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El color de la tierra de Francisco Tamayo

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Don Francisco Tamayo Yépez (1902-1985), en la sabana de la Estación Biológica de los Llanos (Calabozo), de la cual fue promotor / Foto: S. Foghin, 1977

 

La tierra, como ámbito de lo viviente y de lo inanimado, pero, sobre todo, la tierra venezolana, constituyó la pasión de Francisco Tamayo. Lo captó, lúcidamente, Luis Alberto Crespo Meléndez, en los títulos de dos ensayos: “Con tierra de Francisco Tamayo” y “Si Venezuela fuera como Francisco Tamayo” [1]. Dice Pedro Francisco Lizardo que Tamayo “ha hecho del conservacionismo (…) toda una fascinante religión, porque tiene un espíritu muy religioso (…) a pesar de no serlo” y “como buen panteísta no cree en Dios, aun cuando lo sospecha en todas las cosas” [2].

La obra de Tamayo como botánico y conservacionista, además de educador de larga y fecunda trayectoria, es ampliamente conocida y toda ella refleja una visión integral del medio ambiente. Esto se aprecia, por ejemplo, en el extenso artículo de 1941, titulado Exploraciones botánicas en la península de Paraguaná [3], así como en el prólogo que Tamayo escribiera, treinta años más tarde, para una edición del Manual de las plantas usuales de Venezuela, obra magna de su maestro Henri Pittier, escritura de 20 páginas que debería estudiarse, detenidamente, en cualquier curso relacionado con la conservación ambiental.

Cerro Santa Ana, Península de Paraguaná. En diciembre de 1939, el botánico Francisco Tamayo exploró la Península y ascendió a la cima de la montaña, de la cual describió su vegetación y explicó el origen de las fuentes de agua que manan en sus faldas / Foto: S. Foghin, 2010

Entre los libros de Francisco Tamayo, son obras de culto Los Llanos de Venezuela, publicado originalmente en 1961 por el Instituto Pedagógico de Caracas y Camino para ir a Venezuela, editado por la Universidad de los Andes en 1962. No menos importantes son Léxico popular venezolano y Juan Quimillo y Juan Salvajito, entre otros. No obstante, parecieran ser poco conocidos los ensayos periodísticos del sabio larense, en gran parte publicados en el diario El Nacional entre 1952 y 1982. Más de medio centenar de estos artículos se encuentran recopilados en el libro El color de la tierra. Vivencias y reflexiones, editado por el Congreso de la República en 1987, dos años después del fallecimiento de Francisco Tamayo. Como es de esperar, esta obra, de 406 páginas con prólogo de Ramón J. Velásquez, sólo es posible adquirirla en algunas librerías de viejo, lo que puede decirse también de todos sus otros libros.

En El color de la tierra, con deleitante prosa, Tamayo desarrolla variados temas sociológicos, ecológicos, etnográficos y antropológicos. Entre estos ensayos, merece mención especial una serie dedicada a la población guariqueña de Palo Seco, situada entre Calabozo y El Sombrero, de la que el acucioso observador desentraña el origen y la evolución. Del mayor interés son también artículos como “Los campesinos en el cinturón de miseria”, “Influencia de la pulpería sobre el ámbito rural”, “La llanura anemófila”, “Más allá de Akurimá”, “La lección de la verdolaga” y “Por quitar el polvo no se cobra”, citados aquí sólo a modo de ejemplo de la variedad de temas desarrollados, puesto que todos, sin excepción, son de un extraordinario valor para la formación de conciencia ambiental y ciudadana, además, como se ha dicho, de constituir muy placentera lectura.

Al cumplirse 122 años del nacimiento de Francisco Tamayo, cabe preguntar: ¿Cayó en suelo estéril la simiente de su pedagogía ambiental? Cuando se comprueban, entre otras realidades, las deplorables condiciones del lago de Maracaibo y del lago de Valencia, la degradación de la selva pluvial por la minería ilegal o cuando toca leer espeluznantes titulares, como “Prefiero sacar oro que ir a la escuela” (El Nacional, 20 de septiembre de 2023), la respuesta pareciera ser obvia. Sin embargo, también podría ocurrir que aquella semilla pedagógica que esparciera el antiguo discípulo de otro insigne larense, el maestro José Antonio Rodríguez López, se encuentre en estado latente, como las raicillas que, en las sabanas de Calabozo, tras escarbar la tierra chamuscada por el fuego, Tamayo le mostrara, en cierta ocasión, a Crespo Meléndez. Entonces, el poeta del país ausente le escuchó decir al botánico: “No importa que la candela extinga la hierba: su raíz profunda se mantiene humedecida. Apenas llueva avivará lo que antes era yermo”. Que así sea, don Francisco.

 

[1] Crespo Meléndez, L. A. (2004). El País Ausente. Caracas: Fondo Editorial del Caribe.

[2] Lizardo, P. F. (2001). Elogio y proyección de Francisco Tamayo. Revista Nacional de Cultura, 62(319 p. 67-78.

[3] Tamayo, F. (1941). Exploraciones botánicas en la península de Paraguaná. Boletín de la Sociedad Venezolana de Ciencias Naturales, (47), p. 1-91.

 

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