Apóyanos

El español de Venezuela, el español de Canarias

    • X
    • Facebook
    • Whatsapp
    • Telegram
    • Linkedin
    • Email
  • X
  • Facebook
  • Whatsapp
  • Telegram
  • Linkedin
  • Email

Que recitara poemas que no entendíamos (sólo nos quedábamos con la música), que apelara a adjetivos extraños, también nos decía que el lenguaje era un misterio. Los efectos, por lo demás, no sólo eran sonoros, sino también gráficos, porque la caligrafía de mi madre era un verdadero ejercicio de repostería”

Por ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

(Con Francisco Javier Pérez, Adalber Salas, Ernesto Suárez y Anelio Rodríguez Concepción)

Una reflexión sobre el español de Venezuela y el español de Canarias sólo me puede llevar a mi madre. La nombro en este foro, María Minerva Ortega Morales, porque nació en esta hermosa isla de La Palma, específicamente en la Villa de Mazo, como reza en su partida de nacimiento, última de siete hermanos nacidos entre 1921 y 1930. Mi abuela María, una santa que no dejaba de sonreír, a quien llamaban Mariquita, procreó a sus hijos uno tras otro, con alguna pérdida inconfesable, y a partir de los postreros 40 vio zarpar en bergantines que flotaban como latas de sardinas a toda su prole hacia Venezuela, un destino colectivo que era el de todos los palmeros. La última en atravesar el Atlántico fue Maruja o Marujita, mi madre, en 1955, interrumpiendo sus estudios de Filología que cursaba en la Universidad de La Laguna. Esa corta experiencia, más el influjo de mi tía Olga, su hermana mayor, que sí los pudo completar hasta convertirse en profesora de literatura hispánica, la acercó a lecturas y a autores cuyos nombres fue olvidando. Así, en cualquier remanso, mientras pasaba el pan o servía una croqueta de pescado, citaba de memoria un soneto de Quevedo, “Érase un hombre a una nariz pegado”, sin recordar que, precisamente, había sido escrito por el gran maestro.

El primer destino de Marujita en el país que terminó haciendo suyo fue Punto Fijo, en la península de Paraguaná, voz indígena que se podría traducir como “lluvia escasa”. Ese caserío anárquico de pescadores, que fue creciendo como una suma de arrabales, hacia 1953 se vio cercado por dos refinerías colosales, Amuay y Cardón, cuyas luces encendidas al filo del atardecer, en la lejanía temblorosa de cardos y chivos, semejaban a las de Manhattan. Tras este mismo esplendor había llegado años antes su hermana Olga, contratada como profesora de lengua y literatura por el mejor instituto de la ciudad. En ese plantel también recalaría Marujita, pues sin saberlo su hermana protectora le había agenciado una plaza como maestra de kínder. Sin embargo, el revuelo de críos que tiraban de sus faldas no duraría mucho, porque invitadas ambas a una fiesta bailable en el Club Miramar del Campo Shell, un joven ejecutivo de Recursos Humanos la sacó a bailar sin saber que la danza o el rito sería para siempre. Este joven apuesto y atrevido se llamaba Antonio López Flores, para más señas mi padre.

Mentiría si dijera que tengo recuerdos de mi madre en el Campo Shell de Punto Fijo; son más bien imágenes o sensaciones las que me abordan. Pero ya a partir de 1961, cuando nos mudamos a Bachaquero, en el estado Zulia, un campo de extracción de petróleo pesado, comienzo a reconocer su voz, su timbre, sus inflexiones sonoras. En una convivencia en la que era usual escuchar inglés, holandés, papiamento o español de acentos variados, el de mi madre se caracterizaba por una ondulación muy singular. Escucharla a diario, por ejemplo, cuando en cada desayuno repetía esta frase: “Un jugo de naranja abre las puertas del alma”, me hacía soñar y creer en que las palabras eran más que artificios, que también eran compuertas que nos llevaban a mundos alternos. Que recitara poemas que no entendíamos (sólo nos quedábamos con la música), que apelara a adjetivos extraños, también nos decía que el lenguaje era un misterio. Los efectos, por lo demás, no sólo eran sonoros, sino también gráficos, porque la caligrafía de mi madre era un verdadero ejercicio de repostería, al punto de pedirle en cada inicio de período escolar que me rubricara mis cuadernos y libros con títulos como Biología, Lenguaje o Matemática: una maraña de corte barroco que asombraba a mis compañeritos de curso.

Si todo lo que describo hasta ahora podría corresponder a lo en esta mesa estamos llamando “español de Canarias”, muy rápidamente mi madre hizo una inmersión en el “español de Venezuela”, pero con la complejidad de que iniciarse en el terreno zuliano, léase maracucho, era como nadar en un tercer idioma. Muy pronto yo celebraba que mi madre pronunciara las palabras que todos mis amiguitos repetían a diario: cepillado, guineo, bojote, limonsón, mandoca, mechurrio, piragua, maruto, molleja, verga, burusa, hicaco, palmito, ampolleta, barullo, busaca, caujil, coscorronazo… y pare usted de contar. Quién diría que una palmera de Mazo, recitadora de Quevedo, se plantaría ante cualquier viandante y pudiera explayarse en su propia jerga. Recuerdo la escena de los piragüeros: marineros casi siempre obesos, con franelas estrechas, que cruzaban el ancho lago de Maracaibo, de este a oeste, cargando manjares únicos. Regatear con ellos era casi una clase de esgrima, con sables anchos, y desde lejos veía yo a Marujita, reduciéndolos en sus apetencias, y fijando el precio de compra que nadie discutía.

Tiendo a pensar que mi oficio de escritor viene sobre todo de mi relación con el lenguaje, no como medio sino como fin. El lenguaje como extrañeza, sí, el lenguaje como revelación. Escucharlo, escribirlo, olerlo, tocarlo. Y sí, estoy convencido de que escribo con el español de Venezuela, desde el español de Venezuela. Ese es mi gentilicio, lo sé. Pero también siento, como una proximidad, como un sendero estrecho, como una resonancia que se va borrando, que una parte de mí, sin duda, bebe desde el español de Canarias, el español de mi madre palmera, que en su cuerpo blando se fue borrando hasta entregarse a Venezuela. Ella no lo perdió, ella me lo dejó en las venas para que yo pudiera recordarla como hoy lo hago. 

El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!

Apoya a El Nacional