveremos el problema eléctrico», dicen, mientras tú escuchas esas palabras bajo la tenue luz de una vela. Eso sí, nadie puede negar que los venezolanos somos expertos en improvisación: el humor y la sátira política son nuestras armas secretas para no volvernos locos.
Quinta etapa: El arte de sobrevivir
Lo que realmente distingue a los venezolanos, es su capacidad para convertir la tragedia en una comedia brillante. Somos los reyes de los memes, los maestros del chiste en el momento menos esperado. Porque si no nos reímos, ¿qué hacemos? Aquí, la risa es más que una terapia, es una herramienta de resistencia.
En cada esquina, alguien está inventando un nuevo negocio. Desde vender empanadas hasta ofrecer clases de inglés vía WhatsApp, todo es válido. ¿No hay medicinas? Alguien te da una receta casera con nombres de plantas que no sabías que existían. ¿No hay efectivo? Se inventó el trueque 2.0: «Te cambio un kilo de arroz por dos litros de gasolina».
Sexta etapa: La fiebre de la esperanza
A pesar de todo, en Venezuela siempre hay algo que nos impulsa a seguir adelante, que es una especie de fiebre de la esperanza que se niega a apagarse. Aquí, las familias se mantienen unidas a pesar de la distancia, los amigos se convierten en familia y cualquier motivo es bueno para celebrar.
Cada fin de semana, las fiestas improvisadas son testimonio de que el venezolano no sabe rendirse. Un cumpleaños sin torta se celebra igual con plátanos maduros; una graduación sin toga y birrete, se convierte en una parrilla en la terraza; y una boda puede ser en jeans y todavía ser inolvidable.
Conclusión: Vivir para contarlo
La vida en Venezuela es una experiencia intensa, vibrante, a veces absurda, pero siempre fascinante. Es como un carnaval permanente, un escenario donde las tragedias coexisten con los momentos más genuinos de felicidad. Aquí, la rutina no existe, cada día es un lienzo en blanco lleno de retos impredecibles, que solo pueden enfrentarse con ingenio y una pizca de humor. Es como una fiebre que te atrapa y no te suelta, una fuerza que te obliga a reinventarte constantemente y a encontrar soluciones donde otros solo ven callejones sin salida.
Adaptarse es un arte que los venezolanos han perfeccionado a lo largo del tiempo. Desde resolver problemas cotidianos, hasta enfrentar desafíos monumentales, todo se aborda con una mezcla de creatividad, esperanza y resiliencia que parece infinita. En este país, el verbo “resolver” no es solo una palabra, es una filosofía de vida. Si algo falta, se inventa; si algo se rompe, se repara; y si algo parece imposible, se busca una manera, aunque sea a punta de voluntad y unas cuantas llamadas de último minuto.
Cada día aquí es una aventura. Salir de casa es adentrarse en un mundo lleno de incertidumbres, donde nunca sabes si llegarás al destino en el transporte público, si habrá luz al volver o si las cosas que dejaste en la nevera sobrevivieron al último apagón. Pero también está lleno de pequeñas victorias, como conseguir un ingrediente para la cena, reencontrarte con un viejo amigo o simplemente disfrutar de un atardecer, mientras el cielo pinta un cuadro que no se ve en ningún otro lugar. Son esos momentos los que transforman la adversidad en una celebración de la vida misma.
Y es que, en Venezuela, cada pequeño logro es un triunfo que se celebra con todo el corazón. Una conexión de internet medianamente estable, es motivo para hacer una videollamada con amigos lejanos, una tarde sin interrupciones eléctricas, se convierte en la excusa perfecta para hornear, y un mensaje que dice “llegué bien” después de un día complicado, es un alivio que nos recuerda lo valiosa que es la vida.
Si algo queda claro, es que la «fiebre de la vida» en Venezuela no se cura, pero tampoco querríamos que lo hiciera. Porque, a pesar de todas las dificultades, este país nos ha enseñado a valorar lo esencial, a encontrar belleza incluso en medio del caos y a descubrir que siempre hay una razón para reír, bailar y seguir soñando. Cada carcajada compartida, cada canción cantada a todo pulmón y cada brindis improvisado, son actos de resistencia ante una realidad que a veces parece invencible.
Esta fiebre no solo nos define, sino que nos impulsa. Es una energía contagiosa que nos mantiene de pie, un recordatorio constante de que, incluso en los momentos más oscuros, somos capaces de encontrar la luz. Y eso, queridos lectores, no tiene precio. Porque en este rincón del mundo, vivir no es simplemente existir, es sentir, crear, amar y, sobre todo, nunca dejar de soñar.
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