Periódicamente, y cada vez con más frecuencia, se escucha hablar de la necesidad de los pueblos de que sus gobiernos conduzcan la gestión pública hacia prácticas transparentes, responsables y participativas, promoviendo a la vez el respeto al Estado de Derecho y a los derechos humanos.
Los organismos internacionales, como la Organización de las Naciones Unidas y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), conscientes de ese clamor que podría clasificarse de universal, porque al unísono se exige democracia y libertad, han optado por desarrollar reglas destinadas a fortalecer la confianza ciudadana en las instituciones y fomentar lo que llaman un desarrollo sostenible y equitativo. A ello me voy a referir a continuación.
El concepto de buen gobierno –good governance en inglés- engloba los principios que guían el ejercicio del poder público para maximizar el bienestar social y económico y dan fundamento a las reglas internacionales de buen gobierno como herramientas que uniforman estos principios mundialmente, con el fin de que los gobiernos adopten mejores prácticas administrativas y políticas públicas inclusivas. A título de ejemplo, puede citarse la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, de 2003, la que establece lineamientos para prevenir, detectar y sancionar actos de corrupción, promoviendo la transparencia y la integridad en el sector público y privado; y las Directrices de la OCDE sobre Gobernanza Pública fomentan la transparencia presupuestaria y la participación ciudadana en la toma de decisiones.
Dentro de los principios básicos del buen gobierno, se puede citar en primer lugar la Transparencia, a la que se considera que asegura que los procesos y decisiones gubernamentales sean accesibles y comprensibles para todos los ciudadanos, sin secretos ni cuestionadas “confidencialidades”, generalmente establecidas al arbitrio de los gobernantes, generalmente los dictadores y tiranos que pululan por el universo cuando se trata de información sobre presupuestos, contrataciones públicas y actividades legislativas de sumisos legisladores cocinadas “entre gallos y medianoche”.
La responsabilidad –Accountability en inglés- es otro principio que implica que los funcionarios públicos rindan cuentas de sus acciones y decisiones. Mecanismos como auditorías independientes y la existencia de tribunales administrativos son esenciales para garantizar esta práctica. Durante la época colonial en la América española, los tribunales o juicios de cuentas eran instituciones encargadas de fiscalizar y controlar el manejo de los recursos públicos administrados por funcionarios reales, como virreyes, gobernadores y tesoreros.
La participación ciudadana en la toma de decisiones viene a constituir otro principio que debe manifestarse mediante cualquier proceso de consultas públicas que contemple el régimen legal de cada país, como el Referendum constitucional. Al efecto, se considera que la participación ciudadana fortalece la democracia, como se hace en Suiza o en los países del norte de Europa, donde la consulta ciudadana es común para definir ciertas políticas públicas.
El respeto al Estado de Derecho -el famoso rule of law anglosajón- garantiza que los actos y decisiones gubernamentales se hagan estén dentro del marco de la ley, sin excesos ni arbitrariedades con el fin de prevenir desviación o abuso de poder.
Entre los países que se adaptan a las normas de buen gobierno, se encuentran Dinamarca y Finlandia, consistentemente posicionados en los primeros lugares del Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, y también se destacan en el World Justice Project Rule of Law Index. En 2024, Dinamarca ocupa el lugar número 1 y Finlandia el número 3, consolidándose como referentes globales en el respeto al Estado de Derecho y la implementación de políticas de buen gobierno.
En América, un ejemplo significativo es Brasil, que ha implementado con éxito procesos de participación ciudadana como el presupuesto participativo, permitiendo a las comunidades decidir directamente sobre la asignación de recursos públicos, lo que ha resultado en mayor transparencia y en una mejora en los servicios básicos. En el Índice del World Justice Project, el gigante amazónico ocupa una posición intermedia en la región -número 83-, reflejando un progreso parcial en áreas clave del Estado de Derecho.
Venezuela, pese a haber ratificado instrumentos internacionales como la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, enfrenta serios desafíos en la implementación de normas de buen gobierno. Según el World Justice Project Rule of Law Index 2024, Venezuela ocupa el último lugar global en términos de Estado de Derecho, el 142. Según el citado Índice, los principales obstáculos incluyen la politización de las instituciones públicas, la corrupción generalizada y la ausencia de independencia judicial.
En Asia, en países como Myanmar las dificultades son igualmente alarmantes. Sólo para citar uno, Myanmar ocupa una de las posiciones más bajas en el citado Índice, el puesto 138- debido a la ausencia de mecanismos de responsabilidad, violaciones sistemáticas de los derechos humanos y una gran inestabilidad política.
Como se puede observar, estos ejemplos resaltan la importancia de la aplicación de las normas de buen gobierno: Mientras que Dinamarca y Finlandia muestran cómo estas reglas pueden ser pilares de sociedades justas y funcionales, países como Venezuela y Myanmar evidencian las graves consecuencias de su ausencia.
Por consiguiente, las reglas internacionales de buen gobierno no son meros principios teóricos ni caprichos de cómodos burócratas al servicio de organismos internacionales, sino herramientas prácticas para construir sociedades más justas, equitativas y sostenibles, generando beneficios significativos en términos de desarrollo económico y social y estabilidad política, lo que genera seguridad jurídica.
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