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Republicanismo y espíritu democrático

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El republicanismo se opone radicalmente a la tiranía, al régimen monárquico –dejando a salvo las monarquías parlamentarias que, si bien son de naturaleza muy distinta, suelen ser democráticas y por tanto respetadas y aceptadas como expresión genuina de tradiciones seculares– y en general a toda forma de gobierno cuya función sea ejercida por minorías excluyentes. Como corriente de pensamiento y de acción política, surgió en la península itálica medieval, donde algunos gobiernos locales recobraron la vigencia de antiguas tradiciones de los mundos griego y latino. Mucho tiempo después ejerció su influjo sobre la Inglaterra de los siglos XVII y XVIII, así como también sobre las revoluciones norteamericana, francesa e hispanoamericanas –éstas últimas llevadas a efecto desde inicios del siglo XIX–. El gobierno republicano es asunto que compete a la ciudadanía en ejercicio de sus derechos políticos, prescindiendo de toda prerrogativa conferida a estamentos sociales determinados o a élites privilegiadas. De allí proviene la tradición republicana conjugada con los principios rectores del liberalismo como doctrina que preconiza la libertad del individuo, su igualdad ante la Ley y las necesarias limitaciones al ejercicio del poder público –en lo económico, auspicia la iniciativa privada y el libre mercado como sistema de fijación de precios de bienes y servicios, apoyado en la Ley de Oferta y Demanda–. Por lo demás, suele consagrarse la división de poderes, todo lo cual queda indefectiblemente sometido a la soberanía popular –es ella, a través del sufragio, la que designa a sus representantes en los poderes públicos–. 

El espíritu democrático tiene que ver con la actitud del liderazgo político y su irrestricta disposición a aceptar la hegemonía de la voluntad popular –siempre que fuere libremente consignada–. Un espíritu que igualmente concierne al ciudadano común, comprometido a respetar el mandato democráticamente expresado en las elecciones, sea cual fuere el candidato de su preferencia –sin que ello lo margine ni le impida la presentación de algún reclamo que fuere procedente, conforme lo disponen las leyes y reglamentos aplicables–. Se trata pues de una actitud aprendida en el hogar doméstico, en la escuela y en la universidad –esto le confiere un inmenso valor a la educación, como base del conocimiento y la práctica de una cultura democrática y de los valores que la sustentan, entre ellos la igualdad ante la ley, la libertad y la justicia–. 

Afortunadamente nuestro mundo actual cuenta con numerosos referentes de republicanismo y del espíritu democrático de líderes políticos, gobernantes y ciudadanos en ejercicio pleno de sus derechos. También campean los malos ejemplos o la negación de todo aquello que venimos comentando. Para sustraernos de la polémica que nos agobia como habitantes de un mundo cada vez más incierto, tomaremos como referente histórico al pensamiento y realizaciones de uno de los padres fundadores de la República norteamericana. La gran contribución de Thomas Jefferson –redactor de la Declaración de Independencia de 1776–, a la campaña electoral de 1800, consistió en definir los asuntos –los issues– de mayor interés para los votantes, así como todo lo concerniente al desarrollo de la plataforma republicana, aunque ese término para entonces no estaba en uso, tal y como nos dice su biógrafo, Noble E. Cunningham, Jr. 

En este orden de ideas, Jefferson expuso sus principios políticos y aquello que representaba el partido Republicano en el marco de la contienda electoral que finalmente lo llevará en elecciones libres a la presidencia de los Estados Unidos. Comenzó por declarar su compromiso de preservar la Constitución, conforme el verdadero sentido bajo el cual fue adoptada por los Estados de la Unión como Ley suprema de la jóven República. Se pronunció por la preservación de los poderes no transferidos por los Estados al momento de sumarse a la unión norteamericana –los no cedidos al Estado nacional ni aquellos conferidos por éste a la rama ejecutiva del poder público–. Destacó igualmente su inclinación hacia un gobierno rigurosamente simple y frugal, aplicando todos los ahorros posibles sobre los ingresos públicos y el descargo de la deuda soberana. Refiriéndose a la acumulación militar, se dijo contrario a un ejército permanente en tiempos de paz, mientras confiaría en la milicia para la defensa interna hasta tanto se produjese una invasión real. Favoreció una fuerza naval suficiente para proteger las costas y puertos territoriales –temía por los elevados gastos de una marina exorbitante y las guerras en que se vería implicada, sumiendo a la nación en cargas públicas muy onerosas–. También enfatizaba que los Estados Unidos debían mantenerse al márgen de las disputas de Europa. “…Me pronuncio por el libre comercio entre todas las naciones; conexión política con ninguna…”, escribirá con firmeza. “…Y un pequeño o inexistente establecimiento diplomático…”, dirá quien sin embargo había sido ministro plenipotenciario del gobierno de George Washington en Francia. Tengamos en cuenta que Jefferson era un hijo de la ilustración –como lo fue el Libertador Simón Bolívar–, y que todo aquello que hemos anotado previamente sobre su pensamiento y acción política, corresponde a la nación norteamericana de su tiempo y al contexto internacional de la época. Naturalmente, lo expuesto a título de referente histórico, no es enteramente aplicable a la contemporaneidad norteamericana y mundial. 

Jefferson accedió a la Presidencia de Estados Unidos en medio de una gran polarización entre los Federalistas y el Partido Republicano (ambos son antecesores de los actuales partidos Demócrata y Republicano). El proceso fue complejo y comportó numerosas jornadas que finalmente determinaron la voluntad popular y el consenso de los líderes políticos del momento –porque la política es y seguirá siendo resultante de los acuerdos suscritos entre sus actores principales–. Los Federalistas cedieron democráticamente ante la elección del tercer presidente de los Estados Unidos de América, una manifestación cabal del espíritu democrático que envolvía –y continúa envolviendo– aquella gran nación.  

Valga pues este breve recuento que hacemos del republicanismo y del espíritu democrático, para que –quiera Dios– los actores políticos de nuestro hemisferio asuman con responsabilidad y razón pública el papel que les corresponde desempeñar en nuestro presente y de cara al porvenir de las naciones civilizadas. 

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