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Palabras: logos, creación y esteticidad

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También las palabras se degradan en la boca de quien las pronuncia;
más exactamente, vienen biodegradadas desde su tímida y no pocas veces
timoratas concepciones mentales. Pues, ciertamente, las palabras antes
de “encarnarse” y tomar cuerpo en tanto cosas en su forma de
empiricidad material como “coseidad”, son previamente pensadas y
puestas en relación unas con otras para adquirir, según sea el caso,
una corporeidad nominativa constituida por una compleja red de redes y
mallas léxico-sintácticas que posibilitan, dentro de un no menos
complejo entramado peraxiológico sociocomunicativo, interactuar
simbólicamente en una especie de comercio mayestático de incesantes
búsquedas de unos propósitos interrelacionados entre dos o varios
sujetos que, previos acuerdos tácitos, dialogan, conversan, hablan,
discuten, polemizan y, en fin, encauzan sus interaccionalismos
semánticos y los enrumban hacia unos determinados objetivos y
propósitos  acordes con los intereses específicos de cada sujeto
interlocutor concernido en la experiencia dialógico-argumentativa de
rigor.

La riqueza o pobreza léxica que exhiban los sujetos perlocucionarios
eventualmente acordados en una circunstancial trabazón argumentativa
propia de una discusión oral o escrita en torno a una particular
temática, va a depender de la cauda verbal que ostente cada sujeto en
el particular dominio expresivo de su singular thesaurus lingüístico;
a saber. Me viene a la mente la escandalosa y terrible preocupación
que mostraba el filósofo alemán Friedrich Nietzsche cuando salía a la
calle y se topaba con personas de mediana cultura de la Alemania
decimonónica en medio de conversaciones casi de índole doméstico.
Decía entonces el padre del nihilismo teutón que le provocaba hablar
en Latín o griego ante el torpedeante avance vertiginoso de cierta
cultura periodiquera que maltrataba la integridad y riqueza
lingüística del idioma de los grandes Iluministas de la Aufklarung.
Algo similar –mutatis mutandi– ocurre con el hombre de hoy, nuestro
inevitable e ineludible contemporáneo, nuestro triste y lamentable
“homo digitalis” cautivo y pasiva presa de las pantallas de
ordenadores de sobremesa, laptops, tablets y smartphones
hiperconectados las 24 horas, los 365 días del año. Vivimos, mejor
sería decir naufragamos en un océano de cada vez más proliferantes
“saberes” y “conocimientos” con, las más de las veces, pocos
centímetros de profundidad. Nuestra actual sociedad del conocimiento
se ha volcado cada vez con más ímpetu y denuedo hacia esa novísima
panacea con inocultable vocación metantrópica conocida por unos y
otros como “inteligencia artificial”. Es obvio que la velocidad y la
asombrosa instantaneidad de vértigo con que reacciona la IA a las más
insospechadas e insólitas preguntas que osa hacerle “homo poeticus”
nos revela y da la medida hasta ahora no suficientemente estudiada ni
analizada bajo el prisma de profundas interpretaciones de honda
raigambre filosóficas y estéticas. Las palabras, y sus corolarios, de
la nueva Babilonia (IA) y su consecuente y arrasador planetariamente
hablando proceso de babelización ponen de manifiesto procesos plagios
y texturas repetitivas sin valor agregado en torno a preguntas y
búsquedas de importancia sustantivas que tienen especial interés y
valor para la sobrevivencia de nuestra triste y ansiosa especie humana
afanosa en desprenderse de su actual condición.

La máquina y la meta-micro-mega-máquina de la IA carece de “poiesis” y
consecuentemente es, literalmente, incapaz de pensar creadoramente
desde una profunda y original vocación “hematopoyética” forzando las
barreras de sus propios límites hasta poner en cuestión sus
precariedades creadoras en lo atinente a la propia esteticidad de su
logos creador de sentido original.

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