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Sobre el globalismo y el wokismo

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El globalismo, un término muy en boga en la jerigonza política de actualidad, se viene interpretando de manera diversa y al parecer quiere significar muchas cosas, según sea la disposición de quien lo utilice. Para algunos se trata de una reconfiguración del marxismo cultural –expresión comúnmente utilizada contra los ideólogos jóvenes de izquierdas y abanderados de la justicia social–. Por otra parte, hay quienes sostienen que el eslogan político globalista se opone al nacionalismo como conjunto de valores que identifican a un pueblo determinado. Y todavía puede haber más acepciones, como aquella que al parecer la asimila a la doctrina y acción del capitalismo decisivamente partidario de la globalización neoliberal –tendencia que para algunos no es otra cosa que un sesgo de la derecha extrema en su estado puro–. También se ha dicho que no es sinónimo de globalización, o el proceso motorizado por la expansión de las comunicaciones en todas sus vertientes, y que ha hecho interdependientes a las economías y sociedades mundiales. Naturalmente, los contrarios al globalismo restarán importancia a su tenacidad y posibilidades, oponiéndose a la inmigración y a la pluralidad que deriva de la anexión cultural. Invocarán la soberanía de los nacionales, para contrarrestar las recientes olas migratorias y sus adherencias, prescindiendo de razones humanitarias.

Para Donald Trump, la ideología globalista se contrapone a su afán de colocar a Estados Unidos “primero” –el incontestable ejercicio de su derecho como nación libre e independiente de hacer valer sus costumbres, creencias y tradiciones seculares–. Para el hoy reelecto presidente de los Estados Unidos, la imposición de la “doctrina del patriotismo” es su respuesta ante el globalismo insurgente. Es también su rechazo al pensamiento “woke” de crecientes sectores de la sociedad estadounidense, desdoblado en los extremismos ambientalistas, la desarticulación de la familia, el pacifismo mundial, el secularismo anticristiano y el antisemitismo, la sórdida regulación del aborto como ratificación  del irrespeto a la vida misma, la irreverente censura que atenta contra la vigencia de la primera enmienda de la Constitución norteamericana –freedom of expression–, entre otras actitudes y maneras de comportarse. Y vaya que ha sido exitoso en atraer y hacer valer el pensamiento conservador que se contrapone a semejantes dislates. 

Es obvio que la izquierda exacerbante de toda figura o actitud contraria a los valores de Occidente –la democracia y el cristianismo han sido pilares fundamentales de la civilización occidental–, acogerá el globalismo como posibilidad. También el wokismo entrará en su radio de acción –la lucha antirracista será un medio idóneo por su validez y materialidad–, todo sea por oradar esos pilares que sostienen a las sociedades occidentales contemporáneas. El globalismo y el wokismo devienen pues en banderas progresistas empuñadas por quienes quieren destruirlo todo desde dentro, para edificar sobre las cenizas morales y materiales de nuestras comunidades humanas, una nueva sociedad despojada de identidad nacional, de libertad de elegir y de respeto a la democracia. Todo ello en nombre de una justicia social que no sabemos en qué consiste –la distribución equitativa de bienes y servicios no se obiene destruyendo valores–. 

A partir de estos vaporosos conceptos, resultaba muy fácil adherirse a los postulados de la Agenda 2030. ¿Quién en su sano juicio podría oponerse al desarrollo sostenible, a poner fin a la pobreza, a garantizar la salud y el bienestar colectivo, a ofrecer educación de calidad, a promover el trabajo decente y debidamente remunerado, a reducir las desigualdades sociales y a todos los restantes propósitos esgrimidos por los 193 países que votaron por ella en el seno de las Naciones Unidas? Las cinco dimensiones de la Agenda 2030, personas, prosperidad, planeta, participación colectiva y paz, intentan penetrar la esfera de los programas de desarrollo de las naciones civilizadas. Una vez más, los Estados asumen el compromiso de movilizar recursos para la instrumentación de alianzas centradas específicamente en las necesidades de los más pobres y desamparados. ¿Resolución sustentada en deseos sinceros y en posibilidades tangibles, o mera declaración con fines netamente políticos? A juzgar por las conclusiones del Foro Político de Alto Nivel verificado en 2023, “…hoy en día, el mundo se enfrenta a graves crisis financieras, energéticas, alimentarias y humanitarias desencadenadas por la tensión geopolítica…”. 

Se ha insistido en ubicar a George Soros entre los principales cultores y promotores de la nueva doctrina del globalismo –solo que se aproxima a ella desde su visión capitalista y neoliberal de la globalización–. Esta última viene a ser –como anotamos previamente– otra acepción del término en comentarios. Ajustar la política a las premisas de la globalización –o a las emergentes condiciones culturales y económicas de un nuevo mundo interconectado– parece ser su propósito. De ello acusan a su Open Society Foundation, influyente en la política contemporánea europea y norteamericana, igualmente inculpada –entre otras cosas– de apoyar el traslado de refugiados del tercer mundo hacia los países de la Europa occidental. 

El globalismo y el wokismo parecen asimilarse a esas pestes que de tiempo en tiempo fustigan a la humanidad. Ante sus reiterados desplantes, solo cabe anteponer inteligentemente el espíritu democrático y el humanismo cristiano –el que favorece la realización plena de la persona humana en ambiente de paz, amor, tolerancia y libertad de elegir–. 

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