“Los habitantes de Icario danzaron entonces por vez primera alrededor del macho cabrío”
Eratóstenes
“Quien quiera enmascararse de sátiro debe matar antes un macho cabrío y despellejarlo”
Aristóteles
Toda formación social tiene objetos peculiares de su fantasía: dioses, semidioses, héroes, mártires, ángeles, demonios o santos que viven inmersos en sus tradiciones populares. Sus historias y hazañas impresionan su imaginación, sus representaciones cotidianas, haciéndose “perdurables”, unas veces con menor y otras con mayor exacerbación, dependiendo del contexto histórico en el cual se encuentre. La memoria es, como dice Hegel, “la horca de la que cuelgan estrangulados los dioses griegos”. Y fue justo sobre el sepulcro divino de la antigüedad clásica que pudo el gran filósofo alemán sorprender el momento en el cual tuvo lugar la formación del mundo moderno, precisamente porque comprendió que el viejo canto del macho cabrío, la vetusta Tragedia, fue la forma literaria en virtud de la cual la crisis de la sustancia ética puso de relieve los primeros signos del traumático rompimiento de lo general y lo particular, de lo público y lo privado. Esta separación, esta fractura -la Trennung-, sigue siendo la clave de comprensión del presente, no solo de Venezuela en particular, sino del complicado momentum que padece la cultura occidental.
En sus exhortaciones por una humanidad opuesta al imperio del odio y la venganza, Antígona, la conocida Tragedia griega de Sófocles, siempre representó para Hegel una opción válida y viviente, respecto del patetismo del ‘deber ser’ y de su fútil moralidad instrumentalizada. De hecho, en el capítulo de la Fenomenología del Espíritu dedicado a la Eticidad, Hegel sugiere que la determinación asumida por Antígona no proviene de un capricho ni de un impulso, sino que se sustenta en una concepción clásica de lo ético que inspira, nada menos, la construcción del Estado occidental, a saber: el surgimiento de la recíproca oposición entre los valores constitutivos de la sociedad civil y los de la sociedad política, los polos que sostienen la tensión del ser y de la consciencia sociales. No obstante, y a propósito de los caprichos, Goya supo representar en los suyos -por cierto, con machos cabríos transmutados en asnos y otras bestias repugnantes, pues aún no se había creado la ignominia de los zapateros giratorios- la tragedia de lo que desde entonces ha sido el profundo y doloroso desgarramiento de la aguerrida y honorable madre Hispania.
De hecho, el Estado occidental, a diferencia del oriental, es el resultado de la relación de oposición de la sociedad civil y la sociedad política. La primera de ellas es el elemento productivo que posibilita la concreción de la hegemonía cultural de un grupo social que termina definiendo el contenido ético del Estado. La segunda, en cambio, es el cuerpo jurídico-político-burocrático-militar que recubre la estructura del tejido estatal. Cuando entre estos dos términos polares existe reconocimiento recíproco –Adequatio– se configura un ‘bloque histórico’ que hace progresar al Estado. Pero cuando entre dichos términos no existe relación entre lo constituyente y lo constituido, cuando entre ambos elementos se manifiesta el alejamiento, la inflexión y la indiferencia recíproca, se produce una profunda contradicción que termina en un conflicto radical. Un conflicto que, al decir de Marx, no pocas veces termina en un proceso de rebelión y desobediencia civil, por más que pueda ser ocultado y reprimido.
Una sociedad política orgánica y fluida no es la que limita sino la que expande. No es la que reprime las iniciativas de la sociedad civil sino la que propicia y resguarda el pleno desarrollo ciudadano. No es la que oprime la libre voluntad, la que pretende controlarlo todo bajo el puño del terror, sino la que lo libera y conduce las exigencias de los individuos organizados al ejercicio público. Es, a fin de cuentas, una cuestión de formación para la madurez, una cuestión de autonomía. Pero en una sociedad en crisis orgánica, entre ambos términos se genera, por su propia dinámica antagónica, el no-reconocimiento recíproco, la experiencia especular en la que cada término, al decir de Borges, “mira y es mirado”. Se trata de la pérdida de la unidad viviente, de la armonía de materia y forma, de la enajenación del poder que no comprende que ha perdido el poder. Es la ausencia del reconocimiento del otro, la fijación que corrompe y cristaliza los dos entes que conforman el Estado, perdiéndose así la sustancia ética de la sociedad. Y no hay decreto ni fórmula jurídica ni ley ni “carta magna” que, ‘desde arriba’ o por la fuerza -“sea como sea”-, pueda imponer la recomposición o el reordenamiento del carácter orgánico de dicho Estado. Y esto, quizá, sea de suma importancia, porque no se trata únicamente de defenestrar del poder a un individuo en particular o a un determinado grupo -por lo demás, ya desahuciado- para poner en su lugar a otro -o a otros-: se trata de modificar sustancialmente el modo de concebir la relación de dichos términos, el reordenamiento de la concordancia opositiva. Como podrá observarse, la posible superación de la crisis no es un asunto de técnicas de marketing, ni de ‘modelos’ políticos o económicos preestablecidos: es un asunto relativo a la refundación de todo el Ethos social y político.
No hay ‘caminos verdes’ ni atajos. No hay formas jurídicas -en realidad, abstracciones- ni “acuerdos de gobernabilidad” ni lenguajes rimbombantes que, cual varita mágica, puedan recomponer lo que se ha descompuesto. En efecto, la simple promulgación de ‘nuevas leyes’ especiales, las declaraciones de motivo en cadena nacional o -todavía peor- las amenazas de costumbre, no son suficientes para que pueda manifestarse un cambio que logre superar la actual situación de crisis orgánica que padece un país. Pensar concretamente en la refundación del Estado se ha convertido en la más auténtica “salida” objetiva. Las constituciones son efectivas sólo si son la fiel exigencia de la vida práctica, si son el resultado compilatorio de los deseos de la voluntad general. Una concepción del Estado sólo expresa el contenido del Estado cuando dicha concepción coincide con la realidad, es decir, cuando es su más fiel y nítida expresión.
En este sentido, se puede afirmar que la Venezuela de hoy -bajo el imperio gansteril- no es, propiamente, un Estado, y que sólo lo será cuando el consenso general logre curar las heridas que la propia sociedad llegó a infligirse. Tal vez, superado el necesario período de transición, la propuesta de un renovado corpus jurídico-político sea la respuesta adecuada que se requiere para superar el desgarramiento actual. Eso sí: siempre que ella no sea, como tantos otros, un mero ‘saludo a la bandera’, un patético artificio gatopardiano, una vana institucionalización de la memoria de los dioses y los héroes, un ritorno al bucle, que conduzca al país, una vez más, al patíbulo de su historia.
@jrherreraucv
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