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La potencia del anhelo

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Poeta y narradora, Lolbé González Arceo (México, 1986) ha publicado recientemente, con prólogo de Gabriela Kizer, el volumen bilingüe (español e italiano) de Aproximaciones sucesivas (Alliteratïon Publishing, 2024)

Por GABRIELA KIZER

Si bien Aproximaciones sucesivas reúne tres volúmenes de poemas (Aproximaciones sucesivas, Toda la sal y Quiscalus Mexicanus), la articulación que se da entre estos sostiene la íntima cohesión del libro. Esta articulación tiene que ver, pese a los distintos registros, con un tono, con la unidad de una búsqueda existencial y formal (como se lee en el veredicto del V Concurso Anual de Poesía Lugar Común) que anima de principio a fin la escritura de Lolbé González Arceo.

En primer término, nos hallamos ante una meditación en torno al lenguaje: el nombre que no llegó a ser propio, la relación entre la realidad y las palabras con que se intenta aprehenderla, configurarla. Tal vez importe menos el objeto o fin de estas aproximaciones que el movimiento que las origina y estimula.

En este sentido, el título que engloba el conjunto es acertado: acercamientos a y desde una palabra que interroga, duda y a veces es bastante escéptica. No pareciera ser la posibilidad de una revelación, de un encuentro, lo que mueve esta poesía, sino, repito, acercamientos, proximidades que avivan «la potencia del anhelo».

La escritura propicia así una introspección, desciframiento de la propia identidad, de sus vínculos y extrañezas. Lo ha dicho Lolbé en una entrevista: «A veces en el proceso de la escritura hay una voz un tanto irreconocible. En algunos casos es difícil distinguir si lo que hay que hacer es aguzar el oído y tomar nota o colocarse las manos sobre las orejas (tarará-tarará) y esperar a que se calle». En esa tensión se va tramando el tono al que aludí al comienzo y van apareciendo las imágenes, los legados familiares de la memoria. A tal punto que su «Arte poética» es homenaje a la figura tutelar de la abuela: exploración de la filiación, del duelo, de la ausencia y la manera de contarla. También un habla sobre y a partir de la infancia y la adolescencia: desde las travesuras lingüísticas (cambiar el significado de las palabras y esconderse para ver a la hermana menor utilizarlas) hasta cierta irreverencia y desparpajo; desde el surgimiento del deseo, la sexualidad, la soledad… hasta los miedos y heridas del cuerpo femenino, sus versiones, su lugar de enunciación, la antigüedad de su pena («toda la sal», «lágrima», «sed», «salmuera»).

Seguir el rastro propio, «el renglón torcido de dios trazado sobre la espalda» es también una torcedura de la sintaxis, del curso del poema. En ciertos casos los versos se detienen y generan vacíos, elipsis… que parece que frenan el sentido (tarará-tarará cuando en realidad lo potencian. Esto se ve además atemperado por la honestidad, el encanto y el sentido del humor que atraviesan el libro. También por cierta modulación neutra, sin lamentaciones. No hay pretensión aquí, se trata de lidiar con el peligro y la inocencia, la belleza y el absurdo de la memoria y del instante: «Quizá tomar agua sea lo único que puede hacerse/ con la garantía de no provocar destrucción».

La imagen con que el libro se cierra sobre sí mismo nos devuelve a su «Arte poética» y contrapuntea el simple gesto anterior: el drama, el ritual de desmembramiento del quiscalus mexicanus («esos pájaros negros que están en todos los parques») y el encuentro de la niña y la abuela: otra versión del propio cuerpo. Y lo hace como suele hilar sus piezas la poesía, veladamente, a la manera de un sueño.

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