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La megautopía de Coppola

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He visto en Megalópolis no la película que todos condenan o subestiman, considerándola de lo peor del año, sino el justo testamento de su director, Francis Ford Coppola, intentando clausurar su obra con dignidad, sin temor al qué dirán, volviendo a sumirse en el desequilibrio y el caos personal de un Apocalipsis Now, pues ha evaporado parte de su fortuna en la producción de su último suspiro buñuelesco, mirando atrás y queriendo replantear las ideas del cine.

He llorado hacia el final, cuando la trama concluye con el tono optimista y utópico que el director desea ofrecer como legado, casi póstumo, porque nunca se sabe.

Recuerden que Kubrick murió en el contexto del estreno de Ojos bien cerrados, que tampoco gustó en su momento, y que hoy celebramos como un tratado subliminal sobre el hombre y la mujer del futuro, en un mundo de sombras y códigos secretos, como de secta Iluminatti.

Coppola ha decidido volver con un filme que, desde el arranque, camina por la cornisa, pareciendo el acto suicida de aquel equilibrista que cruzó las torres gemelas sin malla protectora.

Así de locos son, a veces, los artistas, que tanto encono e incomprensión producen en los espacios de la crítica y del gusto común.

Fiel a sus orígenes semiclandestinos, Coppola ha tramado una pieza fascinante, que más que una película convencional, es algunas veces un perfomance, un delirio de montaje de imágenes alucinadas, una fábula moral contra la corrupción y el declive de una Metrópolisis como Nueva York, un experimento para rendirle tributo a los colosos del New Hollywood que permanecen en pie, como Dustin Hoffman y Jon Voight.

Megalopolis es como si Godard rodase con 120 millones de dólares, uno de sus ensayos crípticos y herméticos, que luego han sido objeto de innumerables estudios en libros, foros y simposios.

Es como un episodio alargado de Twin Peaks, con situaciones que nos aterran y nos provocan cringe a partes iguales, pero que después se resignifican en tu cabeza, como expresiones legítimas de un arquitecto de pesadillas y sueños del futuro.

Por eso, el protagonista es un diseñador de espacios, cual alter ego de Coppola, que se discuten desde los planos ante una regencia cultural que no entiende y que fustiga.

Una evidente alusión al problema de Francis Ford, al confrontarse con los ejecutivos obtusos de medio mundo, para llevar a cabo sus hoy más que extrañas películas.

Recordar que a los mecenas de El Padrino, no les gustó el primer corte y nunca entendieron qué sentido tenía poner a Marlon Brando con un implante bucal, mascullando frases a oscuras, durante una larga escena de introducción, con un gato entre las manos.

Le pidieron que rodara la escena de nuevo, como mínimo, con luz y que entrara de lleno en la acción de la novela original.

El filme se quedó así, por contar con el respaldo de un joven Bob Evans, que en Paraumont tenía carta blanca y que subía o bajaba los pulgares como un emperador en tiempos de bonanza del New Hollywood.

Tampoco se entendía la extensión, la profundidad psicológica de los secundarios, y demás licencias poéticas.

Hoy es considerada una de las mejores cintas de todos los tiempos.

Puedo recordar lo mismo con la accidentada Apocalipsis Now, ganadora de la Palma de Oro de Cannes, o de las cintas ochenteras que sepultaron a Coppola, a la postre, siendo el primer mártir del fin de su generación dorada.

Francis Ford vivió su calvario personal, entre Corazonada y Cotton Club, teniendo que refugiarse en una independencia que le permitió rodar Rumble Fish, prototipo de una corriente alternativa que Francis definió con sus amigos entre los sesenta y ochenta.

Una obra maestra pequeña que refrendaba el talento inmenso del director, y su olfato para descubrir estrellas, como Matt Dillon, Mickey Rourke y Nicolas Cage, su sobrino al que dio trabajo y una oportunidad.

Para la gente que desconoce el contexto, decir que Cage ganaría luego la Palma de Oro de Cannes con una Corazón Salvaje de David Lynch, que es puro fuego y creatividad de artista underground.

O mencionar que Coppola trasciende por otras vías y medios, al fundar una de las dinastías más importantes de la historia contemporánea del cine.

Por tal motivo, Francis ha sabido mantenerse en un segundo y tercer plano, mientras sus hijos y descendientes acaparan las primeras planas en los festivales y el Oscar.

Ahí están los trabajos de Sofía, Roman, Nicolas y Gia, solo por citar cuatro ejemplos que constantan la vigencia y el poder de la marca Coppola.

No olvidemos que su esposa Elena fue clave en el proceso de producción de sus principales cintas.

En efecto, mis lágrimas comenzaron a brotar, nada más ver la dedicatoria final de Megalópolis, a su esposa Elena, con un texto como de epitafio.

Después la música nos refiere que “si no puedes cambiar al mundo, cámbiate a ti mismo”.

Por si acaso no nos había dado cuenta, Coppola ha filmado su funeral en Megalópolis, como aquellos sátiros de la comedia que montan sus sepelios en actos públicos, que son medio chirriantes y medio absurdos, pero también emocionantes y retadores de nuestro juicio.

Hay desenlaces que explican todo, que cada quien encuentra enigmáticos y esclarecedores.

Lo he contado varias veces, pero fue el final de Escape de Los Ángeles de John Carpenter, el que hizo que me dedicara a escribir críticas de cine y lanzarme al agua de publicar en una revista, como Encuadre, esperando ver qué pasaba.

Aquel final enigmático fue el inicio de una carrera que ya va por 27 años y que se anima por cuestiones inexplicables, que solo el arte del cine puede concebir.

Estimo que el final de Megalópolis encontrará una legión de admiradores en el presente, que sabrán interpretarlo, para estimular nuevos caminos y trayectos.

En mi caso, he visto no una conclusión, sino una forma de reconectar con las esencias más indómitas del arte de Coppola, con todo lo bueno y lo malo, con las imperfecciones y con las genialidades.

Así que no me hago tema, no me preocupan los deslices y los desvaríos, los presuntos disparates que ha cometido Coppola en Megalópolis.

Para mí ha significado algo, algo más, y con eso me basta.

Me parece como una de aquellas transgresiones dadaístas que hicieron Clair y Picabia, que gestaron Dalí con Buñuel, que crearon los Beatles como gestos naif de ruptura, en sus películas fascinantes.

Es la utopía del cine, de Coppola, que afirma su vigencia, a pesar de una bancarrota y de una ruina, que es parte del chiste de la historia del séptimo arte, desde Intolerancia que nadie entendió en su época, hasta las monstruosidades épicas de Blade Runner, también incomprendida y actualmente venerada.

Así que del apocalipsis, viramos hacia la utopía, cuando más necesitamos de recuperar la ilusión y la inocencia.

Como no puedo cambiar al mundo, al menos hice el intento de cambiar tu percepción sobre Megalópolis.

De cómo se construye un puente intergaláctico entre las aspiraciones genuinas de los setenta y las ansiedades del milenio.

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