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Las vidas que el oro cambió

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El que se reproduce a continuación es uno de los siete impactantes reportajes que constituyen el tejido de Oro malandro. Crímenes que depredan la Amazonía venezolana (Editorial Dahbar, España, 2024)

Por LISSETH BOON

Cae la noche y algunas de las principales calles de Santa Elena de Uairén comienzan a quedar desoladas. Un farol solitario apenas alumbra la estampa de comercios con rejas y santamarías cerradas. Tres hombres conversan sentados en taburetes de plástico frente a una panadería informal, mientras que una señora apura el paso hasta que su silueta se borra en la penumbra. 

Bien atrás quedaron los días en que la capital del municipio Gran Sabana del estado Bolívar era todo bullicio y movimiento por la actividad turística, minera y comercial que caracterizaba a este punto fronterizo. Hasta bien entrado el chavismo, la más austral de las ciudades de Venezuela seguía recibiendo visitantes provenientes de Brasil y de otros países, ávidos por conocer los ríos, las cascadas y las sabanas de uno de los ecosistemas más antiguos del planeta. También servía de base para los más audaces que querían alcanzar la cima del tepuy Roraima, la montaña pétrea más emblemática del sector oriental del Parque Nacional Canaima.

Pero ahora la vida se apaga más temprano en Santa Elena de Uairén. La creación del Arco Minero coincidió con la profundización de la crisis generalizada en Venezuela y que resultó más noqueada aún después de la pandemia. Aunque no han dejado de llegar viajeros, la desaceleración es notable. En el último lustro, se ha convertido en la última parada de los migrantes venezolanos.

Ubicada a tan solo 20 kilómetros de la frontera con Brasil, Santa Elena de Uairén está más cerca de Boa Vista, capital del estado brasileño de Roraima que de Caracas, separada por 1.380 kilómetros de distancia. Fue fundada el 12 de marzo de 1923 por el explorador Lucas Teófico Fernández Peña para poner coto a los británicos de la Guayana Esequiba, que pretendían colonizar la región en busca de oro. Pero hay que decirlo, este venezolano nacido en Apure también se aventuró por estos parajes selváticos de aldeas indígenas donde nunca antes habían visto un hombre blanco, no tanto por el afán de conquistar la soberanía nacional como por seguir también la leyenda de El Dorado. 

Santa Elena de Uairén no se encuentra dentro de los límites del Arco Minero, pero luce como si lo estuviese. El polvillo rojizo que flota sobre los pueblos mineros impregna sus calles de comercios apagados. Ahora se han vuelto cotidianas la venta de gasolina en botellas de plástico y las colas interminables en las estaciones de servicio cuando llega el combustible. El bosque municipal, área protectora de la ciudad como extensión natural de la selva, comenzó a ser invadido hace pocos años, en una acción propiciada por el propio alcalde chavista, según comentan sus habitantes. La ranchería se ha ido consolidando con casas de bloque y cemento, mientras la amenaza del machete y la sierra se mantiene sobre el santuario verde que hasta hace apenas dos décadas era intocable.

El municipio Gran Sabana colinda al norte con tres municipios que poseen bloques del Arco Minero (Sifontes, Piar y Angostura), mientras que contiene al suroeste de la jurisdicción el llamado bloque especial de Ikabarú, parte de la Zona de Desarrollo Estratégico Nacional Arco Minero del Orinoco. Aunque fue anunciado por Maduro en febrero de 2016, nunca se formalizó en Gaceta Oficial. 

En Ikabarú tuvo lugar una masacre en noviembre de 2019. Ocho personas fueron asesinadas a tiros por la banda de “El Ciego”, que usualmente opera en la región de La Paragua, a orillas del río Caroní. En la actualidad, está liderada por Reiniero Alberto Murgueytio Bastardo, quien sucedió en ese puesto a Wilmer José Brizuela Vera, alias “Wilmito”, expran del Internado Judicial de Vista Hermosa de Ciudad Bolívar, asesinado en la cárcel de Tocorón en abril de 2017 por el control de las minas. 

En Santa Elena no funcionan las usuales operadoras privadas de telefonía móvil de Venezuela, salvo en ocasiones en que se activa la señal de la estatal Movilnet. En cambio, abundan las compañías brasileñas que prestan servicio de conexión satelital. Algunas residencias y comercios tienen suscripción, mientras que otros adquieren minutos de conexión. Hay que comprar un ticket, que no es más que un papelito con un código que permite acceder a una señal para llamadas por WhatsApp. Quince minutos de conexión puede costar el equivalente a medio centavo de dólar.

Si se quiere vivir la experiencia extrema del forastero, hay que visitar Santa Elena de Uairén bien entrada la noche, sin conexión telefónica, ni reales brasileños ni gramas de oro en los bolsillos. Pude comprobarlo en septiembre de 2022 cuando llegué en carro con mi equipo de trabajo a una ciudad que apenas conocía, donde todo estaba a oscuras y ninguno de los celulares funcionaba. Me acerqué hasta uno de los pocos kioscos iluminados, donde sonaba un vallenato a todo volumen, y le mostré a la dependienta un billete de 5 dólares para comprar unos minutos de conexión a Internet y así poder llamar al hotel donde me quedaría esa noche. “No, eso no lo agarramos aquí”. La señora tampoco aceptaba billetes de bolívares. Después de rogarle, se encogió de hombros y me regaló un ticket para llamar por teléfono. Así fue como pude encontrar el lugar reservado para pasar aquella noche. 

Nos encontramos en la Guayana de finales del 2022 en la que nadie quiere recibir bolívares pero tampoco dólares, que sí son aceptados en el resto del país como moneda común. No hay puntos de venta ni cajeros automáticos porque allí la bancarización no existe. Los comercios en Santa Elena únicamente aceptan las gramas de oro o los reales brasileños, con los que sí se pueden hacer pagos mediante wallets electrónicos, eso sí, brasileños. Como ocurre en toda la región minera, existe un particular sistema de cambio paralelo que se rige por la tasa que pauta el real brasileño. Quienes llevan dólares en efectivo en el Arco Minero, al final salen perdiendo con el cambio. 

Mucho de la cotidianidad de los habitantes de Santa Elena se ha trasladado al otro lado de La Línea, como llaman popularmente a Pacaraima, la ciudad fronteriza de Brasil donde se instaló una gran carpa de Acnur para recibir temporalmente a los refugiados y emigrantes venezolanos que escapan de la crisis. Niños y adolescentes de Santa Elena estudian en escuelas de Paracaima, así como los jóvenes bachilleres van a estudiar en la universidad en Boa Vista. Es común que muchos profesionales venezolanos tengan cédula brasileña. El gas doméstico proviene de Brasil y lo entregan vía delivery

A los parroquianos ya no les escandaliza la situación de la ciudad fronteriza que fue creada precisamente para defender la soberanía nacional. En realidad, esta ausencia de Estado, de instituciones, de orden, comienza a sentirse mucho más al norte, desde el municipio Piar, a la salida de Upata, donde paradójicamente hay presencia militar y una treintena de puestos de control a lo largo de la Troncal 10. En las minas de Bolívar no sólo falta el combustible. También hay escasez de país. 

Los nuevos poblados que se han levantado durante la nueva fiebre del oro en Guayana recuerdan lo que el antropólogo francés Marc Augé llamaba un “no-lugar”. La sensación allí es que todo el mundo está de paso. Nadie se dispone a apropiarse de esos espacios, sino sacarle el máximo provecho temporal. Los nuevos pueblos del Arco Minero no propician el encuentro ni la construcción de referencias comunes ni históricas. Allí no hay sentido de pertenencia. 

* * *

En el corazón del Arco Minero, los camiones cargados con toneladas de tierra rojiza van dejando una polvareda que impregna la vista y hasta la respiración. Entran y salen del puente sobre el río Yuruari sin hacer caso a los letreros colocados por la alcaldía que prohíben el acceso de los vehículos de carga pesada al pueblo de El Callao, capital del municipio del mismo nombre. Las gandolas emborronan por momentos el protagonismo de las coloridas estatuas de las madamas del carnaval, que dan la bienvenida en la entrada del pueblo. 

Que El Callao pierda su identidad y que termine en el abandono son algunos de los temores de quienes habitan el pueblo fundado a mediados del siglo XIX por venezolanos, ingleses, franceses, holandeses e inmigrantes antillanos que llegaron a orillas del río Yuruari atraídos por la explotación de oro, sedimentando un rico legado cultural que insiste en mantenerse. El alcalde de esta jurisdicción, Coromoto Lugo, es uno de sus dolientes. “No queremos que El Callao se convierta en un pueblo fantasma como El Pao”. Se refiere al pueblo minero fundado en 1925 a unos 162 kilómetros de El Callao, que pasó al olvido oficial y el de sus nativos con el declive de la explotación de hierro en la región. 

Los yacimientos de El Callao parecen estar lejos de vaciarse. Lo que sí está cambiando son las costumbres que forman parte de la cultura minera de la región. 

El Arco Minero del Orinoco representa toda una paradoja para El Callao, un pueblo que surgió precisamente por la fiebre del oro de mediados del siglo pasado. Lejos de organizar la actividad aurífera en la zona y mejorar las condiciones de los mineros artesanales con la promesa de incorporarlos a la cadena de producción, el megaproyecto que llegó con la instalación de plantas industriales de cianuración, el imperativo de las bandas criminales por el control de las minas y la militarización de los yacimientos han desplazado a la pequeña minería e, incluso, han empeorado su situación.

La orfebrería, tan callaoense como el carnaval y el calipso, ha sido una de las tradiciones desahuciadas en El Callao. Alrededor de la Plaza Bolívar quedan vestigios de tiempos un tanto más brillantes. Una hilera de joyerías con rejas cerradas y oxidadas hablan de un pasado reciente que perdió lustre por la crisis generalizada y la imposición de nuevas reglas para la explotación del oro. Mucho antes de la creación del Arco Minero, gente de otras latitudes viajaba hasta El Callao para comprar cadenas, pulseras con sobrerelieves frutales, dijes de santos, vírgenes y crucifijos, anillos y alianzas matrimoniales, todos labrados con “oro cochano”, originario del macizo guayanés, que se caracteriza por ser oro en bruto o en su máximo estado de pureza. Las joyas de rústico dorado se exhibían sin pudor en vitrinas y mostradores de vidrio sin temor a los robos. 

Pero cuando el oro fue declarado material estratégico y su exploración, explotación y comercialización pasó a ser monopolio del Estado, la materia prima de los orfebres tradicionales comenzó a resultar sospechosa frente a las autoridades. Las barras de oro cochano ya no podían circular libremente, incluso comenzaron a ser incautadas por los militares si los pequeños comerciantes no demostraban su origen lícito.

Alejandro Peña quizás sea uno de los últimos orfebres activos en El Callao. De su padre, Jesús Peña, heredó el oficio de labrar el metal proveniente de los ricos yacimientos adyacentes al pueblo. Vive con su familia en una casona centenaria de techos altos, corredores exteriores y ventanales de madera que habla de la prestancia de la minería a comienzos del siglo XX. Hoy en día el polvo rojizo abruma sus gruesas paredes al igual que su taller situado al lado de la vivienda. 

El taller del orfebre no tiene puertas ni ventanas que lo protejan de los barros del tiempo. Entre las rejas de la entrada se cuela todo el polvo de la calle y se posa sobre viejas libretas de contabilidad minera, enciclopedias, muebles de cuero, sillas descosidas, cestas deshilachadas y antiguas herramientas de minería artesanal, colgadas o bien tiradas en cualquier parte. Algunas de estas piezas lucen como parte de una colección de museo. En la pared junto a un espejo está pegada con cinta adhesiva una entrevista a seis columnas que le hizo el Correo del Caroní hace 30 años. 

“Hasta la década del 90, en El Callao funcionaban más de 200 talleres de orfebrería; hoy en día prácticamente han desaparecido”, rememora el joyero mientras despliega un plano moteado de la Compañía General de Minería de Venezuela (Minerven) de comienzos de la década de los 80, cuando la empresa era la gran promesa de la explotación industrial del oro de la otrora poderosa Corporación Venezolana de Guayana (CVG). 

Peña muestra a los visitantes de su taller libros sobre historia de la moneda en Venezuela y cuadernos de contabilidad, escritos con pluma fuente, que pertenecieron a la compañía inglesa GoldFields of Venezuela que operó entre 1898 y 1927 en la región de Guayana. A ratos, guarda silencio con la mirada baja y los labios contraídos. Entre el calor, el polvo y los ácaros que desprenden los viejos tomos impresos cuesta respirar con normalidad.

Un muchacho con pantalones arremangados y franela gastada llega presuroso al taller del orfebre y saca de su bolsillo una pequeña piedra brillante. La acaba de encontrar a orillas del Yuruari al menear la arena con una batea de madera, para lo que irremediablemente debió usar mercurio. Sus ojos se iluminaron cuando se la mostró al orfebre veterano con la ilusión de haber encontrado —finalmente— algo de valor. El joyero se puso un monóculo en el ojo derecho y la analizó con atención. En menos de un minuto, lanzó su evaluación: no era oro ni diamante, quizás un vidrio moldeado por la corriente del río. Decepcionado, el joven tomó el guijarro, lo guardó de nuevo en el bolsillo y salió del taller encogido de hombros a intentarlo una vez más. 

“Muchas cosas han cambiado. El Callao está bien saturado, ha llegado mucha gente de todas partes del país como San Félix, Puerto Ordaz, Maturín, Zulia y Táchira. Pero también hay colombianos, brasileños, guyaneses, trinitarios. Ahora hay demasiada gente en este municipio”. Lo cuenta un minero oriundo de El Callao, moreno alto de 47 años, sentado en un banco cerca de la pintoresca iglesia de estilo ecléctico. En ningún momento de la conversación reveló su verdadero nombre, pero sí algunos detalles del oficio al que se dedica desde que tenía 17 años de edad. 

“Mi papá, que venía de Ocumare, llegó a trabajar a El Callao en 1963 como supervisor del Ministerio de Minas e Hidrocarburos. Se casó con mi mamá que era de Tumeremo. Yo trabajo en la minería artesanal, con batea y molinos que utilizan plancha sogada, que usa mercurio. El mercurio aquí es libre, eso rueda por todos lados. Antes, en los años 90, trabajábamos en concesiones adjudicadas para las que te daban permisos de exploración y luego de explotación. Pero ahora lo que se impone son las alianzas estratégicas”, sonríe y deja ver su colmillo de oro. “En aquella época trabajar en las minas sí te daba para vivir. Aquellos marroncitos (billetes de 100 bolívares) sí alcanzaban. Dígame cuando te caía una orquídea (billete de 500 bolívares), eras el propio rey. Gracias a la minería en aquellos años yo pude construir mi casita de dos plantas para vivir con mi familia”.

Cuando no está en las minas, el minero anónimo prefiere ganar algo de dinero como albañil y constructor. Pero cuando sí lo está, siempre trabaja con sus primos y hermanos a quienes considera socios. Nunca se va a las minas en solitario. “Trabajamos como un grupo familiar y preferimos irnos a San Martín de Turumbán, en la frontera con Guyana. Allá está más tranquilo a pesar de los grupos armados; en cambio por El Callao todo es un desastre”. 

En San Martín de Turumbán hay de todo: venezolanos, colombianos, guyaneses, trinitarios, nos cuenta el minero. Antes, esa zona la dominaba “El Topo”, pero ahora no hay ni “sindicatos” ni “el sistema”, dice. Ahora allí están los “guerrillos, los paracos. Asegura que esos grupos armados clandestinos no son del ELN, ni tampoco únicamente colombianos, sino de un movimiento que llaman “algo así como Chávez Frías”, que infligen castigos contra los que no cumplen las reglas impuestas por ellos. “Antes uno trabajaba la minería sin problemas; ahora hay cambios todo el tiempo. Llegaron los guerrilleros y desplazaron a los ilegales. Siempre hay un grupo que reemplaza a otro. Ya no hay masacres. Los guerrillos llegaron con otra política, ya no hay muertos”. 

El minero sin nombre cree que los grupos armados comenzaron a llegar a la región entre 2005 y 2007. Pero no fue sino hasta 2014 que se hicieron sentir. “Claro que sé de gente a la que desaparecieron porque no pagaron vacuna o porque no estaban acostumbrados a que tenían que pagarla a los sindicatos. Todo el mundo lo sabe: a los muertos los lanzan en fosas comunes”. También recuerda que hay indígenas que controlan las minas dentro de sus territorios y han organizado sus propios cuerpos de seguridad territorial. “A los indios hay que pagarles entre 15 y 20 por ciento de lo que sacas en oro. Si sumas los otros impuestos, al final terminas pagando 35 por ciento de lo que produces”. 

Suenan las campanas de la iglesia de El Callao mientras el minero entrevistado enumera los yacimientos que siguen activos. “La mina del Perú, la Chile, que son de Minerven. También la Isidora, La Ramona, el Chocó, Nacupay, Cicapra, Belén por la vía de Tumeremo, el 9 mil y La Florida que queda antes de llegar a Guasipati… todas están activas, lo que pasa es que la explotación es desordenada, ya no se hacen censos como antes. Ahora llega un grupo minero, trabaja la mina, se agota el material, recogen todo y se montan a hacer lo mismo en otra parcela. Y así van”. 

El minero cree que ahora hay muchas plantas industriales que procesan el oro con cianuro, como las del complejo Domingo Sifontes, en el sector Nacupay de El Callao, que es el más grande de la región. Existe mucha competencia: el molino que acumule más arena, la puede vender a mejor precio. La tonelada de arena aurífera en El Callao cuesta entre 3 y 4 gramas de oro (unos 200 dólares), dependiendo del tenor del material. Las plantas analizan las muestras de arena y determinan su precio a partir de su calidad. Luego los dueños de los molinos la venden a las empresas que les ofrezcan un mejor precio.

Como tantos venezolanos en tiempos de chavismo, el minero del diente de oro también ha pensado en emigrar. “Tenía todo listo para irme a Brasil pero se atravesó el covid-19. Ya sé que en todas partes la situación es difícil después de la pandemia y por la guerra en Ucrania. Cuando voy a San Martín, procuro pasar una buena temporada allá, un par de meses por lo menos. Ya me acostumbré a la selva. Desde El Callao hasta San Martín de Turumbán son cuatro horas y media de carretera de tierra dependiendo del clima. Si llueve, nos tardamos más”. 

En San Martín de Turumbán existen campamentos de paredes de madera y techos de zinc donde cada minero tiene su chinchorro con mosquitero. “Nadie toca las pertenencias ajenas. Puedes guardar tus cosas en anaqueles con candado, irte a la ciudad, volver y todo sigue allí. Cuando voy a la mina nunca llevo celular, pero sí he visto que otros lo usan sin problemas. Antes de que llegaran los guerrilleros, había más prohibiciones, te quitaban el celular, por ejemplo. Ahora todo está más ordenado en las minas. Hay más respeto. Si consigues una veta, es tuya, tú la trabajas con tu gente, no le cae todo el mundo encima cual rapiña como sí pasa en las minas de El Callao. Eso sí, le pagas su porcentaje al molino donde te muelen el oro y a quienes controlan la mina para que te dejen trabajar la veta que encontraste con tu grupo. Al final, terminas pagando como 45 por ciento de todo el oro que produces. Antes, los guerrilleros estaban sólo en la frontera con Guyana, pero ahora me dicen que están llegando hasta acá para poner orden en toda la región minera, para controlar esas bandas criminales que se pelean entre ellas desde Tumeremo hasta El Callao. Vamos a estar claros: todos los guerrillos están con el gobierno de Maduro que es el que manda por acá, es el que permite que pase todo eso”. 

Al minero ya le ha dado paludismo, chikungunya y dengue. “Ya uno lo conoce y sabe cómo combatirlo. Antes tomaba tres gotas de creolina en un vaso de leche o agua o cloroquina, como me recetó un médico, aunque no todos los cuerpos son iguales. También he bebido aguardiente como remedio. Hay mineros que agarran el ron blanco y le echan la concha del árbol de quina, que es bien amargo. Una señora colombiana nos recomendó: ‘Hijo, eso se sale tomando dos cucharadas de aceite de coco’ para sacar el parásito. Pero eso funciona sólo si está suelto. Si se calza, si comienza a poner los huevos allá adentro, te puedes morir en tres o siete días”.

El minero lo tiene claro: “Yo sí quiero volver a las minas, el problema es la gasolina, que en San Martín de Turumbán es más cara: cuesta un punto y 7 milésimas de oro, que equivale como a 2,5 dólares el litro. Gastamos casi un barril de gasolina para ir y otro para venir, así que calcula. Conseguir gasolina al precio oficial de medio dólar por litro es todo un proceso en las minas. Me gusta la minería más que cualquier otra cosa, ¿a quién no le gusta el oro?”.

* * *

El Tumá-Serö es el nombre de un galpón de puestos de comida en pleno corazón de Santa Elena de Uairén. En el alargado pasillo central es posible degustar algunas preparaciones indígenas típicas como el tumá, la tradicional sopa del pueblo pemón a base de presa (pescado de río, carne de cacería o pollo), hojas de plantas autóctonas como la aurosa y mucho pero mucho ají que le aporta su característico toque picante. Se sirve en totumas, se come en familia o en grupo y se acompaña con casabe.

El tumá es una de las especialidades que ofrece Guadalupe Sigala en su pequeño local de paredes de cemento. Pero ella no siempre ha preparado la ancestral sopa pemón en Tumá-Serö. Su fogón original se encuentra en la comunidad indígena de Kavanayén, a unos 230 kilómetros de distancia al noroeste de la Gran Sabana dentro del Parque Nacional Canaima. Un cóctel de vicisitudes como la crisis económica, la caída del turismo regional, una dolencia que ameritó una operación y un largo reposo y el auge de la minería la obligaron a moverse lejos de su cocina, de su sabana, de sus tepuyes, de su paraíso terrenal.

Cuando Guadalupe abrió su restaurante en 1995, no tenía la menor idea de este negocio. “No, para nada estaba preparada para atender turistas. No sabía qué era una temporada baja o alta ni una reservación”. Natural de Kavanayén, del grupo arekuna, se cuenta entre las indígenas del territorio pemón que aprendió a punta de ensayo y error a trabajar en turismo y convertirse en gerente de manera autodidacta, o “autocreados” como le gusta decir de sí misma. Todo esto ocurrió cuando la Gran Sabana pasó a ser uno de los preciados destinos turísticos de Venezuela tras la construcción de la carretera que la atraviesa desde el Kilómetro 88 (hoy en día dentro de la perimetral del Arco Minero) hasta Brasil. “Aprendimos de la nada; no tuvimos escuela ni preparación. Pero rápido entendimos la oportunidad de poder ganarnos la vida atendiendo bien a los turistas”. 

A Guadalupe le encanta detenerse en los detalles sobre sus comienzos. Relata con humor cómo un día, sin proponérselo, comenzó a cocinar para un grupo de 20 excursionistas que llegaron hambrientos a la comunidad. También, el porqué estudió el bachillerato en el estado Táchira con las monjas,  pero no regresó a Los Andes para cursar idiomas o derecho en la universidad. Cuenta con picardía que fue bien antipática con afamados periodistas turísticos como la venezolana Valentina Quintero y un escritor británico de Lonely Planet por no saber quiénes eran en realidad. Da igual, los maltratados expertos dieron a conocer el restaurante de Guadalupe al mundo a través de sus programas de televisión y sus guías de viajes impresas. 

Su padre, quien en los años 70 había ayudado a los misioneros capuchinos a construir el pueblo de Kavanayén con piedras calizas propias de la región, pero a la usanza de la Castilla española, levantó la casa donde funcionaría su restaurante a pocos kilómetros del caudaloso Aponwao, la cascada más alta de la Gran Sabana. En ese “restaurancito” sin letreros, la cocinera pemón recibió a lo largo de dos décadas a viajeros de diferentes partes del mundo que llegaban a probar el tumá o el pollo según la receta de su madre y a comulgar con la sublime infinitud del cielo y la pradera de ese recodo del planeta. 

El turismo representó un importante medio de vida para las comunidades indígenas de la Gran Sabana. “Con un mes de trabajo en temporada alta podía vivir tranquilo los siguientes cuatro meses hasta la próxima temporada. Era una economía muy sana”, concluye Guadalupe. Hasta ese momento, ningún indígena tenía la necesidad de irse a trabajar en las minas de oro o “bachaquear” combustible, prácticas que se instauraron entre los habitantes originarios con el Arco Minero del Orinoco. 

Guadalupe fue testigo de todas las etapas que ha tenido el turismo en la Gran Sabana. Recuerda que, al comienzo, en los 80 y los 90, venían sobre todo europeos y japoneses, interesados en la ecología, explorar paisajes y observar aves, quienes se las arreglaban con la vía de tierra y la escasa infraestructura turística. Con la pavimentación de la carretera concluida en 1973, que extendió la Troncal 10 hasta Brasil, comenzaron a llegar los viajeros venezolanos en autobuses o con sus propios vehículos para “descubrir” estos emblemáticos parajes del sur del estado Bolívar. 

Ya instalado el chavismo en el poder, la Gran Sabana adquirió fama entre 2005 y 2010 entre los “rustiqueros”, jóvenes venidos de las ciudades que competían con camionetas de doble tracción a ver quién deforestaba más terrenos prístinos. “Todos esos eran unos inconscientes, sin cariño ni respeto por esta tierra tan frágil. Se metían con sus carrotes a hacer piques, con música estruendosa a escoñetar todo. No estábamos preparados para recibir una masa de gente tan grande y dañina”.

A partir de 2012 la llegada de turistas a la Gran Sabana comenzó a apagarse hasta que prácticamente se detuvo en 2016, justo el año de lanzamiento del Arco Minero del Orinoco en los municipios limítrofes con el Parque Nacional Canaima. Aunque sí seguían viniendo viajeros de Brasil, las agencias mayoristas que manejaban turistas europeos consideraron que Venezuela ya no era un destino seguro para visitar. Para colmo, en aquellos años cayó enferma cuando llevó a su único hijo a estudiar en Mérida. Comenzó a entristecerse por todo lo que estaba pasando en Kavanayén. Añoraba a su gente, extrañaba cocinar para los demás. “En Kavanayén todo se volvió un negocio de mineros. Ahora todo se mueve con oro. No ves dinero en efectivo sino puro metal. Los que ahora se mueven por allá no son turistas sino mineros buscando minas artesanales. Sí, dentro del parque nacional, lo cual es ilegal”. 

Guadalupe cree que el Arco Minero sí está relacionado con el declive del turismo y la amenaza a su cultura ancestral. “Como ellos no podían meterse a destruir directamente nuestras tierras con la minería porque son sitios sagrados, entonces crearon esa necesidad en los indígenas llevándolos a explotar sus propias tierras para luego entregarles el oro que está debajo. Los del Arco Minero no tuvieron que convencer a los indígenas a que se autodestruyeran sacando oro. El oro es autodestructivo, se está comiendo a la comunidad”. 

* * *

“Guayana era un tapete milagroso donde un azar magnífico echaba los dados y todos los hombres audaces querían ser de la partida”, escribió el escritor venezolano Rómulo Gallegos en Canaima, su tercera novela, publicada en Madrid en 1934. Aún quedaba mucho por escribirse –y crearse– cuando el escritor visitó la región de Guayana por primera vez para entender la inmensidad de la selva amazónica y registrar en directo los paisajes, dinámicas y personajes que le servirían de material para su novela. No se había creado el Parque Nacional que lleva ese nombre (decretado el 12 de junio de 1962). Tampoco se había fundado Puerto Ordaz (el 9 de febrero de 1952) ni Ciudad Guayana, conformada por San Félix y Puerto Ordaz (2 de julio de 1961). Ni siquiera habían descubierto las cabeceras del río padre, el Orinoco (1951), en el Cerro Delgado Chalbaud. 

El nombre de Canaima hubiese sido un acierto para toda la región envenenada por la minería más que para el parque nacional que lleva esa denominación. La palabra de origen pemón se refiere a los espíritus oscuros de la selva causantes de todos los males sobre la tierra. Son los mismos demonios desatados en los hombres por la fiebre del balatá y el oro en la novela de Gallegos. 

En el libro Y Gallegos creó Canaima, del escritor guayanés Manuel Alfredo Rodríguez, con magníficas fotografías de Thea Segall, se recogen los paralelismos entre los apuntes en la libreta de viaje del escritor y los textos de la novela. Gallegos se muestra fascinado por la fuerza telúrica de la región y los personajes locales que recreará en sus líneas. Pero también registra el espanto hacia el caudillismo que se beneficiaba de la explotación de las riquezas naturales explotando a los jornaleros del balatá y a los pequeños mineros del oro. Aquellos déspotas que encontró Gallegos en la Guayana de los años 30 del siglo XX en cierta forma siguen vivos casi un siglo después con los militares, jefes de bandas, guerrilleros y políticos que controlan el Arco Minero del Orinoco.

El libro de Manuel Alfredo Rodríguez y Thea Segall es en sí mismo una rara joya con valor histórico. Se trata de una edición de lujo de 258 páginas, financiada por la Corporación Venezolana de Guayana y la procesadora de mineral de hierro, Ferrominera del Orinoco, en ocasión del centenario del nacimiento de Rómulo Gallegos. 

Lo que Gallegos escribió en Canaima (1934) tiene una enorme vigencia con lo que ocurre hoy en los pueblos del Arco Minero: 

Casuchas humildes techadas de palma carata; otras con techos de cinc, que eran las de comercio: la tienda, con cobijas de bayeta, abrigo de caminantes, colgadas en las puertas; la pulpería donde los peones que ya habían soltado el trabajo tomaban el trago de caña alborotando; otras con techos de tejas; las casas de las familias principales de la población, con muchas ventanas y lindas muchachas asomadas a ellas. 

Y por el camino de Tumeremo, asiento de las empresas purgüeras, comenzaban a vaciarse todos aquellos campos: hacia las selvas del Cuyuní, del Guarampín, del Botanamo… Tierras salvajes, insalubres, inhóspitas… De allí regresarían –¡los que regresaran!– hambreados, enfermos, tarados por el mal de la selva y esclavizados ya para siempre al empresario por la cadena del avance: unas cuantas monedas y unas malas provisiones de boca a precios usurarios a cuenta de la goma que sacaran. Deuda que ya nunca se pagaría, hipoteca del hombre sin rescate que a veces pasaba de padres a hijos.

La fiebre del oro en Venezuela no comenzó con el Arco Minero del chavismo sino que se remonta a cuatro siglos atrás.

La historia de toda Guayana está marcada inexorablemente por la búsqueda de El Dorado. La leyenda de Parima, ese utópico lago de arenas de oro, y de la ciudad dorada de Manoa alentó expediciones y encomiendas de conquista durante tres siglos en la región de Venezuela que se encuentra al sur del río Orinoco. Todos los intentos por encontrar esos paraísos resultaron infructuosos. Por ahí pasaron desde Diego de Ordaz en el siglo XVI, pasando por Sir Walter Raleigh que dejó el diario de viajes El descubrimiento del Grande, Rico y Bello Imperio de Guayana, hasta el fundador de la Provincia de Guayana, Don Pedro Berrío (1595) quien, con su esposa, María de Oruña (sobrina de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de Bogotá), organizó tres expediciones para hallar El Dorado.

Pero el oro en Guayana no brotó sino en la segunda mitad del siglo XIX. Lo que conquistadores, expedicionarios y aventureros buscaron con tanto tesón durante tres siglos apareció en 1849, cuando se confirmó que en la cuenca del río Yuruari, a 200 kilómetros de Ciudad Bolívar, se descubrieron yacimientos al parecer “más grandes que los de California”. Esta fiebre del oro criolla atrajo a migrantes trinitarios, martiniqueños, ingleses y franceses que aportaron su parte a la rica y particular mezcla cultural de El Callao. Hacia 1870 ya se habían instalado en la región del Yuruari una docena de compañías extranjeras y venezolanas que, valiéndose de técnicas modernas para la época, extrajeron buena cantidad del mineral, en especial en las últimas tres décadas del siglo XIX. En 1885 se registró la mayor producción de oro de la región: 8.200 kilos, se lee en el Diccionario de Historia de Venezuela de la Fundación Polar. 

Pero la explotación desordenada del oro se debilitó de manera considerable a partir de 1910 y continuó en las décadas sucesivas como una producción marginal. Sin embargo, como una reminiscencia de la quimera, el declive de la explotación minera no agotó la búsqueda de El Dorado ya entrado el siglo XX. Dentro de este afán extractivo se incluye el propio Jimmy Angel, el famoso aviador que le dio el nombre a la cascada más alta del mundo, el Salto Ángel (Kerepakupai vená en lengua pemón, que se traduce como el lugar más profundo). Cuando sobrevoló el Auyantepui en 1937 en su avión Río Caroní, en realidad no estaba explorando por primera vez otra maravilla de la naturaleza, sino buscando minas de oro. 

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