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Una reflexión sobre Gladiator 2

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Denzel Washington

Foto: Paramount Pictures

Gladiador 2 repite la fórmula de la primera película, desde una lógica maximalista que toma la historia como referente, para buscar conexiones entre pasado y presente, al guiñarle a la época vigente de regímenes despóticos, imperios decadentes y tiranos populistas.

La película se sostiene por el oficio del director, por la entereza de los actores, por el diseño de producción y por el montaje, siendo el guion el ángulo más discutible de la producción.

Como en filmes recientes del autor, el libreto aborda diferentes subtramas y personajes, en una escritura coral que no siempre cierra del todo bien, dando una sensación de dispersión en el conjunto.

Pero es el caos sistemático de un realizador, que da gusto ver en la pantalla, por las conexiones con su obra y el espíritu de combate de una generación que parece despedirse en simultáneo, hablando de lo mismo con códigos similares.

Por eso, Gladiator 2 admite un estudio comparativo con la Megalópolis de Coppola, en cuanto ambas tocan el tema del declive de Roma, para criticar el estado actual de las cosas en Norteamérica.

Una estrategia válida en su diseño, pero debatible en sus resultados, si contamos con la interna de sentido que se libra en redes, a propósito de la pertinencia de ambos títulos.

Noto que hay una ruptura importante, respecto al consenso de los colegas ante el estreno de las dos cintas de los citados demiurgos.

Claro que Gladiator 2 concita mayor encomio y aceptación que el repudiado testamento de Francis Ford, cuya pertinencia expondré en una futura nota.

De cualquier modo, son largometrajes de ocaso, de fin de ciclo para dos carreras paralelas.

No es casual que se proyecten en el contexto de la temporada de otoño, buscando rasgar alguna nominación al Oscar.

Gladiator 2 narra un clásico argumento universal, que es el del conflicto entre lo viejo y lo nuevo, según la mirada del profesor Jordi Balló en La Semilla Inmortal.

Por consiguiente, la historia se inserta en una larga tradición del género Peplum, cuyas cumbres oscilan entre Espartaco y experimentos del milenio como 300.

Ridley Scott partió en dos los mares de la tendencia, hacia comienzos del siglo, rodando el pico de su trayectoria en los premios de la academia, para el lucimiento de Russel Crowe y Joaquin Phoenix, quienes representaban el simple pero eficiente concepto binario del que se nutre la original Gladiador.

Tomando aquella de fuente de inspiración, la segunda actualiza los dilemas, los arquetipos y los problemas que abordó el director en su filme precedente, aportándoles un toque de locura controlada, a la forma del Tinto Brass de Calígula, censurado en las subidas de tono.

Por tanto, hay más violencia que erotismo soft, dentro del ensamble de un entretenimiento familiar y puritano, bajo los estándares del Hollywood contemporáneo, de regreso a una etapa de corrección política.

De ahí el condimento woke que anima parte de la función, para no herir demasiadas susceptibilidades y firmar un armisticio con los defensores de la inclusividad.

Entonces surge la polémica entrada del actor Denzel Washignton, en un papel que pasa del explotador esclavista al rol de un villano que atiza el fuego de la cizaña, para imponerse sobre las ruinas y las disputas intestinas, como en un cómic de Asterix y Obelix.

Por supuesto, es un papel que le sale natural al intérprete, y que nos recuerda su unipersonal en Día de entrenamiento, es decir, un día más en la oficina para un gran histrión.

Hay dos tramas que quedan resueltas con prisa: la de los hermanos dictadores que se odian, y la de Pascal y Mescal.

El gore y los efectos de la batalla, en el coliseo, suavizan los forzamientos de la redacción, a la hora de ir superponiendo los actos, confiando en el poder de la edición.

Personalmente considero que Gladiator 2 compensa con emoción y acción, lo que se nota desequilibrado en el guion.

La segunda es más optimista que la primera, capaz porque el mundo necesita de utopías y finales felices, antes que más pesimismo y frustración.

Así que Ridley Scott muere en la suya, pensando que la democracia puede volver y ganar la partida a los poderes absolutistas. Igual que Coppola.

Pero la realidad es otra.

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