A principio de este año, la familia Orasma decidió emprender el extenuante y peligroso viaje desde San Fernando de Apure hasta Estados Unidos. Aunque eran concientes de los desafíos a los que se enfrentarían en los últimos meses, la idea de mejorar su calidad de vida y obtener el tan deseado sueño americano les dio impulso para finalmente tomar unas pocas pertenencias y despecidirse de Venezuela.
Ingrid Orasma y dos de sus dos hijos, Marvin y Diego, disfrutaron de una vida de clase media sólida durante muchos años en Venezuela gracias a su trabajo como maestra en una escuela primaria. Sin embargo, hace una década, con la llegada de la crisis económica al país, el salario de Ingrid ya no cubría las necesidades básicas y la abundancia que la familia daba por sentada empezó a desaparecer.
Después de pasar hambre y otras necesidades en Venezuela, Ingrid, de 47 años de edad, decidió que solo había una opción: intentar llegar a Estados Unidos. Su hermana ya había hecho el viaje de aproximadamente 6.600 millas desde San Fernando de Apure hasta la ciudad de Nueva York dos años antes, por lo que pensó que ella y sus hijos también podrían hacerlo.
Un viaje de semanas por Centroamérica
En abril, la mujer y sus hijos, de 15 y 10 años de edad, tomaron un autobús hasta la frontera y cruzaron a pie hacia Colombia. Luego continuaron a Necoclí, un pueblo costero a lo largo del golfo de Urabá en el mar Caribe, contaron a un reportero del Washington Post.
Ingrid pagó a los contrabandistas 750 dólares para que la transportaran a ella y a los niños a través de agua y del Tapón del Darién, frontera natural entre Colombia y Panamá. Durante dos días y medio estuvieron en la selva, desconectados del mundo exterior.
Se levantaban cada día alrededor de las 5:30 am y caminaban hasta las 6 pm para evitar viajar de noche. Las largas jornadas de pie eran agotadoras. Cuando llegaron a las canoas que los llevarían a Bajo Chiquito, una localidad selvática panameña donde habita el pueblo Emberá-Wounaan, la familia lloró y dio gracias a Dios por superar esta parte tan peligrosa de su travesía desde Apure hasta Estados Unidos.
Ingrid, Diego y Marvin cruzaron el resto de Centroamérica con una facilidad sorprendente. Atravesaron países enteros en uno o dos días en autobús. Cuando llegaron a la frontera de Guatemala con México, pagaron a matones callejeros para cruzar el lodoso río Suchiate en una balsa.
Los Orasma hicieron gran parte de su travesía a pie por México para evitar a las autoridades. Sin embargo, en una oportunidad fueron detenidos por oficiales de migración, quienes les tomaron fotografías y luego les dejaron ir. Poco después fueron detenidos nuevamente, pero esta vez por los traficantes.
Si la familia quería seguir hacia el norte, dijeron los hombres enmascarados, tendrían que pagar. Los contrabandistas se llevaron casi 200 dólares en pesos mexicanos que la familia tenía para el resto del viaje. Durante días, los hombres armados trasladaron a Ingrid y a los niños de un escondite a otro. Los transportaron en pequeñas camionetas todoterreno abarrotadas.
Tras dos semanas, finalmente los dejaron en una ciudad portuaria y les permitieron seguir viajando. Para continuar, la familia abordó con mucho temor el tren de carga llamado La Bestia, donde pasaron días de terror por miedo a caer y morir.
La familia apostó todo para ingresar a Estados Unidos
A principios de junio, dos meses después de huir de su país natal, la familia Orasma llegó a la fronteriza Ciudad Juárez, en México. El presidente de Estados Unidos, Joe Biden, acababa de firmar una orden ejecutiva que cerraba el acceso al sistema de asilo de esa nación cuando los cruces fronterizos ilegales superaban los 2.500 al día.
Aunque Ingrid sabía que existía la posibilidad de que los rechazaran, apostó por que los oficiales tal vez no estuvieran implementando aún la orden en su totalidad. Cruzaron el río desde Juárez hacia El Paso y esperaron a que los agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos los encontraran. Cuando lo hicieron, tomaron las huellas dactilares del grupo, así como fotografías, para un registro de su existencia en este país.
Durante casi tres días esperaron en un recinto de detención cerrado y vallado para conocer su destino, sin poder comunicarse con amigos o familiares. Y luego los liberaron. Los funcionarios de inmigración le devolvieron el teléfono a Ingrid y le dieron a ella y a los niños una citación para que comparecieran ante el tribunal. También le colocaron un monitor en el tobillo a Ingrid para rastrear su paradero.
Tras una breve estadía en un refugio en El Paso, Texas, la familia tomó un autobús a la ciudad de Nueva York con la idea de reencontrarse con Milagros, la hermana de Ingrid.
Cuando llegaron a Nueva York, le quedaba aproximadamente un dólar. Un grupo de venezolanos los dirigió al Hotel Roosevelt, que ahora se conoce como la Pequeña Ellis Island de Nueva York. Es el primer lugar donde los solicitantes de asilo entran en contacto con las autoridades de la ciudad.
Aproximadamente 16 horas después, la familia fue asignada a vivir en Floyd Bennett Field, una antigua estación aérea naval en Brooklyn que cuenta con una instalación de tiendas de campaña que alberga a cerca de 1.000 personas.
La ciudad le dio a Ingrid 60 días para encontrar un lugar más estable donde vivir. Para ello tendría que pagar el alquiler, aunque los solicitantes de asilo deben esperar cinco meses antes de solicitar permiso de trabajo. Eso significaba que sería prácticamente imposible salir del refugio en dos meses.
Poco después de su llegada a Nueva York, la hermana de Ingrid tuvo el día libre, por lo que Ingrid y los chicos se animaron a tomar el metro con el fin de encontrarse con Milagros en Chinatown. Ingrid se sintió tranquila cuando por fin se reencontraron y pudieron abrazarse.
Durante dos semanas, Ingrid había estado usando el voluminoso brazalete que funcionarios de inmigración de Estados Unidos le habían colocado en el tobillo. Finalmente, casi una semana después de llegar a principios de junio, un oficial se la quitó después de su primera cita con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos.
Un oficial la entrevistó sobre su vida en Venezuela para evaluar si calificaría para el asilo. La audiencia de inmigración completa de Ingrid, donde un juez decidirá si califica para la protección y puede quedarse en Estados Unidos o debe ser expulsada, no está programada hasta dentro de un año. Entonces habrá otro presidente de Estados Unidos.
Ingrid sabe que su futuro aún está en juego, que sus posibilidades de quedarse en Estados Unidos probablemente disminuirán si Donald Trump es elegido.
Aunque esperaba ser totalmente independiente en seis meses, ahora parece una perspectiva lejana. Después de dos meses en el refugio, solicitó a regañadientes a través de la ciudad una extensión de su estadía allí.
Un aspecto positivo para Ingrid es la escuela. Según la ley estadounidense , los niños de cualquier estatus migratorio pueden inscribirse en la educación pública.
La idea de quedarse atrapada en un refugio la inquieta. Después de meses de sobrevivir gracias a su ingenio, ahora debe esperar un permiso de trabajo, trámite sobre el que no puede hacer algo para acelerar. Extraña a su familia en Apure, pero mientras observa a los chicos sabe que tienen una nueva vida por delante en Estados Unidos.
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