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Una vida para vivir, un minuto para morir

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Somos testigos de una paradoja ineludible, cavilamos sobre el enigma de la vida y la inevitabilidad de la muerte. Filósofos, pensadores y todos, intentan desentrañar el sentido de esta dualidad inquebrantable; inmersos en la existencia de aprendizajes, experiencias y emociones, sin embargo, un minuto fatal pone fin a lo que llamamos vida. ¿Cómo entender la estancia en este mundo? ¿Qué significado tiene un segundo que transcurre ante la certeza de mortalidad?

«Una vida para vivir, un minuto para morir» más que una frase lapidaria, encapsula la tensión existencial, donde el tiempo otorgado se encuentra en constante amenaza por la naturaleza frágil, efímera de la realidad. La pregunta que se debe hacer no es solo cómo vivir, sino también cómo prepararse para el inevitable final.

Desde la perspectiva del existencialismo, es un recorrido de significados. No se vive por el acto de respirar o subsistencia biológica; sino para buscar dotar de sentido cada día, acción y relación que entrelazamos en este espacio temporal. No obstante, acompañada por una seguridad inevitable: la muerte. Al final de cada ilusión o sueño, es el único desenlace seguro. Y es, en esa finitud, donde se encuentra la fuerza de las aspiraciones.

Heráclito recuerda que «todo fluye», es imposible bañarse dos veces en el mismo río, porque tanto el río como nosotros cambiamos a cada instante. Señalando que la transitoriedad de la realidad y el dinamismo define la experiencia vital. El segundo que transcurre, es irrepetible. No se puede volver atrás, y, sin embargo, en esta naturaleza fugaz, radica el valor de la vida.

La vida es un regalo de tiempo y momentos limitados, pero desconocidos, que invitan a construir nuestro ser, realizar sueños y formar conexiones. Esta capacidad para moldear el destino es una de las características más sublimes de la experiencia humana. 

En la búsqueda de darle sentido a la presencia, el hombre desarrolla herramientas para medir y organizar el tiempo: relojes, calendarios, eras históricas, pero apenas ofrecen un espejismo de control sobre algo que escapa a la voluntad. Se pueden colmar los días de actividades, establecer metas y trabajar incansablemente por un futuro, pero la incerteza de cuándo llegará ese último minuto persiste.

La filosofía estoica, desde Séneca hasta Marco Aurelio, insta a reflexionar sobre la naturaleza fugaz del tiempo. Y, señala que vivir bien no significa prolongar días, sino aprovechar cada hálito de manera consciente, con sentido de propósito y gratitud.

El otro lado de la ecuación, es igualmente poderoso. La vida es un campo de posibilidades, la muerte, única certeza. A diferencia del tiempo que percibimos eterno, el óbito llega en un instante, y en un suspiro lo construido, soñado, relacionado y logrado se desvanece. Una dura realidad, pero inescapable verdad: somos finitos.

El «minuto para morir» no es una metáfora sobre el fin de la vida física, sino advertencia sobre la vulnerabilidad de la certitud. Aparece de repente, inesperado y abrupto, notificando la precariedad del tiempo. Este gemido decisivo, último aliento, coloca en perspectiva quehaceres previos. ¿Qué logramos? ¿Qué dejamos sin hacer? ¿Qué legado construimos?

«Una vida para vivir, un minuto para morir» invita a reflexionar sobre la lasitud y valor del tiempo. Un llamado a vivir con mayor consciencia, valorar cada instante como único e irrepetible, y recordar que el fallecimiento no es un final trágico, sino parte intrínseca del viaje. En el reconocimiento de la mortalidad, está la clave para una vida plena y significativa. Al final, no es el temor a la muerte lo que debería dominarnos, sino la falta de vida en los minutos que se nos conceden.

La vida pende de un hilo. Vivamos como si cada día fuera el último, no con desesperación, sino con gratitud, propósito y la firme convicción de que, al enfrentar nuestro «minuto para morir», habremos vivido dignamente. Cada día es una oportunidad para edificar un legado, experimentar y apreciar la belleza de la existencia. Vivir bien es, la mejor preparación para sucumbir en paz.

Las culturas ancestrales, desde la Antigua Roma hasta el pensamiento budista, han cavilado por siglos sobre lo inexorable de la muerte y su papel en la vida. Para los imperturbables, la meditación sobre la expiración era práctica esencial para vivir una vida virtuosa. El budismo enseña el concepto de la impermanencia -anicca- como una de las tres características de la existencia. Todo lo que nace, cambia y muere. Ignorarlo es vivir en la ilusión; aceptarla es alcanzar una forma de libertad.

En la intersección entre la vida y la muerte está el secreto del auténtico significado: aprovechar para vivir con propósito, pasión y agradecimiento, sabiendo que, un santiamén, sería el último. Y es en esta paradoja, infinitud y finitud, donde hallamos el sentido de humanidad.

En este contexto de vida momentánea, el término se erige como final común, sin importar posición social, riqueza acumulada u obras realizadas. Cicerón sostenía que «filosofar es aprender a morir», afirmación que contempla la muerte no con temor, sino como parte integral del ciclo de la vida. 

@ArmandoMartini

 

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