Ha sido un importante giro en la reflexión sobre la suerte de Latinoamérica la concesión del Premio Nobel a tres economistas: Daron Acemoglu, Simon Johnson y James Robinson, por sus trabajos teóricos para tratar de explicar los elementos que explican las diferencias estructurales entre países pobres y países ricos. Un premio basado en la propuesta de investigadores que pasan de buscar culpables e inocente, explotados y explotadores y se sumergen en complejidades poco exploradas hasta ahora: “Los autores analizan aspectos como el desarrollo económico, las instituciones políticas, factores sociológicos o culturales (como la religión), así como los marcos legales, para tratar de entender cuáles son los elementos que condicionan la prosperidad de los países. Su conclusión es que aquellas naciones que tienen lo que denominan instituciones económicas extractivas, tienen un efecto negativo sobre el ahorro, la inversión y desincentivan los procesos de innovación. A su vez, estas instituciones económicas extractivas son apoyadas desde instituciones políticas de la misma naturaleza que generan una concentración de poder en grupos específicos de la sociedad”.
Este premio va contracorriente a las interpretaciones que han prevalecido sobre todo en Latinoamérica cuyo leitmotiv ha sido la denuncia sobre la desigualdad que aducen como producto inevitable del desarrollo del capitalismo. Este concepto en realidad se enmarca en una dimensión concreta material, la propiedad de las cosas, de allí la furia contra la propiedad privada. Destruir, tal como hasta Erich Fromm denuncia “Marx sólo quería el mejoramiento económico de la clase trabajadora y quería abolir la propiedad privada para que el obrero pudiera tener lo que ahora tiene el capitalista”.
La mala interpretación radica en que se oscurece totalmente el origen de la riqueza generada por el capitalismo, producto de la acción emprendedora de los que fabrican, construyen, diseñan, es decir crean riqueza, que no es un bien natural, sino un producto de la acción humana.
El marxismo ha generado una conciencia extendida sobre la pobreza, denuncian que su reproducción es fruto del despojo capitalista, explotador, que roba al trabajador el valor que genera con su trabajo. La acción política socialista se reduce a apropiarse de lo que producen los capitalistas y repartir. Operación que sólo puede hacerse desde el Estado, cuando asume como meta establecer la igualdad material, expropiar a “los ricos” y repartir a los pobres. Esta fórmula ha sido ensayada en todos los regímenes socialistas, con desastrosos resultados, hambrunas, éxodos masivos, racionamientos y represión contra los disidentes. Es la historia reciente de los 15 países que integraron la Unión Soviética con sus 293.047.571 habitantes, China con una población de 1.403.500.365 habitantes, Alemania democrática con sus 16 millones de habitantes, entre nosotros Cuba y ahora Venezuela.
El fracaso de la destrucción de las empresas capitalistas y de la propiedad privada en esos países demuestra que la empresa privada es insustituible, ninguna institución en el mundo ha logrado cumplir y responder a las necesidades de abastecimiento de la población en todos los rubros, en la alimentación y todo tipo de bienes y servicios. La excusa de los regímenes ha sido culpar a la disidencia política interna, escudarse tras la victimización, sabotajes de opositores, empresarios y el mundo democrático.
“Venezuela solía tener como 12.700 industrias privadas cuando asumió el presidente Chávez, hace más de 20 años. Hoy van quedando cerca de 2.000; solo queda una mínima parte del parque industrial”, precisa el anterior presidente de Conindustria, Juan Pablo Olalquiaga.
En Chile, país donde se ha avanzado hacia el objetivo de crecimiento económico sus trabajadores gozan de un salario mínimo ($414) que los aleja de la situación de pobreza. Mientras que en los países donde se implantó el comunismo y la destrucción de la propiedad privada, el salario mínimo es un reflejo de la miseria expandida en la población: Cuba $15 y Venezuela $6. Sin embargo, la agitación social ha prendido precisamente en Chile, bastión del crecimiento económico.
De allí la trascendencia de comprender más allá de los números, remarcar la necesidad de romper la hegemonía cultural del socialismo, el endiosamiento de la igualdad característica de nuestra cultura política. El logro de beneficios económicos no genera automáticamente cambios en la conciencia de los ciudadanos, estos pueden seguir creyendo que la pobreza subsiste como producto neto del capitalismo y la propiedad privada como fuente de desigualdad.
Hoy es constatable que la aversión al socialismo sólo puede derivarse de vivir experiencias socialistas reales. Venezuela afronta una de las peores crisis económicas del continente, pero a la vez cuenta con un activo muy poderoso cultural y políticamente, sin igual en Latinoamérica, la animadversión contra el marxismo, socialismo, pregonada por más del 70% de la población. Valor incalculable para el liderazgo opositor, es su real activo, el más poderoso, al cual hay que nutrir con ideas y propuestas que visualicen el cambio como un hecho real, cercano y próximo que depende solo de nosotros.
El acceso a más y mejores oportunidades es la propuesta responsable, no el reparto, la confiscación, la dádiva, el robo a los otros. Más posibilidades reales de acceder a oportunidades donde todos los individuos de una sociedad independientemente de su religión, raza, nivel económico, género, ideas políticas, tengan acceso al desarrollo de sus potencialidades y aspiraciones. La dura experiencia vivida en Venezuela durante el último cuarto de siglo ha sido aleccionadora para nuestra región, acoger el factor institucional es fundamental y optimista: las instituciones, siendo una creación humana, pueden modificarse, aunque no sea fácil. En nuestra cultura política seria un paso firme para acabar con los episodios febriles de populismo, charlatanería y engaño, que nos destruyen de forma inclemente. Reflexionemos el sentido de la repetida frase de Winston Churchill: «El defecto inherente del capitalismo es la desigualdad en la distribución de los beneficios, mientras que el defecto inherente del socialismo es la igualdad en la distribución de la miseria».
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