En las arenas de los medios de comunicación, redes sociales y aulas se libra una lucha feroz de manera silenciosa y omnipresente: la guerra cognitiva. Esta se caracteriza por la manipulación de percepciones, valores y emociones a través de narrativas diseñadas para influir en el pensamiento y comportamiento colectivo. Los mecanismos de esta guerra incluyen estrategias de manipulación y persuasión masiva que alinean el discurso público con los intereses de poderosos actores políticos y corporativos, como lo argumentan autores como Herman y Chomsky en su análisis sobre el “consentimiento manufacturado” (2002). La guerra cognitiva no solo busca dominar el terreno de las ideas, sino también silenciar la disidencia mediante la saturación informativa, la confusión y la erosión del pensamiento crítico.
Es ampliamente conocido, pero poco difundido, el hecho de cómo los medios de comunicación y las redes sociales se han convertido en herramientas clave para moldear la opinión pública en beneficio de quienes detentan el poder. En este contexto, la guerra cognitiva se sostiene en dos pilares: el control de la información y la creación de una “realidad consensuada”. Herman y Chomsky describen cómo los medios filtran la información para promover visiones y valores que favorecen a élites económicas y políticas. Este proceso de “manufactura del consentimiento” se basa en la eliminación de la complejidad, la simplificación de los mensajes, o la negación de la realidad, ocasionando que narrativas “convenientes” o “esperanzadoras” se implanten como verdades incuestionables en la mente de los individuos.
El usuario común no se percata de cómo se utilizan sus datos de navegación para predecir y modificar su conducta, lo cual consolida silenciosamente y sin derecho a voto el poder de grandes corporaciones tecnológicas. Estas plataformas generan algoritmos que priorizan contenidos afines a los intereses de sus patrocinadores, dirigiendo la atención pública hacia narrativas específicas, donde se excluyen de manera casi invisible los puntos de vista disidentes.
La libertad de elegir lo que vemos es una quimera entre la manipulación de datos y algoritmos; en tal sentido, la capacidad de quienes detentan el poder para influir en nuestras percepciones y decisiones es más eficiente que nuestra propia voluntad: con un dedo pueden incrementar el rechazo, abrir una brecha, amplificar los sesgos y estereotipos, imponer preferencias o sepultar voluntades. En el ámbito de la guerra cognitiva, estos algoritmos se transforman en armas para dirigir la atención y encauzar el pensamiento colectivo hacia determinadas ideas, evitando que surjan cuestionamientos críticos entre lo que han clasificado como bueno o malo. Y es precisamente este margen de manipulación el que impone un combate asimétrico sobre las capacidades cognitivas y emocionales de las personas, limitando su capacidad para evaluar críticamente la información recibida.
Al anular el derecho a la información veraz y restringir la capacidad crítica de la ciudadanía, se debilita el debate democrático. El antropólogo K. Marín González (2019) indaga cómo la guerra en su sentido tradicional -y ahora en el cognitivo- afecta la moralidad y ética de las personas, llevando a la normalización de actitudes que en condiciones normales serían consideradas inaceptables. Así, los individuos tienden a aceptar narrativas dominantes (por fantasiosas o disparatadas que parezcan ser), incluso si estas van en contra de sus intereses y valores, debido a la constante presión de confirmación y el temor a la exclusión social.
Este panorama ha contribuido a una desinformación generalizada y una polarización de opiniones; en consecuencia, donde no se fomenta la diversidad de pensamientos, el discurso público se vuelve homogéneo y estrecho, guiado por intereses ajenos a las verdaderas necesidades y deseos de la población. La sociedad, en este escenario, se vuelve menos capaz de dialogar y construir consensos reales, propiciando así el control total del espacio cognitivo por las fuerzas que mantienen esta guerra silenciosa.
La educación en pensamiento crítico y alfabetización mediática es esencial para discernir entre información veraz y manipulativa. El público debe aprender a identificar sesgos, contrastar fuentes y desarrollar un escepticismo saludable frente a las narrativas dominantes. La alfabetización mediática se convierte así en una herramienta de empoderamiento que permite a los individuos tomar el control de sus procesos cognitivos.
Es importante, que como individuos aprendamos a diversificar las fuentes de información para evitar caer en burbujas de eco y en visiones unilaterales. Los ciudadanos deben ser conscientes del poder que tienen los algoritmos para moldear su realidad informativa y tomar decisiones activas sobre los medios que consumen, buscando siempre fuentes de distintas perspectivas.
La sociedad civil y los gobiernos deben abogar por una regulación que exija a las plataformas tecnológicas transparencia en el funcionamiento de sus algoritmos y en el uso de los datos personales. La supervisión independiente de estos sistemas es fundamental para asegurar que las herramientas de vigilancia y manipulación no se conviertan en armas de control social.
Es fundamental comprender a tiempo que los cambios necesarios se materializan con algo más que voluntad, fe o esperanza; los cambios se materializan con acciones sistemáticas, planes concretos y respuestas asertivas. Finalmente, es crucial fomentar un entorno en el que el disenso y la diversidad de opiniones sean valorados y respetados. Definitivamente, es necesario construir un espacio donde se puedan cuestionar las narrativas hegemónicas que permitan a la sociedad proteger su libertad de pensamiento y expresión.
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