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El primer ministro de hierro de Israel

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En su país, la izquierda lo considera cínico, intrigante y corrupto; la derecha le ve cansado, débil y poco ambicioso. En el extranjero, casi todo el mundo le odia y desconfía de él. Y, sin embargo, nadie puede negar su maquiavélico dominio del juego sucio en la política, nacional e internacional. La historia moderna solamente ha producido dos figuras que se ajusten a esta descripción. La primera es el llamado Canciller de Hierro de Alemania, Otto von Bismarck. La segunda es el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. Donde dice Bibi –su apodo y el título de su reciente autobiografía- léase Bibismarck.

Netanyahu ha sido primer ministro durante casi catorce de los últimos quince años, menos de los diecinueve que Bismarck ejerció como canciller alemán. Durante casi una década, la cuestión central de la política israelí fue si Bibi debía quedarse o irse. Entre 2018 y 2022, Israel celebró cinco elecciones en las que uno de los gritos de guerra de la oposición era «Bibi no». En agosto del año pasado, Israel se vio sacudido por protestas contra Netanyahu que sacaron a cientos de miles de personas a las calles, entre ellas casi todos los miembros de la élite cultural e incluso militar del país.

El ataque sorpresa del 7 de octubre fue aparentemente el último clavo en el ataúd político de Netanyahu. Sin embargo, Bibi sigue sentado en su despacho de Jerusalén; sigue siendo primer ministro. Tras el aniversario del 7 de octubre, vuelve a estar por delante en los sondeos. Y no es de extrañar. Hamás ha sido doblegado en gran medida en Gaza, y los combatientes que le quedan permanecen confinados en túneles bajo un montón de escombros. Y lo que resulta más impresionante, Israel ha llevado a cabo la operación clandestina de mayor éxito del siglo XXI, mutilando a unos 3.000 militantes de Hizbolá con localizadores explosivos. Y en Líbano libra una guerra aunque no se reconozca oficialmente, tras atacar más de 5.000 objetivos en el último mes y eliminar a 16 de los agentes más importantes de Hizbolá.

Hace dos semanas, Bibi asistió a la Asamblea General de la ONU, y citaba, desafiante, al profeta Samuel: «La eternidad de Israel no vacilará». Media hora después de bajar de la tribuna, desde su hotel en el Upper East Side de Manhattan, ordenaba el asesinato de Hasán Nasralá, el aparentemente invencible secretario general de Hizbolá. Netanyahu fue aún más lejos. En un vídeo dirigido al pueblo iraní, insinuó que Irán «será libre antes de lo que la gente cree».

Poco antes de escribir estas líneas, Irán ha lanzado más de 180 misiles balísticos contra Israel. A juzgar por cómo actúa últimamente, es posible que Netanyahu aproveche la oportunidad para golpear al ‘pulpo’ iraní en la cabeza, con la intención de derrocar la teocracia de Teherán, o al menos asestar un golpe a su programa de armas nucleares.

Cuando nos reunimos con Netanyahu en Jerusalén en febrero, nos sorprendió su actitud ‘bismarckiana’. A lo largo de nuestra conversación, no dejaba de mirar de reojo el mapa de Oriente Próximo que cuelga de la pared de su despacho, como para recordarse a sí mismo la difícil tesitura de su país. Bismarck decía que su mapa de África era un mapa de Europa. El mapa del mundo de Bibi es un mapa de Israel, diminuto y rodeado de enemigos.

A la pregunta de qué podría pensar de él un futuro historiador dentro de 20 o 30 años, respondía: «Estados Unidos estaba en declive. Pero Israel fue capaz de resistir las ambiciones regionales de Irán derrotando o conteniendo los tentáculos del pulpo». Añadía que, al perseguir este objetivo, siempre procuró evitar enemistarse con las ‘superpotencias’, refiriéndose a Rusia y a China. El futuro historiador podrá añadir que, al centrarse implacablemente en la amenaza iraní, Netanyahu consiguió tender puentes con los Estados árabes, incluidos los del Golfo, al tiempo que aislaba a los palestinos. Los Acuerdos de Abraham no fueron resultado del idealismo, sino de una ‘realpolitik vintage’.

Es más, al igual que Bismarck, Bibi ha combinado una política exterior astuta con una política interior astuta. Nombró al izquierdista Yair Lapid como ministro de Finanzas, al derechista Itamar Ben-Gvir como ministro de Seguridad Nacional y movilizó a las masas conservadoras contra la burguesía liberal con el pararrayos de la reforma judicial, dividiendo una y otra vez al país para asegurar su propia posición política.

En el Krav Maga, el arte marcial nacional de Israel, para zafarse de la maniobra del estrangulamiento, hay que golpear al adversario en la cabeza con la mano libre, desorientarlo y pasar a la ofensiva. El estrangulamiento de Israel, antes y después del 7 de octubre, era evidente. Los apoderados iraníes –Hamás, Hizbolá, los hutíes y la Yihad Islámica palestina– lo amenazaban desde múltiples flancos. Ahora tenemos una idea de cómo Netanyahu pretende salir de él.

Tal vez la similitud más profunda entre el Canciller de Hierro y el Primer Ministro de Hierro sea su forma de ver la historia. La supervivencia es más importante que la ideología, un principio que se extiende tanto a la propia carrera política como a la vida del Estado. Bismarck nació en 1815. Su trayectoria política sigue el auge y la caída del Sistema de Congresos de las grandes potencias. Netanyahu nació en 1949. Su trayectoria política sigue el auge y la caída de la ‘Pax americana’.

Tras vivir las revoluciones de 1848, Bismarck llegó a la conclusión de que el avance de la modernidad era imparable. El padre de Netanyahu enseñó a este que la historia judía es una «historia de Holocaustos». El conservadurismo de los dos hombres quizá tenga sus raíces en este pesimismo esencial. Netanyahu, a diferencia de sus aliados colonos, puede imaginar muy fácilmente un mundo en el que Israel ya no exista. A diferencia de sus adversarios de la izquierda, no puede imaginar un final de la historia utópico. La cuestión clave para Israel es qué viene después de Netanyahu. La crítica de Henry Kissinger a Bismarck era que es imposible institucionalizar un ‘tour de force’ de varios años. Lo mismo puede decirse de Bibi. No tiene un sucesor claro, y eso es a propósito. El panorama político israelí está plagado de protegidos convertidos en enemigos: el ex primer ministro Naftali Bennett, el exministro de Defensa Avigdor Lieberman, el exministro de Defensa Moshe Yaalon y el exministro de Justicia Gideon Sa’ar (aunque Netanyahu consiguió convencerle para que volviera al Gobierno).

La opinión de Netanyahu de que no hay nadie a la altura de las circunstancias podría ser cierta. Pero después de Bismarck vino Caprivi. Y finalmente llegó Bethmann-Hollweg, el canciller cuyos errores de cálculo sumieron a Europa en la guerra de 1914. Los más probables sucesores de Netanyahu en el partido Likud son populistas declarados sin su sensibilidad histórica ni su facilidad para el idioma inglés. Así pues, deja a su país un futuro tan incierto como el que Bismarck dejó al suyo. Ser el Bismarck israelí no es poca cosa. Pero la historia de Bibi podría tener un final amargo.

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