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Baratura de una amarga experiencia

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Entre nosotros, difícilmente haya precedentes respecto a un régimen de tan extraordinarios bajos costos económicos y, a juro, políticos. Gracias al empleo selectivo y eficaz de la fuerza bruta, a una aparente superioridad moral que la mentira más descarada les reporta, y a las guerras foráneas que cumplen con ese otro convencionalismo como es el incremento inmediato de los precios del petróleo, el socialismo del siglo XXI se le antoja lo mejor, bueno, bonito y barato a una izquierda comprometidamente antioccidental, mientras duren sus afanes suicidas.

Por numerosas que sean las protestas espontáneas, no tienen la presión política necesaria para convertirse en una demanda actualizadora, eficaz y consistente, por poderosa y sentida que se diga y realmente lo fuese. Vaciada por la (auto)censura, no hay caja de memoria alguna respecto a los fundamentales indicadores económicos, demográficos, educativos, nutricionales, u otros que le den energía y sensatez a las fórmulas alternativas a un sistema (y sistemia) profundamente depresivo.

El gobierno socialista de esta centuria no soportaría siquiera el mínimo peso que conocieron muy antes los gobiernos democráticos respecto a las grandes y pequeñas exigencias salariales, alimentarias,  hospitalarias, inmobiliarias, transportadoras, antidelictivas, con moderación del costo de la vida. Y tampoco resistiría las bulliciosas y perturbadoras denuncias e investigaciones periodísticas y parlamentarias, forzando el juego institucional, o las recurrentes perturbaciones del orden público, incluyendo las protagonizadas por los celebérrimos encapuchados de motivos tan fútiles como el adelanto de los días de asueto en alguna universidad.

Puede conocerse con demasiada dificultad de la ejecución del presupuesto público nacional, su monto definitivo y los niveles de endeudamiento, y los verdaderos aportes que cada órgano, despacho e instancia del gigantesco Estado hace a la población, incurriendo en la menor inversión posible, configurando partidas muy exiguas que dependerán de un eventual crédito adicional, o procurando medios lo suficientemente precarios para suscitar una suerte de lobby clientelar. Además de la consabida la enorme carga fiscal y parafiscal que recae sobre la ciudadanía, reservada enteramente la administración de los fondos petroleros a favor del ejecutivo, permite deducir el bajísimo costo económico y político de un prolongado ciclo, cual pieza maestra de la preingeniería totalitaria.  No obstante, inadvertido todavía por la genuina oposición, seguimos entendiéndonos en un particular lenguaje que nos relega a la única caja de diálogo con insumos que rápidamente empobrecen por sus eufemismos e invectivas.

En efecto, herencia de una larga tradición descompuesta y tergiversada, políticamente nos entendemos en clave de telenovela de baja producción que posterga el capítulo final ad infinitum, consumadamente maniquea y cursilera, promesa de sendos momentos estelares que le deben más a la fantasía que a la realidad, holgura de todo resentimiento vanidoso (o vanidad resentida), compendio de gestos grandilocuentes y efímeros, profundamente ignorante, obstinadamente temeraria.   Suele fracasar con el suspenso, irremediablemente artificioso, más de las veces, generando expectativas que parten de un supuesto inadmisible: la inmadurez política de una masiva audiencia a la que se puede ilusionar con la inminencia de un milagro de redención, como aquella pobrísima doncella vilmente engañada por el embarazador de un único acto de los mil apuros que se descubre heredera de un significativo porcentaje de acciones de SpaceX que resultaron mejores que las arqueológicas de Cantv.

El discurso del poder (e, ¿inevitable?, contrapoder retroalimentador), apela a la misma y tediosa escenografía, los empeños de un manido protagonista, el espejismo de un capitulo superdefinitivo que ha tardado veinticinco años. No es común el escaso costo económico de una experiencia política por la que nadie absolutamente responde, apostando por pasar la página.

Habitual recomendación, importa y mucho pensar fuera de la caja, por lo demás, lanzada a la intemperie, que yace como una obra de arte contemporáneo en tributo de nuestras necedades telenovelescas. Ya no hay cartón para que el CLAP distribuya, comprendidos todos como los bolsas de una ínsula de Barataria: valga acotar, alguna vez soñamos el Arauca, uno de los cuatro cajones apureños.

@luisbarraganj

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