Eran muchas, y muy comprensibles, las expectativas, o las intrigas, que sugería esta conjunción de una de las orquestas más antiguas y prestigiosas de Europa, si no del mundo, célebre, además, por ciertas y observables posturas de género y de selección de sus músicos, con un joven director latinoamericano de 37 años a quien -YouTube mediante- muchos tienen identificado, de modo muy reducido, con la alegría del “Mambo” del West Side Story de Bernstein y con los muchachos y las muchachas de la Orquesta Sinfónica Juvenil Simón Bolívar vestidos con chaquetas con los colores de la bandera venezolana.
Los preconceptos chocaron bruscamente con dos realidades absolutamente concretas: la Filarmónica de Viena tiene (algunas) mujeres en sus filas y, por momentos, luce mucho más desenvuelta y menos seria o disciplinada de lo que, históricamente, siempre lo ha sido. Y, por otra parte, Gustavo Dudamel demostró, una vez más, que es un músico excelente, con una madurez llamativa y lejos de cualquier estereotipo que lo acerque a un showman de la batuta.
Con todo, de esta feliz alianza, quedaron algunos reparos minúsculos que, no obstante y por supuesto, en nada menoscaban las ponderaciones que a la orquesta y a su director les caben y que, por otra parte, despertaron una ovación tan estruendosa que se extendió, a pura justicia, por varios minutos.
La Filarmónica de Viena, vaya novedad, está conformada por músicos estupendos que le otorgan una sonoridad rayana en la perfección. Los solistas jamás desentonan, la afinación general es siempre intachable y es increíble, si no milagrosa, la cantidad de colores, matices y sutilezas que Dudamel puede extraer de la orquesta, menester es decirlo, con mínimos y hasta recatados movimientos, en las antípodas de esos directores cuyas coreografías espectaculares parecen más destinadas al público que a un mejor funcionamiento colectivo. Sólo por señalar un ejemplo, los cinco acordes en diminuendo que concluyen el tema de las Variaciones Haydn deberían ingresar al museo de las delicadezas musicales más exquisitas.
Al mismo tiempo, en esa misma hipotética exhibición de finuras musicales debería aparecer también ese sonido pleno, tan estruendoso como absolutamente transparente y clarísimo, que los vieneses desplegaron en esos tutti explosivos tan propios de la Cuarta sinfonía de Chaikovsky. Con pericia suprema, dentro de la altisonancia más estrepitosa, Dudamel logra un balance extraordinario en el que las cuerdas sobresalen impetuosas por sobre los bronces y se escuchan impecables las maderas al tiempo que los platillos jamás suenan hirientes. Una gran orquesta y un director extremadamente detallista y capaz. E insistimos, todo esto conseguido a través de movimientos y gestos exiguos, si se quiere, hasta muy similares en uno u otro extremo.
Con esta orquesta y este director cabría lamentarse de que hayan sido escogidas dos obras de Brahms como la Obertura festiva y las Variaciones Haydn, dos creaciones intachables pero también “menores” en comparación con sus sinfonías. Tal vez faltó alguna festividad más manifiesta, aún dentro del espectro brahmsiano, en tanto que las Variaciones…, excelentemente interpretadas, son una sucesión de cuadros que no alcanzan a completar esos dramas intensos y maravillosos que laten y viven dentro de cada una de las sinfonías de Brahms. Y con la Filarmónica de Viena en Buenos Aires fue una pena no haber podido gozar de alguna de ellas.
Si la primera parte transcurrió perfecta y también algo anodina en cuanto a efusiones, con Chaikovsky la Orquesta de Viena expuso (casi) toda la emocionalidad que el compositor ruso requiere. Pero en tren de plantear alguna exigencia extrema, sobre todo en función de lo que semejante orquesta y semejante director pueden ofrecer, es de hacer notar que el segundo movimiento sonó un tanto contenido, más exacto y literal que lírico, cambiante y envolvente, y que, en general, algunos solistas denotaron más su contención o regulación vienesas que las tan necesarias como vehementes y exaltadas pasiones rusas. En algunos pasajes, primaron las precisiones por sobre las respiraciones, los rubati y las vibraciones.
Tras el final apoteótico y perfecto de la Sinfonía Nº4, de Chaikovsky, los aplausos y el estruendo se instalaron poderosos. Dudamel, según su costumbre, no se sube al podio para saludar al público, sino que se mantiene a un lado y deja que sea la orquesta la que reciba todos los encomios. Pero sí se subió al pedestal para ofrecer dos piezas fuera de programa. Primero, para salir de tanto romanticismo europeo, dirigió una versión deliciosa del “Vals” del Divertimento para orquesta, de Bernstein, y después, como corresponde y como era esperado, casi con piloto automático, la orquesta se despidió con Winterlust, una polca en este caso no de Johann Strauss, hijo, sino de su hermano Josef, para el caso, exactamente lo mismo. Un perfecto y muy vienés final de fiesta.
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