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El Cascanueces y un ruido lejano

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Escribir o comunicarse desde la distancia, puede conducir a error o a no ser nítido. Ciertamente. Pero se debe celebrar la reapertura, rehabilitación, reincorporación, restauración, reimplantación… del Teresa Carreño a las actividades propias de un bello edificio, emblemático del brutalismo. Y más todavía hay que admirar a quienes interpretan, danzan y coreografían, tras sucesivos periplos y una larga cantidad de contrariedades y dificultades muy hondas, muy extensas. No se trata de romper la magia ni el ensueño —tan necesarios— sino de entrar por completo en la historia, y no a medias ni figuradamente, ni por los accesos indicados ni por los otros, tan obligados.

El Cascanueces escenifica una confrontación, un combate y una caída, el destronamiento de un rey, de un poder, de una tiranía. Ese es el argumento central, el motivo natural. Cuando vayan al teatro, miren a través de los brillos, por entre las luces del abeto donde cuelgan las ilusiones (suspendidas), y más allá del vestuario, y más allá de la perfecta pirueta que levita (el temido attitude), ésta, y no otra, es la historia narrada por Hoffmann y revisitada por Dumas y musicada por el compositor ruso Chaikovski (Tchaikovsky), en tonalidades mayores; vibrantes. Acompañar la celebración de Navidad, o diversos eventos, con una nada pacífica alegoría de la caída de un poder, es todavía más inquietante, y más cuando están por delante dos largos y tempestuosos meses hasta enero. Hay que celebrar y admirar esta alegoría. Ahí podrán ver esa historia, que se explica diáfanamente: hay un Rey Ratón y unos soldados que también son roedores; se enfrenta a ellos Cascanueces. Hay una terrible batalla entre sus tropas y las del Rey, está la cobardía de un ejército, el sacrificio que María (la niña) hizo por muchos de sus ciudadanos, etc., etc.  Y todos los soldados… formaron un brillante cuerpo de ejército…. Los cazadores enemigos les mordieron las piernas, haciéndoles caer y arrastraron consigo a algunos de los compañeros de armas de Cascanueces. El repugnante Rey de los ratones estaba sobre su hombro, y babeaba un color rojo sanguinolento por sus siete bocas abiertas… Jardineros, tiroleses, peluqueros, arlequines, cupidos, leones, tigres, macacos y monos, lucharon con espíritu, valor y resistencia…

Que nadie se engañe, no existe el relato infantil como tal, eso está en la mente del adulto y en la  oscuridad que todo lo engulle. Es el patrón oro en el Mago de Oz, la anulación de las proporciones de lo grande y alto, o de lo empequeñecido y minúsculo en Alicia con sus maravillas; otros le lanzan al mundo más necesitado un mecate largo, una crineja desde un torreón, a la vez que otros se encargan de convertir un puente en algo imposible, y la llanura la transmutan en lugar devastador. Así es como un viento cargado de hielo y nieve apagó los fósforos de La Cerillera de Andersen. Se lleva haciendo desde los trovadores y juglares, mediando las fabulas, cuentos y hasta adivinanzas; cada dolor está representado ya, declamado con ímpetu y vehemencia, y puesto ahí delante desde hace cientos de años. Los rusos han sido brillantes en esto de zigzaguear; utilizaron textos pasados y presentes para insistir en que lo representado no esconde la narración, que solo la adorna, conspira, se rebela, acude en auxilio y llega al teatro sin más esperanza que la de ser entendidos.

Nada es una fantasía, es más bien un llanto. Los rusos como Chaikovski, y la exiliada y obligada a emigrar Teresa Carreño, fueron coetáneos. Pudieron cruzarse sus vidas, y ambos dieron lo mejor de sí mismos. Por otra parte, interpretar a un ruso es meter los pies en un pantanal. Larguísimo sería explicar la zozobra y la resignación, épica, de la música en Rusia, que ya en el siglo XIII se consideraba «un arte diabólico que acarreaba calamidades públicas», y en el s. XVI se llegaron a lanzar a las hogueras los instrumentos musicales de aquel  pueblo. Esto no partió de los literatos cuentistas, ni ensayistas, pues cada escritor, cada ópera, cada autor, confrontó su tiempo, describió ogros y criaturas pavorosas, hizo uso de parapetos y lugares de magias, hadas y unicornios para contar lo que retuerce la realidad con variadísimos hechizos. Todavía lo hacen. Lo guardan, camuflan en metáforas y esconden para no ser silenciados, y cada vez que se abre esa caja de música,  o libreto, o ballet, asoma la lágrima, el ojo, el gesto, y escapan a esa narrativa impuesta, pues siempre hay un invierno en marcha que se roba el calor y tritura. Mientras… El inofensivo Cascanueces lo narra:

«—Señorita (María) -respondió Cascanueces-, confitero se llama aquí a una potencia desconocida de la que se supone puede hacer con los hombres lo que le viene en gana; es la fatalidad que pesa sobre este alegre pueblo, y le temen tanto que sólo con nombrarlo se apaga el tumulto más grande… María se convirtió en reina de un país en el que sólo se ven, si se tienen ojos, alegres bosques de Navidad, transparentes palacios de Mazapán y, en una palabra, toda clase de cosas asombrosas…»

Cada partitura contiene estas y otras líneas sonoras, unas son visibles, otras avanzan, se escoran o sirven de apoyo, y terminan describiendo un suceso, una tristeza, una injusticia. En la cuenta atrás de los días inmóviles, en apariencia sin sonido propio…, de ahí escapará el tiempo perdido, y se romperá la nuez más inquebrantable.

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