Maduro cuenta todavía con una reducida base social de apoyo; según los resultados de los pasados comicios, le vota un cuarto de los electores, lo que significa una rotunda derrota electoral, pero aún tiene la capacidad de movilizar gente, sobre todo de militantes encuadrados en destacamentos de choque. También se apoya en unos poderes fácticos (mandos institucionales y cúpula militar) mínimamente cohesionados, sobre todo ante la incertidumbre que supondría la caída del régimen. Por otra parte, disfruta de la herencia ideológica de la fundación del chavismo. Y tiene el apoyo externo de gobiernos autoritarios, de mayor (China y Rusia) y de menor cuantía (Irán, Corea del Norte). La conclusión que se obtiene de este examen es que la caída del régimen de Maduro no es un asunto precisamente fácil.
Por eso, la identificación de los factores de su debilitamiento tampoco es sencilla. Pero antes de avanzar en ello, conviene descartar algunos extremos. En primer lugar, resulta torpe y nociva la idea de que, cuanto más suave sea el trato con el régimen, más posibilidades hay de una transición democrática. Una aceptación suave del gobierno de Maduro conduce inexorablemente a su prolongación en el tiempo. De igual forma, en su extremo opuesto, el rechazo formal -sin más- de su régimen, tampoco permite superar la crisis. Incluso puede conducir a su enquistamiento. Es necesario que el rechazo político vaya acompañado de actuaciones concomitantes.
Si se descarta igualmente una solución violenta, solo queda por delante la perspectiva de una negociación forzada. En tal sentido, no estoy seguro de que sea apropiada la imagen que propone el premio Nobel de la Paz Oscar Arias, de que Venezuela es hoy un narcoestado. Sobre todo, si se asocia con lo sucedido con Noriega en Panamá. Calificar el régimen de Maduro como un narcogobierno es reducir mucho la naturaleza de su autocracia. Pero, además, la operación quirúrgica que se practicó en el país del istmo es de un riesgo inasumible en el caso de Venezuela.
Ciertamente, la perspectiva de una negociación política debe de hacerse desde una posición de fuerza. La base irrenunciable de esa estrategia debe consistir en la exigencia de respetar la transparencia de las anteriores elecciones, a partir de la comprobación de las actas de mesa. Mientras esa exigencia no se cumpla, no debe haber aceptación plena de la actual presidencia de Maduro.
Esa es la línea roja que mantiene la oposición interna y debe ser el parámetro para los gobiernos democráticos en América y Europa. Estos últimos deben complementar su acción impulsando medidas sancionadoras que se correspondan con esa posición de principios. Desde luego, medidas que deben ser graduables y dirigidas con precisión. Por ejemplo, las sanciones discutidas en el entorno del gobierno de Biden que afectaría a altos mandos del régimen chavista, tienen la virtud de afectar la cohesión de los poderes fácticos, sin constituir un ataque nacional contra Venezuela.
Sin embargo, todas estas actuaciones firmes deben formar parte de una perspectiva de negociación. Incluso si esa negociación no fuera de corto plazo: reconocimiento de la derrota electoral y garantías de no represalia. Si tal negociación no fuera posible, también habría que plantearla a mediano plazo: volver a realizar elecciones en uno o dos años más. Lo que resulta decisivo es que la puerta de salida y acceso para una negociación debe de quedar abierta a los ojos de los cuadros chavistas y toda la población venezolana. También debe quedar claro que se trata de una negociación consistente y no un artilugio para mantenerse en el poder o lo contrario: para provocar una inmediata caída del régimen.
En este contexto, también pueden producirse “tiempos fuera”, que signifiquen algún tipo de concesión mutua. A ello responde la salida de Venezuela de Edmundo González, el candidato opositor ganador de las pasadas elecciones, para acogerse al asilo político en España. Como afirma la opositora Corina Machado, “estaba en riesgo su seguridad personal” y con su salida se muestra los límites del aparato represivo del régimen. Pero, al mismo tiempo, el gobierno de Maduro se desprende de una papa caliente que le quemaba las manos. Desde luego, ambas partes tratarán de sacar rédito político del penoso hecho, pero si se mantienen con firmeza en sus posiciones, la salida de González no rompe decisivamente el equilibrio de fuerzas actualmente existente.
Ciertamente, esta estrategia orientada hacia una negociación forzada, requiere de mucha coordinación dentro y fuera del país, y de una mano con buen pulso para elegir las medidas que se correspondan con la situación, ni muy conciliatorias (del estilo de Rodríguez Zapatero) ni muy pasadas de tono (como proponen algunos venezolanos en el exilio). Insistiendo, además, en algunas lecciones que se desprenden del análisis comparado de otros procesos de democratización: que nadie puede sustituir a la ciudadanía venezolana a la hora de elegir una estrategia atinada y que hay que prestar especial atención a los acontecimientos inesperados.
Enrique Gomáriz Moraga ha sido investigador de FLACSO en Chile y otros países de la región. Fue consultor de agencias internacionales (PNUD, IDRC, BID). Estudió Sociología Política en la Univ. de Leeds (Inglaterra) con orientación de R. Miliband.
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