Olvida las promesas de refundar el país, las protestas antisistema y las alertas de amenazas a la democracia que abundan en América: en Uruguay, gane quien gane las próximas elecciones, todo seguirá más o menos igual.
A simple vista alguien podría concluir que los uruguayos tendrán opciones bien diferentes, hasta antagónicas, este 27 de octubre.
Por un lado están los partidos de la coalición de centroderecha que han respaldado al actual presidente, Luis Lacalle Pou, a quien la Constitución prohíbe la reelección inmediata.
Por otro lado, la coalición de izquierda Frente Amplio busca volver al poder con la candidatura presidencial de Yamandú Orsi, delfín del exmandatario José “Pepe” Mujica.
Las encuestas dan amplia ventaja a Orsi sobre los otros candidatos. Pero ninguna proyección anticipa que vaya a lograr la mayoría absoluta de votos necesaria para triunfar en primera vuelta y es probable que dispute un balotaje el 24 de noviembre con Álvaro Delgado.
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En tanto exsecretario de la presidencia de Lacalle Pou y candidato del gobernante Partido Nacional, Delgado propone mayormente dar continuidad a las políticas actuales, tal como es de esperarse.
Lo sorprendente es que Orsi ya descartó realizar un “cambio sustancial” en la conducción económica del país si sucediera en la presidencia a Lacalle Pou, quien a su vez evitó un viraje brusco de rumbo respecto a los 15 años previos de gobiernos de izquierda.
La propuesta de reforma más radical a votarse en Uruguay proviene desde fuera del sistema de partidos: un plebiscito impulsado por la central sindical Pit-Cnt y movimientos sociales para rehacer el sistema previsional y eliminar sus ahorros individuales.
Pero los candidatos son contrarios a esa iniciativa y el debate entre ellos es por matices más que por diferencias de fondo, al punto que podría resultar tedioso comparado con las ásperas y acaloradas disputas electorales de otras latitudes.
“Uruguay es un país donde históricamente se valoran las transiciones más lentas. Los candidatos que han propuesto cosas más drásticas han perdido las elecciones”, explica la socióloga Mariana Pomiés, directora de la consultora local Cifra.
“Somos como nuestra geografía: una penillanura suavemente ondulada. Y los cambios que nos gustan son suavemente ondulados”, dice Pomiés a BBC Mundo.
Esto puede ser envidiable desde otros países, dicen expertos, aunque para algunos uruguayos también es un ancla pesada.
Ni histórica ni épica
Para entender cuán peculiares son las elecciones uruguayas basta compararlas con otras celebradas en el continente este año.
Algunas fueron históricas: México escogió a su primera mujer presidenta, Claudia Sheinbaum, y El Salvador vio a Nayib Bukele celebrar una reelección inédita en un país que, desde hace más de cuatro décadas, prohíbe por Constitución buscar dos mandatos presidenciales consecutivos.
En Venezuela, por su parte, Nicolás Maduro fue declarado ganador por instituciones afines al oficialismo, sin mostrar las actas de votación, mientras sus opositores (y otros gobiernos) lo acusan de fraude y represión.
Los otros dos comicios presidenciales que hubo este año a nivel regional, en Panamá y República Dominicana, fueron relevantes más allá de sus fronteras porque los ganadores plantearon medidas duras para detener la migración por el Tapón de Darién y desde Haití respectivamente.
Ahora las miradas del continente y el mundo apuntan a las elecciones de Estados Unidos. La vicepresidenta, Kamala Harris, y el expresidente Donald Trump se enfrentan en un duelo épico el 5 de noviembre, en un contexto de creciente violencia política y ansiedad sobre el futuro de esa democracia.
Hablando sobre los ciclos electorales y la política estadounidense, el historiador israelí Yuval Noah Harari preguntó recientemente en el programa televisivo The Daily Show: “¿No sería mejor que fueran un poco más aburridos?”.
En cambio, nada indica que en Uruguay la votación presidencial vaya a ser histórica, épica o trascendente fuera de fronteras.
“¿Por qué debería?”
Este país de 3,4 millones de habitantes ha evitado por ahora los niveles de polarización política tóxica de otras sociedades.
Los candidatos han coincidido en eventos sin sacarse chispas, incluso entre sonrisas, y el presidente caminó hace poco por el Centro de Montevideo sin un gran aparato de seguridad alrededor, como hacían también Mujica y otros de sus predecesores.
La economía uruguaya, considerada una de las más prósperas de la región, ha crecido anualmente desde 2010 un poco por encima o debajo del promedio sudamericano sin los sobresaltos de países vecinos, excepto por el desplome de la pandemia.
“En este país a nadie se le ocurre poner en riesgo la estabilidad macroeconómica”, dijo en junio Orsi, un exintendente de Canelones, el segundo departamento más poblado de Uruguay.
“Es parte de una lógica que atraviesa los partidos”, agregó en un evento del semanario local Búsqueda.
El Banco Mundial resume que “Uruguay se destaca en América Latina por ser una sociedad igualitaria, por su alto ingreso per cápita y por sus bajos niveles de desigualdad y pobreza”.
Orlando D’Adamo, un experto argentino en opinión pública y psicología política que ha trabajado en varios países latinoamericanos, cree que ese equilibrio relativo de Uruguay es el motivo por el cual sus elecciones son “más aburridas” que otras en la región.
“La estabilidad democrática nadie nunca dijo que fuera divertida, pero por otro lado está llena de beneficios”, explica. “Un país fuerte institucionalmente y que no ha sufrido en los últimos 20 años ninguna situación que podamos describir como crisis económica grave, ¿por qué debería tener un cambio de gobierno radical?”.
“Desde afuera no he escuchado nunca a nadie decirme que el funcionamiento político democrático de Uruguay no sea envidiable”, dice D’Adamo a BBC Mundo.
“No pasa nada”
Uruguay se destaca por la continuidad de sus políticas más allá del partido en el gobierno, incluso para mantener iniciativas innovadoras en áreas como la energía renovable o la legalización de la marihuana.
En su libro “Repúblicas defraudadas”, el politólogo peruano Alberto Vergara observa que la constancia y el pluralismo político han sido claves en el progreso uruguayo.
Pero, en diálogo con BBC Mundo, Vergara explica que en política “hay una línea delgada entre la predictibilidad y la inercia”.
Uruguay incluso enfrenta grandes desafíos que fueron soslayados en esta campaña o abordados de forma apenas superficial.
Han faltado propuestas y discusiones de fondo sobre cómo reducir la criminalidad en un país cuya tasa de homicidios se aproxima a 11 cada 100.000 habitantes, varios puntos arriba de Argentina o Chile, aunque menor que en Brasil o Ecuador, atribuida en buena medida a la expansión del narcotráfico.
Con la seguridad pública siendo la mayor preocupación de los uruguayos, según sondeos, los políticos se han dedicado a endilgarse culpas en este tema antes que a lograr posibles acuerdos.
Tampoco se han buscado consensos para atacar la pobreza infantil, pese a que el problema afecta al 20% de los niños menores de 6 años en Uruguay —el doble que entre la población general— y a que Unicef planteó la “necesidad urgente” de implementar políticas integrales en esta área.
Una encuesta de Cifra en agosto mostró que más de la mitad de los uruguayos (53%) cree que el próximo gobierno debe «hacer muchos ajustes» o «cambiar de rumbo».
Así las cosas, algunos advierten que el lado negativo del status quo que brinda estabilidad al país es que vuelve difíciles los cambios, aun en retos como la reforma del Estado que cada nuevo gobierno considera clave.
“Hay una enorme falta de rebeldía y de arrojo por cambiar las cosas, porque todos estamos más o menos cómodos”, dice Martin Bueno, un abogado uruguayo experto en tecnologías de la información. “Pero después hay un Uruguay que la está pasando bastante mal y seguramente, si no hay cambios estructurales, no va a mejorar demasiado”.
“Mientras nosotros no generamos cambios, el mundo avanza muy rápido, cada vez más”, observa. “Y, con todo lo bueno y lo malo que tiene, en Uruguay no pasa nada”.
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