Textos de Oscar Sambrano Urdaneta, Francis Lugo, Marco Jiménez, María Eugenia Martínez Padrón y Mercedes Sedano
Oscar Sambrano Urdaneta
(Fragmento de El epistolario de Andrés Bello)
Como testimonios de un universo íntimo, las cartas de Bello son materiales de primer orden para el estudio del carácter y de los sentimientos de un hombre comúnmente considerado a partir del análisis de su obra intelectual y desde la perspectiva externa de su larga actuación pública. Para la comprensión de la personalidad de Bello puede asegurarse que no existen textos suyos capaces de rivalizar con esta colección de cartas, excepción hecha de los escasos poemas de tonalidad romántica en los que don Andrés dejó entrever el mundo de su afectividad.
Por otra parte, como miembro del procerato civil que contribuyó a la autodeterminación de las naciones hispanoamericanas, Bello se cuenta entre quienes se consagraron a colaborar en los inicios de la vida republicana de los territorios americanos antes españoles, como puede observarse en sus actuaciones en Londres, primero como miembro de la misión diplomática enviada por la Junta de Caracas, luego en la Legación de Chile y por último en la de la Gran Colombia. Sus esfuerzos no concluyeron con el logro de la independencia política, pues su vocación de servicio encontró en una vida longeva como la suya la oportunidad de consagrarse al estudio y solución de muchos de los problemas capitales de ordenación y delimitación de los Estados con las recién nacidas repúblicas americanas.
(…)
Toda colección de cartas admite varias posibilidades de análisis, según el interés de quienes las consulten. En la glosa que en su lugar hacemos del epistolario de Bello, hemos procurado destacar la imagen del hombre privado, por ser menos conocida que la del hombre público. Estamos convencidos, además, de que la obra intelectual de este humanista y su imagen ética, legadas a la posteridad, adquieren otros matices y otros valores cuando se conocen las horas de felicidad y de tribulación que se traslucen en sus cartas. Por este camino, inevitablemente nos sentimos inclinados a dirigir nuestra atención hacia el Bello como hijo, como padre, como hermano, como amigo; no menos interesante se nos aparece el trabajador infatigable, agobiado por numerosas labores y responsabilidades; así como también el que intentó en vano regresar a su tierra de origen; y aun el que fue perdiendo el vigor y la salud hasta llegar a la invalidez. En forma más o menos deliberada, tratamos tres o cuatro de los mayores temas relativos a la conducta de Bello. La sorpresiva partida de Venezuela en 1810, la razón de ser de su viaje a Chile en 1829, y los motivos por los cuales jamás retornó a su patria, son asuntos que han preocupado a muchos, y que aquí se aclaran con textos auténticos.
“Acuérdese usted que habla con la posteridad”, le escribía Bello a su inquieto y admirado amigo fray Servando Teresa de Mier, a propósito de una posible versión más completa de su historia de la revolución mexicana. Poco más adelante, le añadía: “Pero me temo que es predicar en el desierto, y que la sangre de usted es demasiado ardiente para seguir estos consejos”. La primera de estas frases surgía de quien tuvo pleno convencimiento de la responsabilidad asumida por los que actúan de cara a la historia. La segunda era un elogio, por contraste, de la palabra que madura en la reflexión sosegada. Ambos pensamientos, que presiden toda la obra de Bello, son constantes, asimismo de sus cartas. El lector buscaría inútilmente en ellas el ardor que parecía sobrarle al fogoso fraile mexicano. Encontrará, en cambio, un mundo de claridad y de sindéresis que traduce las huellas de un hombre que jamás dejó de ser bueno, sincero, reposado, respetuoso. De estas cartas surge, sin duda, la imagen de un ser de gran pureza, cuya bonhomía y vocación de servicio se dieron la mano con un corazón generoso y un tacto exquisito en las relaciones humanas, como creemos que está sintetizado en el siguiente párrafo de una carta suya para José Manuel Restrepo, párrafo que pudiera servir de epígrafe para todo el epistolario de Bello: “Me alegro de que el señor [José Rafael] Revenga haya creído conveniente que V. S. abra y se imponga de las cartas particulares que suelo escribirle, bien seguro de que V. S. mirará con indulgencia cualquier expresión de mis sentimientos que no sea enteramente conforme a lo que en mis circunstancias exigiría la prudencia. V. S. habrá sin duda tenido presente que estas cartas fueron destinadas a la amistad. Por lo demás, ellas contienen la expresión ingenua y sincera de mi modo de pensar”.
*Prólogo sobre El epistolario de Andrés Bello. En Obras completas de Andrés Bello. XXV. Epistolario. La Casa de Bello. Caracas. 1984. pp. XV-XVIII.
Francis Lugo
Las notas marginales
“Profesora ¿qué anotamos?”. Fue la pregunta de una alumna de primer semestre.
Desde hace cinco años he tenido la oportunidad de darle la bienvenida a los alumnos de primer semestre dictando la asignatura de Literatura Latinoamericana I. Generalmente, los alumnos tienen entre 18 y 25 años, aunque en alguna ocasión aparece uno que ha encontrado la vocación a los 40, 50 o 60.
La primera clase comienza con la presentación y el comentario de la razón por la cual decidieron estudiar Letras. Los profesores sabemos que muchos están ahí porque quieren ir a otra carrera, otros desistirán y otros, tal vez dos o tres, se dedicarán a la escritura, a la docencia o a la investigación. A sabiendas de esto, en cada primera clase les digo “aquí está sentado un escritor” y se miran inquietos celebrando mi premonición.
Cuando termino la lectura del programa y la explicación de los contenidos hay una instrucción, quizás metodológica, en la que insisto. Se trata de las notas marginales.
Si bien los contenidos de cada asignatura son importantes, insisto en que cada estudiante debe mantener a la mano un cuaderno de notas o una hoja para las notas marginales del curso. “Anote todos los términos y referencias en algún lado y vaya creando un banco individual de lo que quiere saber”, insisto.
Mis notas marginales como alumna se hicieron de libros, de referencias, de anécdotas, de historias de los profesores. Incluso anoté en una clase que mi profesor Carlos Ortiz había estudiado la Maestría en Estudios Literarios y registré como tarea “Hacer la maestría que hizo el profe”, luego la hice.
De mis clases con la profesora Florence anotaba referencias, fechas, libros, artículos que luego usaría como docente, incluso anotaba la estructura que llevaban sus clases (lee un fragmento, hace un análisis, da ejemplos, pregunta). Me sentaba cerca del profesor Castillo Zapata para indagar cómo ordenaba la clase, miraba cuidadosamente a ver si alcanzaba a leer los post it que pegaba en las hojas para descubrir esas indicaciones secretas que le señalaban el curso de la clase. Me parecía que en ellos debía estar un código desconocido para el estudiante que representaba el saber del profe.
Sin darme cuenta un día entendí que mi archivo de notas marginales era en mí fuente de estudio y, poco a poco, fueron definiendo mis gustos e intereses literarios. Hoy, como docente, entiendo el valor de las anotaciones al margen y siento responsabilidad por lo que digo en cada clase porque tal vez a algún estudiante silencioso, que parece distraído, le esté dictando una línea de su vida.
Marco Jiménez
Literatura y Vida
Más allá de lo que el plan de estudios vigente de la Escuela de Letras define como la tarea del Departamento de Literatura y Vida (siempre recordado afectuosa y, al principio, enigmáticamente como el Área 3), lo que vendría a ser su objetivo: iniciar al estudiantado en la reflexión sobre la imaginación y el proceso creador en la obra de arte, lo que sabemos de ese campo o modo particular de estudio es lo que recordamos de la experiencia en aula. Así como en la lectura responsable respondiente (como decía George Steiner) de la literatura, el aprendizaje de la obra literaria debe atravesar lo que suscita su contacto más inmediato: el de la lectura en clase, viva y sensible; el comentario en grupo y el disertar del afecto que la palabra invocada es capaz de convocar en quienes escuchan los ecos y las variaciones tonales con atención.
Con ello el acento se pone en un espíritu y una actitud más que en un interés afirmativo por crear magisterios eruditos o, dicho simplemente, una aptitud académica. Desde que despuntaron los primeros cursos de la Escuela de Letras después de la renovación académica de 1969, Rafael Cadenas, con su curso “Literatura y Vida”, observaba la importancia de abordar la literatura desde el problema que suscita ese sujeto que llamamos “lector”, el que inaugura un nuevo espacio frente a la obra, distinto al de texto-autor o texto-realidad. En sus apuntes para esa materia, Cadenas escribió: “Nada de lo que hemos tratado en este curso es misterioso. Solo el olvido en que están los problemas que hemos tocado podría facilitar esa impresión. Insisto, para despejar posibles y habituales malentendidos, en que todo cuanto hemos visto es ajeno a ocultismos, escuelas místicas o corrientes metafísicas, así como tampoco tiene que ver con la beatería cientificista. Ninguna de estas cosas ha resuelto el problema del hombre”. Tal ha sido la prerrogativa del Departamento: como ha dicho en conversaciones dentro y fuera del aula uno de sus fundadores, el profesor Jaime López-Sanz, nuestra tarea es la de atender a los viejos saberes, a aquello que no son solo teoría, psicología, historia o antropología en tanto disciplinas intelectuales, así como tampoco se trata de un conglomerado de impresiones superficiales, sentimentales o abstractas. Se trata más bien del reconocimiento del trasfondo de la obra: de la Vida que la ha producido y de lo humano (no la condición humana, sino lo humano sin condición, agregaría María Fernanda Palacios) que la vive y la recrea por medio de la escritura y la lectura.
A lo que podemos llegar es que quizás lo que reverbera en el Departamento de Literatura y Vida, paralelamente con sus maneras de ver y pensar (aquello que constituye bibliografías, si se quiere) es atender a esos saberes convertidos en memoria; una memoria que es también memoria de la Literariedad y del Vivir de la Escuela de Letras, porque lo que allí se cultiva es esa cercanía no con la habilidad mnemotécnica de nuestra especie, sino esa estofa de la que está hecha el alma; la verdadera Musa que evocaban los poetas y que nos ha educado ya a varias generaciones en nuestro quehacer poético y político, en nuestras individuales y en eso que llamamos “lo colectivo”.
A propósito de esa memoria, entonces, pensamos en el Departamento a través de lo que nos dejan sus fundadores, sus profesores, los poetas y escritores que dictan y dictaron cursos bajo una misma inquietud, dicha con palabras tomadas del Manifiesto de renovación de la Escuela de Letras (mayo de 1969), aquel que daría paso al nacimiento del Área 3, firmado por estudiantes que vivieron el compromiso universitario porque se sabían habitantes de su país y de su universidad:
¡Escuela de Letras, enseña a la Universidad que en toda idea hay una lámina de fuego que la traspasa y toma cuerpo y es un hombre hablando!
María Eugenia Martínez Padrón
Tuve la suerte de ingresar a la Escuela de Letras en un nutrido semestre introductorio. Desde entonces, no he hecho más que aprender y desaprender de la vida. Me tocó, entre una variopinta especie, ser la joven a quien muchos veían como gallina que mira sal. Ahí encontré a mis más leales amigos: Teresita Romero, una ejecutiva de Pdvsa que sorprendía por la elegancia y especialmente por sus impecables medias de nylon; José Romero León, profesor de inglés, entonces egresado del Pedagógico, que se encuentra en Hungría a donde fue a parar para salvar el pellejo de la cruenta situación; Edgar Páez, librero del pasillo, caroreño y masista —en quien alguna vez creí porque me acogió a pesar de mi corta edad y de quien aprendí mucho, pero que ahora comparte las idioteces del resentimiento chavista— y mi estimado amigo Domingo Ledezma, actualmente profesor de Brown University, un díscolo personaje de Magdaleno, estado Aragua, quien tiene una fascinación por el mundo clásico y que me deleitaba cada tarde con poemas de Catulo.
Mi agrado por las áreas uno y dos se lo debo a mis irrepetibles maestros: Italo Tedesco, un pequeño, pero temido profesor de Teoría Literaria que nos desorbitaba los ojos porque no dejaba espacio en blanco en la pizarra y que me dejó boca abierta cuando citó de memoria el capítulo 68 de Rayuela; Adriano González León, el Tío Pancho de la Ifigenia de Iván Feo, a quien disfruté, por igual, en la embriaguez y sobriedad de su sabiduría; Hugo Achugar, con su preparador estrella, Rafael Castillo Zapata, quien me hizo entender finalmente quién era el hablante básico. Asimismo, Juan Manuel Sosa, cuyas clases parecían ser dictadas por un comentarista deportivo, pero con la erudición de los mejores representantes del Círculo Lingüístico de Praga. Sería injusto, muy injusto, no mencionar al más irreverente pero más ilustrado profesor que tuve en suerte: Alejandro Oliveros, de quien no solo aprendí de literatura inglesa y norteamericana, sino de cocina, y, lo mejor: el significado de sibarita y el buen gusto.
La Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela es un escondrijo de mi memoria al que vuelvo con nostalgia y agradecimiento.
Mercedes Sedano
Instituto de Filología Andrés Bello
El Instituto de Filología Andrés Bello (IFAB), adscrito a la Facultad de Humanidades de la Universidad Central de Venezuela (FHE-UCV), fue fundado por Ángel Rosenblat en 1947 con el propósito de estudiar y describir el español de Venezuela, así como ofrecer apoyo docente a la FHE. Los dos objetivos se han mantenido hasta ahora. El IFAB colabora en las tareas docentes y de tutoría de tesis con las Escuelas de Letras y de Idiomas Modernos, y con los postgrados en Lingüística y Estudios del Discurso. Además, desde 1982, el Instituto ofrece los servicios de la biblioteca Ángel Rosenblat, única especializada en Lingüística del país. Asimismo, desde 1983, y conjuntamente con la Escuela de Antropología-UCV, edita el Boletín de Lingüística, que ya ha completado los 50 volúmenes.
Durante sus años como director (1947-1977), Rosenblat inició un fichero léxico de testimonios orales y escritos que alcanza más de 200.000 fichas. Estas “papeletas” han servido de base para importantes obras, entre ellas, la conocida Buenas y malas palabras en el castellano de Venezuela (Rosenblat, 1956) —que recoge la sección homónima del Papel Literario de El Nacional (1954-1956)–, el Lenguaje coloquial venezolano (Gómez, 1969), Terminología de la vestimenta en Venezuela (De Stefano (1975) y los tres tomos del Diccionario de venezolanismos (coord. Tejera, 1983, I; y 1993, II y III). Adicionalmente, se aplicó un cuestionario de 4.452 entradas a doce informantes caraqueños cultos, cuyos resultados se ofrecen en el Léxico del habla culta de Caracas (Sedano y Pérez 1998).
Las líneas actuales de investigación del IFAB son sociolingüística, dialectología, análisis del discurso, del léxico, de la gramática, y de la historia del español de Venezuela. A lo largo de los años, se han recogido en CD-rom, transliterado y puesto a disposición del mundo científico diversos corpus orales, sumamente valiosos para el estudio del español caraqueño, cuyo análisis ha servido para la publicación de libros (Bentivoglio 1987, Sedano 1990, Shiro 2006, Guirado 2009) y artículos en revistas especializadas.
Esperemos que el IFAB siga siendo un faro académico para los investigadores nacionales e internacionales.
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional