El discurso de que la falta de valores es la causa de la corrupción endémica favorece a aquellos que se benefician de esta. Nada mejor para la élite en la cumbre de la pirámide clientelista que, cuando brota el descontento popular, desviar la crítica hacia funcionarios «sin principios» y encubrir el hecho de que estos son, en realidad, títeres que ellos mismos manejan con los hilos de la dependencia.
Partiendo de lo básico, la moralidad se basa en lograr fines justos. Sin embargo, adherirse a un principio u otra norma es distinto a comportarse moralmente. Casos claros de esta discrepancia fueron Martin Luther King, Mahatma Gandhi y Nelson Mandela: ellos ganaron notoriedad al quebrantar abiertamente normas y principios de su época que violaban sus derechos. Es decir, algunos usan el sistema establecido para metas injustas y otros lo vulneran para defenderse de la injusticia institucionalizada. Un ejemplo similar, aunque más mundano, es el del solicitante de un permiso que, buscando restablecer su legítimo derecho en un sistema injusto, se ve obligado a pagar la extorsión. En este contexto, cuando paga, viola ciertas normas y principios, pero no necesariamente por inmoralidad, al contrario, en su mente lo hace para asegurar su derecho básico.
De forma similar, el sistema hiperpresidencialista, en el que el presidente, por ejemplo, nombra a casi todos los servidores públicos y controla los recursos del resto, ha creado dependencias políticas desmedidas y un entorno politizado y arbitrario, donde se defienden los derechos como se pueda, ya sea incumpliendo ciertas normas o principios. Pero, desde la perspectiva de quien los transgrede, no se trata de un acto de inmoralidad.
Por ejemplo, como consecuencia de la arbitrariedad, producto de redes clientelistas facilitadas por la estructura gubernamental, la élite aprovecha el cambalache para proteger sus intereses comerciales; los políticos perciben que interceden justamente, a través de sus actuaciones y nombramientos, por los derechos de sus partidarios, aliados y benefactores contra aquellos grupos que los perjudicarían; el funcionario, por su parte, defiende los intereses del partido y sus dirigentes a fin de preservar su empleo y el bienestar de su familia, y muchos ciudadanos ingresan a partidos clientelistas para amortiguar el golpe de la injusticia generalizada. En fin, cada individuo, debido a su situación, percibe su propia conducta como necesaria y justificada; en contraste, al no contemplar las circunstancias de otros, juzga las acciones interesadas de ellos como inmorales.
Es contradictorio catalogar a Gandhi de inmoral por haber desobedecido la ley británica en India que prohibía poseer sal no vendida por ellos, como única manera de proteger sus derechos básicos de un sistema altamente injusto. Para facilitar la actuación correcta del individuo común (bueno, pero vulnerable y con ansias de prosperar) se precisa construir un sistema en el que adherirse a las normas y los principios no conlleve perder derechos personales o ser objeto de represalias. Es necesario establecer un sistema en el que, en la mayor medida posible, los ciudadanos y los funcionarios no estén expuestos a presiones clientelistas u otros conflictos de intereses.
En muchas sociedades, las presiones clientelistas se han reducido mediante el empleo de estructuras que crean independencia. ¿Qué herramientas logran esto? Como ejemplo ilustrativo, la Constitución de Colorado indica que la contratación de casi todo servidor público sea administrada científicamente bajo una autoridad gestionada por la Junta de Personal del Estado, en sí compuesta por notables civiles. La Constitución de California señala que cada fiscal de distrito sea elegido en elecciones no-partidistas. La Constitución de Misuri establece que el gobernador nombre a los jueces de entre las ternas propuestas por una comisión apolítica nombrada por la asociación de abogados y otros, y que, posteriormente, el juez se someta a plebiscitos periódicos.
Los sistemas gubernamentales como estos, con funcionarios estructuralmente independientes, permiten una gestión altamente imparcial, en la que actuar correctamente no se penaliza y aquellos que actúan indebidamente no gozan de refugio. Es decir, se eliminan las dependencias estructurales que facilitan la impunidad y el clientelismo; esto, combinado con reglas electorales como límites prudentes de contribución monetaria, obliga al político a reclutar partidarios y patrocinadores por medio de sus propuestas y credenciales, y no mediante la corrupción.
El errado concepto de que individuos faltos de valores son la raíz de la corrupción endémica ha conducido a que la población se enfoque en los individuos y no en las circunstancias o la estructura gubernamental, lo que le otorga carta blanca al sistema hiperpresidencialista y a sus favorecidos. Soluciones comprobadas existen, el reto está en desenmascarar este pernicioso concepto.
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