Todo un siglo de lecciones prácticas de comunismo y seguimos prácticamente en las mismas. Como si fueran los tiempos de la sangrienta y populista Revolución de octubre. Una especie de chiste macabro. Un repetido martillazo en el cerebro y las articulaciones que me niego a aceptar como eterno retorno, a pesar de Nietzsche y de Kundera. Y a pesar de los retornos, tan graves, de nuestra leve existencia.
Pareciera sintomático. Y no solo continuamos resbalando cuesta abajo por los callejones que nos conducen a caer desparramados en sus trampas, que por demás son los timos de siempre, el mismo perro rabioso con diferente collar, sino que cuando nos damos cuenta de que estamos atrapados en la enredadera, tampoco acabamos de entender que la única opción certera es destruir la telaraña y exterminar el venenoso insecto.
No escarmentamos. Siquiera nadando en la boca de la muerte. Una y otra vez les regalamos a nuestros victimarios nuestras vidas y las vidas de nuestros hijos y de nuestros nietos, como alegres zombis proletarios. Y aceptamos tontamente la derrota del diálogo fútil, terrible, más suicida que romántico, con nuestro verdugo, que ríe zorro y despiadado desde el trono. Y volvemos a dejarnos caer con los ojos cerrados por el siguiente túnel, que por supuesto no nos va a conducir a ningún paraíso. Todo lo contrario.
En pleno siglo XXI seguimos dejándonos seducir, embaucar, asesinar por cualquier baboso discurso de naturaleza neocomunista. Y da igual el nombre que le pongan, o que se pongan, y las democracias acepten, los medios difundan y hasta las academias respalden. Es lamentable –aunque no inaudito, y ya vemos los porqués– que aún existan tantas personas que se crean el cuento de que el llamado “socialismo del siglo XXI” no es el nuevo disfraz del viejo virus, confeccionado con la intención de prolongar su acabose por esta centuria, sino el “sistema ideal” (no el calabozo) para por fin poder salvar de la miseria y el olvido a los pobres de la Tierra.
El comunismo no es solo la mayor de las falacias, sino también la mayor amenaza para la democracia y el progreso (a pesar de que a los “progresistas”, los progres, le seduzcan sus postulados “teóricos”, y no pocas de sus prácticas. Ironías de la vida).
Varías décadas atrás, cuando el comunismo zapateaba su comparsa levantando las banderas del “socialismo” y su quimera se hacía tristemente célebre por el mundo, Winston Churchill lo describió al dedillo: “El socialismo es la filosofía del fracaso, el credo a la ignorancia, la prédica a la envidia. Su virtud inherente es la distribución igualitaria de la miseria”. Nunca ha estado de más recordarlo. Es obvio el porqué.
Realmente es patético que sigamos creyendo en estos designios macabros que en nombre de la igualdad nos condenan a las aguas turbias y turbulentas del igualitarismo, por demás pantanosas, malolientes. Y no hablo solo de uno o dos países. Sigue siendo grave. Que este fenómeno permanezca casi incólume en el mundo, no es algo que debe preocuparles únicamente a los ciudadanos del país que lo sufra. Esa es la gran falla, el error cardinal que cargamos como un grillete voluntario de nuestra miopía e indolencia. Complicidad de la izquierda. Talón de Aquiles de la derecha.
Estamos hablando de proyectos (sea la difunta Unión Soviética, el castrismo o el castrochavismo) de indiscutibles pretensiones expansionistas, imperialistas, que se edifican como eternos enemigos del imperio de la ley, del libre mercado, del pensamiento; desarticulando de inmediato la separación de poderes públicos, las instituciones democráticas, todas las libertades. El individuo sustituido, vencido, estrangulado por manada. Por eso no se puede desdeñar ese refrán que nos alerta: “Cuando las barbas de tu vecino veas arder, pon las tuyas en remojo”.
El comunismo nunca será un mal de un país y nada más. El comunismo, mientras esté latente, siempre será una amenaza mundial. La más peligrosa de todas las amenazas. La madre enferma, contaminante, atormentada de todas las bombas.
Y es un proceso que nunca cesa de lacerar al sujeto y la colectividad. Mientras más permanece, más se enquista y más daño hace. La historia, desde 1917 hasta nuestros días, nos lo demuestra: bajo los embates del comunismo no hay peor ruina que la desmoralización y la postración de la sociedad. Cuando las naciones llegan a esa fase, en que los autoritarismos aprietan con mayor encono y facilidad sus tuercas, se hace muchísimo más difícil salir del pantano. Aunque no imposible.
Debemos insistir en esto: siquiera la poderosa maquinaria del comunismo lo convierte en una empresa infalible. Hemos visto cómo ha sido depuesto en varios países. Y no hay más alternativa que seguir atacándole donde quiera que sus larvas aparezcan.
Hoy día, con la tecnología, los teléfonos celulares, Internet, las redes sociales: si los anticomunistas de verdad se lo proponen, bien pueden vencer al cáncer, antes de que la memoria se trastoque, el espíritu se acalle y los autócratas ajusten todavía más sus grilletes, los visibles y los invisibles.
Puede suceder muy pronto en Venezuela. Los jóvenes allí han comenzado otra vez a salir a las calles a protestar, aunque sea por fallas eléctricas, y la llamada “oposición”, los partidos y grupos no oficialistas, han dicho que van a retomar la estrategia de apoyar a los ciudadanos enojados con la persistencia del régimen. El coraje siempre será un arma.
Bien lo sabe el castrochavismo. Las protestas callejeras multitudinarias son un fenómeno al que ese eje del mal, dirigido desde La Habana, le teme muchísimo. Son conscientes de que es la única postura con que se les puede desestabilizar y finalmente derrotar. Y así mismo puede pasar en los demás satélites del castrismo. Y, por supuesto, en Cuba, donde sí es imprescindible una auténtica solidaridad internacional, liderada por Estados Unidos, como es lógico, para defender al pueblo del ajusticiamiento de las fuerzas represivas.
Hacer fenecer a los satélites castristas y dejar vivo el castrismo en su isla es dejarle otra vez la puerta abierta a las pulgas y las ratas para que sigan exportando la peste negra de la ideología que, al menos hasta hoy, mejor ha tapizado y vendido, como si fuera una droga redentora, la filosofía y el libre albedrío del crimen organizado. Lo cual es un peligro para cualquier democracia. No verlo así es estar ciego o jugar a la ruleta rusa del contubernio comunista. Y en esa cuerda floja anda Occidente.
Los venezolanos tienen ahora mismo, otra vez, la antorcha de la rebelión en las manos. Saben, o al menos ya han visto fracasar varios intentos, que pensar que un régimen antidemocrático puede ser vencido jugando con sus reglas mafiosas y sus cartas marcadas no es más que una utopía. Sabemos que las elecciones, el sainete de las votaciones (como en Cuba), incluso con la imagen hueca del pluripartidismo totalitario que los contrae, es un acto circense de final infeliz.
Desobediencia civil, desobediencia de los militares de la nación (no los vendidos al castrochavismo. Si no fuera así, Maduro no los persiguiera) y solidaridad militar internacional: son las tres piezas que al unísono pueden revertir el tablero. Venezuela solo podrá comenzar a conquistar la paz con un ardoroso levantamiento popular, del que ya –quiero pensar– comenzamos a escuchar latidos. “Poco a poco hila la vieja el copo”, dice una sabia voz popular.
Y no me canso de repetirlo: de lograrse esto, y ojalá así sea, será un efecto dominó que llegue hasta Cuba. Esa isla solitaria, cautiva y resignada que lleva ya sesenta años resbalando en el engaño somnoliento del socialismo. Bebiendo, como si fuera agua, la pócima del totalitarismo. Perdiendo siempre en el juego de la cucaña, cayendo del mismo palo que cada vez ensebamos más.
No solo estoy convencido de que es la opción indefectible, sino que a la par abrazo la fe de que los venezolanos van a lanzarse otra vez a las calles con el ímpetu de las históricas protestas que la “oposición” aplacó meses atrás y ahora han vuelto a plantearse. Y esta vez van a ganar las calles, los ciudadanos de a pie, pues saben que su fuerza trasciende cualquier discurso político.
Hoy esa es la única elección posible. Solo después de deponer el comunismo, las sociedades pueden comenzar a planificar elecciones, a construir un proyecto libre y democrático. Ahora solo queda convertir la frustración en grito, la resignación en calles encendidas. Calles vivas otra vez.
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