La violación de derechos humanos es inaceptable desde todo punto de vista, pero no hay palabras para definir el sentimiento que supera la indignación cuando es el Estado el que está detrás de todo el dolor que se le está causando a la sociedad venezolana. Que el deseo de perpetuarse en el poder y desconocer la soberanía popular sea el motivo de tales atrocidades no tiene justificación alguna. Y es que es el sistema de justicia es el responsable de las persecuciones represivas y detenciones arbitrarias de quienes solo cometieron el «delito» el 28 de julio de ejercer su derecho al sufragio, de quienes fueron testigos de mesa y conocen la verdad de lo ocurrido ese día, de quienes usaron redes sociales para difundir información, del arresto de centenares de adolescentes, periodistas, reporteros gráficos y dirigentes políticos de la alianza opositora. Órdenes de cárcel ejecutadas por cuerpos de seguridad del Estado cuyos agentes, incluso, se llevaron detenidas a las personas ocultando sus rostros y sin identificación alguna.
Estamos en presencia de una política de Estado que no tiene miramientos para aniquilar los derechos civiles y políticos de un país y, lo más grave, que viola el artículo 49 de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela que establece la garantía al debido proceso, el derecho a la defensa, conocer los hechos por los cuales se les investiga, el derecho a la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario y el derecho a conocer al juez natural que le va a juzgar.
Nuestra sociedad en estos momentos sufre el mayor grado de indefensión jamás visto en nuestra era democrática. Las garantías constitucionales son hoy letra muerta ante un sistema de justicia inhumano. No es un secreto que los poderes públicos están impregnados de parcialidad política, que sus representantes actúan con resentimiento y venganza, que desconocen la palabra tolerancia.
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