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El mal no existe

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El mal no existe se estrena en Venezuela, precedida por la buena racha de su director, Ryusuke Hamaguchi, tras ganarlo todo con la película Drive my Car.
Se le considera un portento del cine japonés contemporáneo, un seguidor de los pasos de Kurosawa y el sentido plástico de autores como Kitano. Pero Hamaguchi tiene un estilo propio, una identidad que no surge a cada rato o se compra en el supermercado de ocasión.
Es el tipo de directores y creatividades que rompen con el diseño algorítmico que nos asedia desde la homogeneidad de la cartelera, con sus productos en serie, hasta en el ámbito de los servicios de streaming. Por eso su lanzamiento en el país constituye un acontecimiento, un emprendimiento de riesgo que debemos agradecer al esfuerzo de Edgar Rocca, quien se ha tomado como un proyecto personal el hecho de programar comercialmente el mejor cine del continente asiático, estrechando lazos culturales y sirviendo de inspiración para generaciones que quedarán marcadas por la huella de los realizadores que consigue distribuidor.
Recordar que de Edgar Rocca es el mérito de poder ver Parasite en Venezuela, obra maestra de Corea del Sur, un fenómeno planetario que impactó en nuestras salas.
De igual modo, Rocca consiguió los derechos para difundir la laureada cinta de Hamaguchi, Drive my car, en el Festival de la Crítica de Caracas, bajo su gestión como director del certamen.
Así que disfrutar de “El Mal no existe” en el Multiplex del Tolón, el día de ayer, ha sido un lujo y un privilegio que este crítico no quiere pasar por alto, considerando las dificultades de acceso por las que atravesamos.
Ni hablar de un contexto que ha frenado la economía y que impide el desarrollo de la iniciativa independiente.
Desde ahí, “El Mal no existe” conquistó mi mente y mi corazón, al narrar la historia íntima de un hombre retirado en las afueras de Tokio, que desea vivir en paz y en perfecta comunión con la naturaleza. Poco sabemos de él, de su pasado, porque apenas pronuncia palabra.
Sin embargo, el realizador sutil que es Hamaguchi, irá dosificando la información como un pintor impresionista que va sembrando huevos de pascua en su lienzo, para que los espectadores más pasivos se activen y cierren el cuadro.
Conoceremos de su total entrega por su hija, de la muerte de su esposa que lo ha marcado a fuego, de un luto que ha aprendido a sobrellevar con trabajo y resiliencia, ofreciendo su labor al cuido de la montaña.
Los primeros minutos evocan una melancólica utopía nipona, de costumbres modestas, como de Perfect Days y La Isla Desnuda de Kaneto Shindo, cuyas rutinas silenciosas parecen reencarnar en el fresco hermoso de El mal no existe.
Pero pronto, en el segundo acto, el equilibrio ecológico se rompe por la cultura de la ambición y la codicia, que prioriza la rentabilidad operativa por encima del orden del bioma, del ecosistema.
Sucede que un grupo financiero ha recibido un subsidio, para habilitar un desarrollo turístico en la zona del protagonista, donde instalarán campings “glam” para los citadinos y excursionistas de otros países.
Hay una asamblea para discutirlo que supone un acierto y un ejemplo de puesta en escena. Un referente de resistencia para tener argumentos a la hora de defender nuestros derechos ante los que planifican sin tener el mínimo tacto y noción del impacto negativo de sus acciones.
Salvando las distancias, me rememora algunas polémicas que se dan en Venezuela, a raíz de buscar explotarla por los cuatros costados, a pesar de los resultados tóxicos y contaminantes, de los efectos perniciosos y sectarios.
Por ejemplo, la mala idea de privatizar playas públicas, al concederles un derecho de frente tácito a los especuladores que llenan las orillas de toldos, a troche y moche, para que o pagues 30$ o te vayas.
Una injusticia que solo existe en nuestro país.
Les desigualdades de la Venezuela Premium. Porque ni en Miami, que tienes kilómetros de arena para echarte y broncearte.
Volviendo a El mal no existe, les recomiendo que la aprecien en su debido entorno y que saquen las conclusiones correspondientes, de cara al futuro y el presente.
El resto no puedo contarlo o adelantarlo, porque explica la bella y cruda metáfora del título.
Solo decir que Hamaguchi refrenda la consistencia de su carrera y su capacidad de plantear problemáticas muy serias, con una impronta simbólica, minimalista y abstracta que le pertenece al panteón del gran cine japonés.
Es su legado y es un honor tenerlo como representante del alma humana, como ejemplo para las artes vivas.
El japonés que da la hora en el cine está en Venezuela.
No es una moda, un sueño, es una realidad.
Experiencia inolvidable.

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