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La autoayuda de los animales domesticados

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Mi amigo el pingüino cuenta una historia, basada en hechos reales, sobre un hombre mayor que consigue la amistad de un pingüino que lo visitó en Brasil, durante ocho años, viajando desde la Patagonia.

Es un tipo de película de buenos sentimientos y paternalismo ecológico, que se ha ido instalando en el mercado global, para subir la autoestima del espectador y brindarle algunas dosis de esperanza, ante un mundo cada vez más caótico, complejo y en estado de conflicto.

Ni hablar de cómo funciona una cinta así en el contexto del cambio climático y la pérdida de ciertas especies.

Por tal motivo, hemos visto que las redes sociales han puesto de moda a los nuevos influencers del último trimestre del año: el bebé hipopótamo Moo Deng y el fenómeno de Pesto, el pingüino de 9 meses que es más alto que sus padres.

Ambos animales cautivan los corazones del mundo, porque nos conectan con varios imaginarios y arquetipos aspiracionales, sirviendo de contraste frente a los avatares y problemas del planeta.

Moo Deng y Pesto nos sumergen en el espacio seguro de una infancia y de un reino animal protegido, donde nos hace ilusión el retorno a la inocencia y ser testigos del milagro de la vida.

Los animales no nos van a decepcionar, siempre estarán ahí para nosotros, siendo bonitos y gorditos, alegrándonos el día.

Pero sabemos que nuestro ecosistema y el de la fauna salvaje, no es tan color de rosa y manual de autoayuda, como lo pintan los videos virales y la explotación por el poder de lo “cuqui” que ofrecen los contenidos dedicados a las mascotas del momento.

Sin embargo, Mi amigo el pingüino se sitúa en un justo punto medio, que la convierte en una película digna de la estima de propios y extraños, a pesar de sus criterios de adaptación.

Cuesta entrarle a la película, por su primera condescendencia con el lenguaje universal de la “feel good movie”, hablada en inglés, aunque la historia transcurre en Suramérica.

Al principio hay otras cuestiones de producción que chirrían un poco.

Aun así, la película va encontrando su tono que es el de una clásica trama de superación y redención, acerca de un pescador que tuvo la pérdida irreparable de un hijo y que lo compensó con su afecto por un pingüino que le llegó como una segunda oportunidad, como una ofrenda mística, como un regalo de los dioses.

Entre los dos se establece un vínculo que sobrepasa las explicaciones y que se transformó en una noticia positiva que nos recuerda el valor de la integración entre las especies y las razas, en un tiempo que se separa por fronteras, disputas territoriales y guerras.

Los pingüinos vuelven a demostrar su impacto en el cine, desde largometrajes como La marcha de los pingüinos, pasando por Madagascar hasta concluir en las versiones críticas de los documentales de Herzog, quien asegura que se nos manipula con relatos de fantasía, como de Disney, cuando todo es más parecido a una pesadilla de Darwin.

En tal sentido, Mi amigo el pingüino no ignora los dilemas del entorno, denunciando las amenazas de la contaminación y los intereses de los propios grupos verdes, que generan un impacto al interferir con sus investigaciones y estudios que aspiran a subsidio.

De modo que la película no oculta las dificultades, si acaso las matiza para una audiencia familiar.

Ahí radica su mérito como un filme sutil, una cálida sorpresa que se beneficia de un papel modesto de Jean Reno, que nos sube el ánimo con su grandeza para encarnar a un hombre humilde que se transformó en leyenda, al hacerse amigo de un pingüino, respetando sus leyes de la naturaleza.

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