Hace dos décadas, el influyente pensador Samuel Huntington escribió su libro El choque de civilizaciones (Clash of Civilizations) cuya hipótesis giraba en torno a la idea de que en la posguerra fría, tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética, la fuente de conflictos internacionales ya no sería ideológico (capitalismo vs. comunismo) sino religioso-cultural. Y se anticipó a describir la perspectiva como un choque entre la cultura judeocristiana occidental y el mundo musulmán o islámico.
Años después, otro pensador de influencia global, el venezolano Moisés Naím, escribió su muy leída obra Ilícito (2006), donde, sin contradecir directamente a Huntington, proponía que la verdadera fuente de conflictos que define este tiempo no es propiamente cultural o religiosa, sino más bien entre dos fuerzas antagónicas, en esta era de mercados globales, comunicaciones expeditas e intercambios asistidos por tecnología: el crecimiento de lo ilícito contra lo lícito.
El ilícito, en la caracterización de Naím, va desde la piratería de productos (incluso medicinales) que violan marcas o patentes protegidas por la ley, hasta la gran variedad de perversas formas de tráfico ilegal de bienes e incluso personas, armas, drogas. Pasando por la evasión de impuestos o la corrupción, así como el lavado de dinero y activos provenientes de esas actividades.
El intelectual venezolano afirmaba que el intrincado tejido de intercambios globales y avances tecnológicos terminaba siendo utilizado y “abusado” por los agentes del ilícito, hasta llegar a desbordar la capacidad de acción dentro del marco del Estado de Derecho por parte de los Estados nacionales. Comparada con la de Huntington, la hipótesis de Naím ofrece una mejor caracterización de lo que acontece, dado que el terrorismo de hoy no es una expresión ideológica o confesional, sino una forma de criminalidad y desestabilización de agentes irrelevantes y nada representativos en la cultura musulmana. Simplemente, manipulan los referentes culturales en los Estados del Medio Oriente y sus aliados en otras partes del planeta, operando ya no como milicias con células capacitadas para ello, sino reclutando a través de Internet personas frustradas por la exclusión o los prejuicios.
Estudios especializados demuestran que la criminalidad organizada, de la que forma parte el terrorismo político extremista, ya no funciona como mafias o grupos piramidales y jerárquicamente integrados en torno a sus propósitos, sino como un complejo tejido o red (“Network”) cimentado en un entramado de colaboración para facilitar sus negocios y operativos.
La delincuencia organizada representa, en nuestro tiempo, el reverso de la globalización. Su lado oscuro. La formidable expansión del intercambio de mercancías, el crecimiento de las redes de transporte, el aumento de circulación de flujos financieros, las migraciones y hasta el auge mundial del turismo, son mecanismos que los planificadores del delito usan para sus fines. No hay un ápice exageración en estas afirmaciones. Las industrias del delito, ahora repotenciadas con el uso de softwares y tecnologías de la información, disponen de verdaderos núcleos de planificación. Estudian los mercados, demarcan territorios, establecen estrategias y alianzas, diseñan mecanismos para evadir las leyes y la acción de las autoridades. A los planificadores se suman administradores cuya responsabilidad es resolver las cuestiones logísticas. Para perplejidad de muchos, se ha sabido de altos ejecutivos de grandes empresas que han abandonado sus cargos para migrar a estas corporaciones malévolas o que, al jubilarse, han sido contratados por aquellas, con lo que devienen experimentados consultores de trasnacionales del crimen.
El imaginario según el cual la delincuencia organizada está encabezada por un jefe sanguinario e implacable, rodeado de espalderos con traza de rufián y armados hasta los dientes, está fuera de vigencia. Ahora las bandas visten de diseñadores y operan como sofisticadas empresas. Cuentan con expertos en finanzas, logística, administración, relaciones gubernamentales y seguridad. No estamos lejos del día en que el reclutamiento de sus operadores sea tarea de profesionales en recursos humanos.
El otro fenómeno, simultáneo al de la estructuración especializada de las bandas, es la ampliación de su campo de negocios. Muy atrás quedaron los tiempos en que las autoridades aduaneras debían detectar el contrabando de licores, minerales y especies exclusivamente. Aquellos eran, si cabe, tiempos felices. En la actualidad, el trasiego facineroso se ha multiplicado. Al tráfico de drogas se ha sumado el de personas –que incluye su variante más vil, el tráfico de inmigrantes–, trata de niños y mujeres, falsificación de dinero, tráfico de armas, blanqueo de dinero, pedofilia, pornografía, robo de vehículos, contrabando de especies animales o vegetales protegidas y hasta órganos humanos, reproducción irregular de música, películas, libros y otros contenidos, así como falsificación de objetos de marcas de lujo, y otros.
Un capítulo aparte lo constituye el cibercrimen, que no solo causa delitos financieros, el colapso de servicios empresariales, el robo de base de datos e información personal, sino, algo clave, la acción criminal a través de las redes sociales para intervenir en procesos políticos o influir en los resultados electorales, tal como ocurrió en las elecciones de Estados Unidos, así como en el conflicto generado por los independistas de Cataluña. Estos casos involucran organizaciones hiperespecializadas, que devengan fabulosas cantidades de dinero negro por sus servicios. Asuntos de especial interés en el contexto del crecimiento del cibercrimen organizado son la llamada Internet profunda (arena para toda clase de intercambios y mercados de lo ilícito); y ahora, el desafío de las criptomonedas. Estas dos herramientas operando en conjunto fertilizan el terreno de la actividad ilícita y la legitimación de capitales.
Calcular las dimensiones de la economía generada por la delincuencia organizada en el mundo es tarea muy complicada, por su propio carácter evasivo, ilegal y oculto. El gran volumen de sus negocios se transa en efectivo, por lo que es muy difícil rastrearlo. Un cálculo de la ONU, del año 2009, hablaba de 1,5% del PIB mundial, equivalente a 870.000 millones de dólares. Desde entonces, esa cifra ha continuado creciendo. Las ganancias, al 2016 habrían superado los 2.000 millones de dólares.
Una investigación de BBC Mundo, publicada en marzo de 2016, ofrecía un ranking de las delincuencias organizadas que más dinero recaudan en el mundo. Como es obvio, encabezaba el narcotráfico, con 320.000 millones de dólares, seguido por las industrias de la falsificación, 250.000 millones de dólares. El tráfico de personas para distintos fines, ocupaba la tercera posición: 31.600 millones de dólares. La cuarta casilla era para el tráfico ilegal de petróleo, que ascendía a 10.800 millones de dólares. En el quinto lugar estaba el tráfico de especies protegidas o animales salvajes, que sumaba 10.000 millones de dólares.
Uno de los aspectos que causa más asombro es la cantidad de modalidades que la delincuencia organizada ha logrado. Una de ellas es el trueque: cambian diamantes por armas, cocaína por propiedades, mujeres por vehículos robados. Si se analiza, caso por caso, la mayoría de estas industrias supone redes de transporte sofisticadas y veloces. En España y Portugal, por ejemplo, las redes de distribución de narcóticos actualizan, año tras año, las lanchas con las que introducen la droga en sus países. Sus naves son las más veloces el mundo. Las autoridades conocen la actividad, las rutas, las fechas y los horarios, pero sus recursos de transporte son inhábiles impedir el traslado de la mercancía.
Esto nos remite a otro asunto de vital significación en esta materia: los aliados, deliberados o no, de la delincuencia organizada. Me refiero a los paraísos fiscales, al comercio a través de Internet, a la diferencia en las legislaciones que los delincuentes aprovechan a su favor, a los coleccionistas de piezas arqueológicas o de obras de arte, a los empresarios que contratan emigrantes en condiciones de explotación extrema cuando no en franca esclavitud, a la disposición de los ciudadanos a adquirir productos falsificados (cuyo mercado supera 5% del comercio mundial), y que incluye productos tan sensibles como los medicamentos.
Todas estas industrias, sin excepción, son causantes de violencia y muerte. Algunas tienen fama mundial, como el narcotráfico. Pero todas, bajo distintas expresiones, son industrias que matan, especialmente cuando se producen luchas internas o cuando son enfrentadas por periodistas, funcionarios policiales, legisladores u otras autoridades. Matan cuando ingresan en el mercado medicamentos que no son más que cal encapsulada. Matan cuando obligan a mujeres secuestradas a prostituirse en otros países. Matan cuando realizan verdaderas cazas de refugiados o personas que huyen de las hambrunas y las guerras, y los conducen como prisioneros a fábricas y centros productivos, donde trabajan a cambio de un plato de comida al día y una esterilla para dormir en el mismo lugar, bajo vigilancia de hombres armados, listos para accionar sus gatillos. Son estas industrias, por cierto, las que mantienen y hacen fortalecen las bandas de sicariato.
Otro asunto colateral es la penetración de lo ilícito para corromper o incluso cooptar o aterrorizar a instituciones públicas: desde jueces hasta gobiernos locales, hasta configurar una comarca transversal dentro de varios Estados. Y también está el fenómeno de los Estados fallidos (donde el caos auspicia el imperio del ilícito) o los Estados forajidos (cuyos gobiernos están sistémicamente comprometidos con el ilícito). Conocidos son los casos de Montenegro, caracterizado como un “Estado mafia”; más recientemente, la debilidad de estados o gobiernos en el triángulo norte de Centroamérica ante el avance de los carteles de la droga; o la cleptocracia autoritaria que gobierna en Venezuela.
A lo anterior habría que sumar la huella de estas industrias en lo ambiental, patrimonial, fiscal y económico. El impacto del comercio con seres humanos en las vidas de niños, mujeres, hombres y familias. Tan larga y compleja es esta materia que se requerirían muchos artículos para apenas esbozar el grave riesgo que las delincuencias organizadas suponen para el mundo.
Es, sin duda, una tendencia que exige repensar la institucionalidad internacional para definir formas de acción que prevean la posibilidad de que lo lícito pueda ganar la batalla. Es preciso admitir la debilidad de los instrumentos del derecho internacional y las tesis soberanistas, que delimitan la ejecución de la ley dentro de los espacios geográficos nacionales. Esto es particularmente urgente en Estados y gobiernos que enfrentan un poder que los desborda económicamente (funcionando como una externalidad negativa en los mercados), hasta el punto de requerir de subsidios internacionales para luchar contra el ilícito.
Hoy, como nunca antes, urge imponer el predominio de la legalidad como garantía de convivencia pacífica, derechos humanos, así como para el intercambio o comercio legítimo entre países y la protección del ambiente y los recursos naturales. La delincuencia organizada crece a expensas de la democracia. Sí, es tan simple como suena: es el enfrentamiento definitivo del bien contra el mal.
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