Gente sin hogar y filas de migrantes marcan la frontera de Brasil con Venezuela, que años atrás era apenas una parada necesaria para turistas en busca del Monte Roraima que inspiró «El mundo perdido» de Arthur Conan Doyle.
José Peña y su familia recorrieron 1.500 kilómetros hasta llegar a Brasil y se instalaron en un precario campamento a unos metros de la frontera. Una única hamaca, un tendedero y una fogata componen la postal que recibe a quien entra en territorio brasileño.
Pacaraima, con 12.000 habitantes, fue transformada en menos de tres años por la llegada de miles de venezolanos que abandonaron su país sumergido en una aguda crisis política, social y económica.
Entre 500 y 1.200 cruzan diariamente hacia Brasil, calculan las autoridades. Una parte de este flujo es pendular e impulsa la economía local.
Pero otro porcentaje de la migración, que se estima mayor, vino con los bolsillos vacíos y dispuesto a quedarse. La mayoría va hacia Boa Vista, capital de Roraima, donde viven unos 40.000 venezolanos. Pero unos 3.500 se quedaron en Pacaraima.
Este repentino aumento de 30% de la población ha convertido a la apacible localidad en una ciudad bulliciosa, confrontada a un sinfín de nuevos problemas sociales, desde el tráfico de alimentos a la prostitución.
Muchos venezolanos duermen en las calles o en estructuras públicas, como Jonathan Luces, quien vive junto con casi 70 personas debajo de un palco al lado de los hitos fronterizos.
«Está difícil conseguir empleo aquí, pero prefiero vivir así que en Venezuela», dice mostrando la improvisada división de cuartos hecha debajo de la estructura de cemento.
Con tantos y tan repentinos cambios, Pacaraima comienza a resentir la presencia caribeña.
«Aquí todo empeoró, [los venezolanos] no hacen sino robar, por mí pueden cerrar la frontera y no dejarlos pasar más», dice Tuheny Gomes, cajera de una panadería.
Bueno para unos, malo para otros
El masivo flujo de venezolanos ha beneficiado a algunos.
Jonathan do Santos viene cada dos semanas desde Ciudad Bolívar para comprar lo que difícilmente consigue en Venezuela. «Aquí todo es más barato, con 80 reales (25 dólares) allá no compro nada y aquí compro arroz, azúcar, harina, mantequilla, jabón, galletas, jugo y productos de higiene», explica.
«La falta de alimentos allá abrió puertas aquí y nuestro comercio aprovechó eso», dice Ruan Silva, encargado de uno de los pocos supermercados que acepta la devaluada moneda venezolana.
Otro negocio que ha florecido en la transformada Pacaraima es el comercio de divisas. Uniformados con chalecos granate, varios cambistas agitan fardos de bolívares entre los puntos de control de ambos países.
«No hay otra forma de conseguir divisas si no es trayendo efectivo», explica Martín, un cambista que comienza a trabajar antes del amanecer, cuando las filas de refugiados empiezan a formarse.
Al cambiar el efectivo que traen consigo, los venezolanos sufren su primer choque de realidad. Con una moneda que se comercializa en el mercado negro a un dólar por 216.000 bolívares y se desvaloriza aún más en la frontera, los ahorros se diluyen en segundos.
«Hay mucho movimiento y poco dinero, mis ventas han caído porque con esto hay menos turistas, que eran los que traían dinero», lamenta Zilma Rocha, que vende desayunos en la frontera.
Los taxistas de la ruta Boa Vista-Pacaraima coinciden. El trayecto entre ambas ciudades es de 215 km y cuesta 50 reales (15,6 dólares), pero muchos no pueden costearlo y deben seguir camino a pie.
La burbuja del plástico
«Esto es lo que quedó de mi vida», dice extenuado Abilio Méndez, de 46 años de edad, mostrando, al borde de la carretera, dos mochilas tan remendadas como su ropa. Vivía en la costa caribeña y vino a Brasil tras perderlo todo por la crisis.
Sin dinero, decidió caminar la estrecha y caliente BR-174. Una de sus mochilas lleva plástico que trajo para vender por comida.
«Corrió la voz de que el plástico se comercia bien y muchos traen para vender», dice un funcionario aduanero de la carretera que fue reforzada con un puesto militar.
Betsy Campos, de 19 años de edad, mantiene a sus dos hijos gracias al plástico. También de Puerto La Cruz, pasa temporadas en Rorainopólis, segunda ciudad del estado.
Circula entre los dos países hace tres años. Betsy, que dice haber contraído 22 veces paludismo por vender en las minas de oro, espera reunir suficiente dinero en éste, su último viaje, para migrar a Ecuador.
«Esto se salió de control», dice el padre Jesús López, párroco de la diócesis de Roraima, que critica a las autoridades brasileñas por su inacción y a las venezolanas por generar la crisis. «Ellos [los venezolanos] huyen del hambre, de la muerte (…) hay una guerra del gobierno venezolano contra su propio pueblo y mi miedo es que esto no pare», lamenta.
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