“La historia me absolverá”. Fidel Castro Ruz
Los líderes suelen abrigar una comprensible ambición: lograr el cometido de alcanzar el poder y devenir entonces jefe de todos los jefes. Igualmente, se postulan para la trascendencia en la memoria de los congéneres, haciéndolo de tal manera que deban ser reconocidos por sus acciones y los que narran el acontecer examinan las susodichas y las valoran o las denostan o los alabarderos que pululan se dedican a esculpir con su nombre la piedra de la posteridad.
No es este modestísimo artículo un intento ni mucho menos por tratar un tema de tanto calado, pero me permito un muy sencillo discurrir a propósito de las turbulencias que nos sobresaltan desde hace unos años de sostenido cataclismo. He llamado al último ciclo de treinta años, preciso, fenomenológicamente, como el ascenso de la mediocridad en esta Venezuela que para muchos esta desahuciada.
A medida que el tiempo pasa, crece un sentimiento de superioridad en los conductores, digo, por lo general así sucede, aunque los verdaderamente importantes saben que destacan, pero cuidan de hacerlo con sus mejores operaciones al servicio de la causa que dijeron defendían, pero sin dejar de marcar distancias.
El demonio acompaña al poder para tentar a los elegidos. El primer capítulo de esa novela existencial comienza con una interrogante: ¿A quién debo el honor? Y seguidamente, otra pregunta: ¿A quién privilegio con el poder que tengo, a mí mismo y a mi entorno o a la empresa que prometí defender o conquistar? La causa, la empresa a la que me refiero, puede y debería ser el interés de la patria a no confundir con el compromiso ideológico que no necesariamente coinciden.
Esa escogencia es la clave de la gestión y reaparecerá en múltiples ocasiones como una duda metódica. La honestidad del actor se pondrá a prueba cuando decida en un sentido o en el otro. Weber nos recuerda la ética por convicción y la ética por responsabilidad y la estatura del hombre de poder, allí se juega impajaritablemente.
Un político venezolano que fue presidente de la república, lo parafraseo, en el acto de asunción pedía que no le dejaran ser un poderoso solitario; sin embargo, al finalizar su quinquenio pudo advertirse que lo habían más bien utilizado, no solo para la satisfacción de los que gobernaron con él y por él, mórbidos, sino también para, en su nombre, beneficiarse, en todos los sentidos. Era mejor persona ese poderoso, pero muy poco solitario, que lo que la crónica, con demasiada e injustificada prisa, registró.
Chou en Lai, no obstante, respondió a la pregunta de qué pensaba de la Revolución francesa, con motivo del bicentenario de esta, con una sorpresiva afirmación y de nuevo parafraseo: «No ha pasado aún suficiente tiempo para que tengamos clara su significación histórica».
Sin embargo, en especial en estos tiempos de instantaneidad, el juicio que se expresa sobre las ejecutorias de los que dirigen y protagonizan por encima de los demás, pareciera suscitar menos prudencia y quizá incluso más osadía; llegado el momento de hacer un balance sobre aquellos que se desempeñaron en la cúspide de la organización societaria.
A fin de cuentas, la historia se llena de señalamientos y se pretende a ratos conclusiva para con algunos y otros, deben esperar que vuelva a hurgarse en ese pasado para diagnosticarlo, cual enfermo, para saber lo que deriva o derivara de su conducta.
La sentencia de la historia puede precipitarse o peor todavía demorarse, aunque si no llega es porque no se notó consecuencia susceptible de ser evocada.
Algunos no esperan que los ensalcen o los denigren. Ellos se permiten en vida dejar sentado que sus actos, también los más controvertidos, a la postre inclusive, serán apreciados como buenos y el resultado de su incidencia los elevará, hasta el panteón de los grandes. Arrogantes, engreídos, soberbios se permiten esa veleidad.
Fidel Castro Ruz apostó a su carisma dentro y fuera, y aunque su labor no resiste los análisis y evidencia un reiterado fracaso, sigue allí después de muerto, aunque, francamente, no creo que apruebe el cuestionario de la historia. La Cuba que vemos, desvencijada de los suyos, arruinada y amargada, es un ejercicio totalitario de un contumaz liderazgo, impuesto a rajatablas, insensible y ontológicamente corrompido. Esa Cuba es la herencia del pretencioso Fidel y sus acólitos, espalderos y epígonos.
Bielorrusia, Corea del Norte y China son versiones del mismo corte, pero con sus características y especificidades empero, de la misma substancia y la Rusia de Putin no se les queda atrás. La historia los observa y el presente los padece y teme lo que puedan generar. ¿Son liderazgos o son modelos de liderazgo?
En Venezuela la figura del caudillo está incrustada en nuestro devenir. Por momentos, creímos que se superaba, pero volvieron. No experimentamos la condición, la calidad de república realmente, sino en el periodo que transcurre de 1958 a 1998. No fue que tuvimos una república civil, sino que solo puede haber república civil. Cualquier otro sesgo de hombres de armas presentes, aunque disfrazados o mimetizados, compromete la esencia misma del ideal republicano.
El cuerpo político y la consciencia histórica recurrieron, animados por la antipolítica y la miopía política de los medios de comunicación, a Chávez y a los militares. Para quitarse un dolor de cabeza con la inconformidad de la democracia con defectos, pero hoy lo sabemos, infinitamente más dignos de la aquiescencia y la valoración de los ciudadanos, nos disparamos en la sien. Trajimos este Frankenstein del chavomadurismomilitarismocastr ismo ideologismo que nos ha despojado de la república, de la dignidad ciudadana y pretende borrarnos de la historia como nación libre.
Pensar en la historia como legado responsable, recogido y autenticado por los glosadores autorizados de la sociedad civil no figura en el plan de los que hoy nos gobiernan. La satrapía ocupa el lugar de la república y la concupiscencia el de la constitucionalidad democrática, y la historia no importa nada para los que solo aspiran otro amanecer para seguir depredando eso que ya olvidaron conceptualmente, por cierto, la patria venezolana.
Felizmente, la historia no ha terminado y también es probable que, aunque no lo parezca, podamos sobrevivir, con el corazón y la conciencia ciudadana resiliente y sostener esta nación desarraigada de muchos de sus vástagos y ganar el “tour de forcé”, como diría Toynbee.
El juego no se acaba sino hasta que termina, recordando a Yogi Berra, y aún queda mucho final con Cristo por delante.
@nchittylaroche
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