Textos de Adriano González León, María Pilar Puig Mares, Carmen Teresa Soutiño y Florence Montero
Adriano González León
Exorcismo contra la destrucción
Hace mucho tiempo, este valle tenía nombre de pájaro. Toromayma decía un canto enredado entre neblinas, toromayma desataba colores sobre la tierra y venía desde el enorme cerro una emoción de hojas y verdores. Guaraira Repano llamaban la montaña y las gentes corrían desnudas, llenas de una felicidad indescriptible, por pajonales y quebradas, esperando todos los soles que deberían salir, bajo el anuncio lumbroso de las estrellas que los enseñaban a ser. Cada fruta era una promesa del cielo. Cada rama, un luminoso acontecer. Entre lagartijas y nidos, venados que miraban muy dulcemente cuando comenzaba la tarde, alguna serpiente llena de magia para dejar su muda en el verano, crecieron ellos, los antepasados, los grandes, los que tenían el secreto y se alimentaban de una fecunda raíz: caracara. Era la tierra toda. Caracara era el amor naciente. Caracara para todos los vientos y caminos. Caracara… Caracas… para guardar un remanso y un clima de muchos años, con sonidos y fuentes, con otros pájaros benditos, pero sin dioses, en la soledad más espectacular, en el enfrentamiento más único, porque teques y mariches solo confiaron en sí mismos, se enfrentaron, solitos, a la intemperie, los aguaceros y las sombras. No existe ningún testimonio de que haya habido alguna creencia, alguna marca del más allá, algún reflejo ritual para contener las acechanzas del tiempo y de la muerte. Contra las tristezas, solo existía el coraje. Contra las malas semblanzas de la tierra y la posible llegada de los demonios, los hombres con resinas, únicamente llenos de ramas y sonidos, con sus fotutos, sus chirimías y sus flautas de bambú. Dice don Juan de Pimentel que se pintaban de arriba para abajo, todo de colorado y sus cabezas tenían formas de papagayos y de liebres. Es verdad. Enfrentaban al mundo y sus torpezas desde la más absoluta soledad. Miraban: y el aire se hacía denso. Silbaban: y comenzaba a crecer una canción entre los juncos y las hendiduras de la montaña. Se movían: y allí estaba un río reflejándolos, con muchos juncos, llamado Guaire, repartiendo el candor de los bosques. En los claros de la montaña, sin más tesoro que su propio corazón, estaban ellos, los antepasados, los abuelos de mil y diez mil lunas, los que miraban el cielo y solo lo herían con su ardorosa invención.
Así recibieron a los recién llegados. Con asombro, con ganas de multiplicar el amor. Hubo contiendas, dificultades, malentendidos, horrores y sacrificios. Fajardo, Juan Rodríguez Suárez, Diego de Losada, se llamaban los jefes. Entre sangre y dolor se fue asentando la vida. Poco a poco, con palmas y bahareques, cuarenta vecindades y una plaza mayor, la ciudad comenzó a andar. Mezclada, revuelta, imprecisa, loca, como ha sido hasta hoy. Azotada por las pestes y las plagas. Codicia de traficantes. Lugar de pleitos entre gobernadores y obispos. Pero era la ciudad y allí estaba uncida ya esa trabazón de afectos y proezas, esa grandeza de ánimo y, sobre todo, el humor. La locura, ganando todas las distancias, la bohemia trepada a lo más alto del alma: a solo doce años de fundada, un informe del gobernador dice que los males más frecuentes son el catarro y el romadizo y este transfórmaseles en dolor de costa por la mala costumbre que tienen de bañarse todos los días y por lo mucho que beben en sus borracheras.
Locura, fiesta, amor, largas empresas contra piratas asaltantes, inaudito valor contra las calamidades, invención de un honor que nos llena de honor como aquel viejo llamado Alonso Andrea de Ledesma que solo, en su caballo más viejo que él, enfrentó a los invasores que avanzaban a la ciudad, los desafió, les dijo que este valle era nuestro para siempre. Le pidieron que desistiera y él sin embargo avanzó con su lanza. Tuvieron que matarlo. Pero Amias Preston y sus hombres reconocieron la hidalguía. Levantaron su cuerpo y le rindieron todos los homenajes que usaba la milicia. Después, en la noche, encendieron grandes fogatas. El Ávila se llenó de reflejos y cantaron canciones escocesas en su honor.
Pasó el tiempo y el valle prodigioso siguió dando pruebas de su implacable poesía. Contra todas las posibles semblanzas del desastre, el afecto y el denuedo. Contra todas las pesadumbres, los proyectos de la imaginación. Un gran loco llamado Simón José de la Trinidad Bolívar Palacios desparramó la ciudad por medio continente y allí están sus palabras oponiéndose a las inconsecuencias de la naturaleza.
Aquí estamos nosotros hoy, rescatando la herencia de los toromaymas, los teques, los mariches. Rescatando la herencia de Losada, fornidos en la memoria de Alonso Andrea de Ledesma, como pájaros que se entristecen en la Plaza Mayor con los despojos de José María España, cancioneros y músicos bajo los cafetales de Chacao, para que el valle siga por los siglos de los siglos.
Las catástrofes y los cataclismos no afligen el corazón y la voluntad de los hombres que eligen la vida. Este mes, la ciudad está cubierta de mariposas y de sueños. Estos días, el sol ha sido más espectacular y amigo. Miren al cielo y verán un canto de los astros y unas manchas violetas y un airoso esplendor. Esta es nuestra ciudad. Loca, arbitraria, llena de ruidos, injusta a veces, agresiva, injuriosa, desabrida y horrenda. Pero es nuestra ciudad. Sea cual fuere la dimensión de la catástrofe, no podemos abandonarla. Si nos vamos, el cataclismo será mayor. ¿Quién tendrá el desabrido corazón que puede enfrentar un regreso hacia las ruinas? ¿Quién podrá soportar esos árboles rotos donde solíamos hablar? Si volvemos y no está el café de los amigos, las tertulias, el rincón de las pelotas y los guantes, el cuarto de los muñecos que amamos, la tienda de las compras habituales, ¿qué vamos a hacer? ¿Dónde está tu rostro y tu linaje, amiga, dónde escuchas tu voz, por qué lado perseguir tu sonrisa, en qué pared se instalaron tus ojos, cómo jugar otra vez con las cintas que festejaron tus cabellos? Eso es más grave, mucho más grave, terriblemente más triste que una egoísta salvación. Esperaremos juntos la hecatombe. Moriremos en este valle de gracia, si es necesario. Pero moriremos muy cerca de tu amor… Y sin embargo, no es verdad que ello ocurra, amiga, no es verdad, porque toda la tierra tiene nombre de pájaro y viviremos entonces muy cerca de tu amor
En Fervor de Caracas. Ana Teresa Torres (Selec.). Fundavag. Caracas. 2015.
María Pilar Puig Mares
Cuando Nelson Rivera me propuso dedicar una edición completa del Papel Literario a la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, me embargó tanta alegría y emoción muy difícil de expresar; en medio de la decadencia padecida por la totalidad de la vida social del país, con sus secuelas de desánimo, tristeza y hasta un poco de resignación, me encontraba ante la posibilidad de celebrar nuestra existencia, nuestra labor de tantas décadas, dando a conocer, o haciendo recordar, a todos la importancia que nuestra Escuela, mi Escuela, ha tenido, tiene y tendrá en el futuro del pensamiento y la cultura de la nación. Las aulas de la Escuela de Letras han sido lugar de coincidencia no solo de grandes pensadores y profesores sino también de discusión inteligente y crítica sobre todo cuanto afecta al país en todos los órdenes del vivir. Y su opinión tradicionalmente ha sido respetada, incluso consultada, tanto en lo concerniente al mundo ucevista como también al ámbito nacional.
Enseguida le escribí a la Prof. Carmen Teresa Soutiño y juntas nos dimos a la tarea de escribir a muchos profesores, egresados y estudiantes comunicándoles la noticia; la emocionada y entusiasta respuesta está aquí impresa. Seguramente se echará de menos alguna firma, si acaso esto se debiere a una posible distracción de nuestra parte, ofrecemos disculpas. Aunque puede ocurrir que a alguien le haya sido imposible responder a la invitación. También hemos querido dar la palabra a algunos profesores cardinales que ya no nos acompañan: Hanni Ossott o Ida Gramcko, Gustavo Díaz Solís, Guillermo Sucre, y muchos más.
De la primera lectura de los testimonios aquí registrados, se aprecia con reiteración ciertas cualidades de nuestra Escuela, en principio y siempre, la libertad que se respira en sus aulas y pasillo; la cual incluye, por supuesto, la autocrítica en diferentes decibeles. O el sentido de pertenencia a una institución importante y hasta ahora insobornable; lo cual se acrisola en un sentimiento de orgullo bien entendido. Y no exagero. Para comprobar estas afirmaciones mías puede bastar la revisión del Folleto, siempre nuevo, que semestre a semestre ofrece la Escuela para que sus estudiantes elijan los diversos programas de las asignaturas y los profesores con quienes mejor puedan dialogar. Este Folleto, fiel al dinámico pénsum implantado en 2006, en respuesta a las nuevas demandas del mundo actual, pero también fiel al espíritu que anima a la Escuela desde su Renovación, da cuenta del inaudito esfuerzo hecho por la comunidad de Letras para, en medio de la devastación general y contando con recursos cada vez más exiguos, mantener su alta calidad académica y formativa. Por otra parte, la consulta semestral de este Folleto informa del ritmo del país, a cuya realidad la Escuela de Letras no es ajena.
Pero si algo presta identidad a la Escuela de Letras, le da su genuinidad, es que allí no solo se enseña Literatura; sus espacios son lugares propicios de iniciación a la vida. No es, pues, lo que se enseña y estudia, que es mucho y bueno. Es cómo se estudia y cómo se enseña, que es mejor. Siempre mejor.
Durante mis muchos años en la Escuela de Letras he tenido el privilegio de recibir a decenas de jóvenes y queridos estudiantes; lo hacía con estas palabras que de muchas maneras repetimos quienes alguna vez hemos subido la rampa: les doy la bienvenida a la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, uno de los pocos espacios donde siempre podrán sentirse libres. Por ello trabajamos siempre en presente.
En estos tiempos, cuando la sombra gravita sobre la universidad y la oscurana vislumbrada por Hanni parece ir imponiéndose, la Escuela de Letras no teme porque, como siempre, aun en medio de la cerrazón más tenebrosa, continúa viendo claro.
Carmen Teresa Soutiño
Mi Escuela de Letras
Estoy aprendiendo a ver. No sé a qué se debe, pero todo penetra más hondo en mí y no se detiene donde antes siempre terminaba. Tengo un interior que ignoraba. Todo va ahora para allá. No sé qué sucede allí.
He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado durante toda la noche, y he escrito.
Con estas palabras de la obra Los apuntes de Malte Laurids Bridge, de Rainer Maria Rilke, iniciábamos el viaje por las honduras del alma en las clases de Necesidades Expresivas de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Como estudiantes, cada semestre esperábamos con expectativa el folleto con los programas de cada materia para saber qué autor, con sus vivencias, sus emociones, su voz, transmutadas en las palabras de una obra literaria, nos haría vivir la epifanía cuya llave nos abriría y mostraría el camino hacia nuestra insondable y desconocida interioridad.
Las clases de María Fernanda Palacios, Jaime López-Sanz, Marco Rodríguez del Camino, Rafael Cadenas, Alejandro Oliveros nos llevaban a vivir el ritual mítico de la lectura de imágenes con el cual cada uno de nosotros, a solas con nuestra desnudez más absoluta y a la intemperie, debíamos vivenciar el encuentro con las palabras contenidas en una novela, un poema, un ensayo, en las que su resonancia, la mayoría de las veces, quebraba algo en nosotros o provocaba algún silencio con cuyas reverberaciones y angustia teníamos que convivir como tarea a lo largo del semestre. Al final del curso, la obligación y el miedo de tener que entregar unos breves ensayos para la evaluación movía en nosotros la necesidad de escribir, de tener que tejer esos silencios, esa angustia, con palabras, algunas de ellas tomadas en préstamo de la obra que nos había acompañado durante todo el semestre. Es así como afloraba y se hacía forma en ese texto alguna inasible certeza de que esa lectura había tocado en nuestra oscuridad haciendo posible su revelación. Al final del semestre salíamos diferentes, era, parafraseando las palabras de Malte, el personaje de la novela de Rilke, la experiencia de haber vivido en carne propia el intento de un aprender a ver que penetraba más hondo en nosotros.
La Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela ha sido para mí, como para tantos otros, un lugar, un locus, donde encontrarnos con esa interioridad de la que habla la obra rilkeana. En sus espacios me fue dado ser estudiante, profesora, coordinadora académica y directora. En cada uno de esos roles que me tocó vivir siempre sentí que era parte de una tradición, de un espacio que había que preservar. Así, cuando tuve el honor de ser su directora durante el período 2015-2018, comprendí que mi labor era una tarea que entrañaba el compromiso de continuar el trabajo de quienes me antecedieron, cuyos logros tocaba preservar y que eran las grandes conquistas de nuestros maestros. Unas conquistas que han determinado, a través del Eros hacia la lectura de imágenes que salen a nuestro encuentro en cada obra de escritor, la condición iniciadora de nuestra Escuela en esas realidades profundas, míticas, mediante las cuales se transmuta el aprendizaje en algo más allá que un recetario de definiciones y lo convierte en una posibilidad de hacer alma, de tomar conciencia y límite, a la vez, de nuestro ser individual y colectivo.
No sabía cuánto de verdad había en esas palabras. Era eso lo llamado a hacer en esos momentos de incertidumbre, de censura, de acoso que empezaban a azotar a nuestra universidad y que se han prolongado hasta nuestros días. El poder, de cuyas retóricas, amenazas y apareceres nos había hablado años atrás Rafael López-Pedraza en sus charlas en el aula 207, había alcanzado los espacios sagrados de nuestra Universidad, de nuestra Escuela, al quitarle, entre otras cosas, año tras año, sus medios de subsistencia con un presupuesto miserable que hizo que para ese momento la Escuela contara con una cantidad irrisoria de dinero para su mantenimiento. La cotidianidad se volvió —como sigue sucediendo hoy para todos— una tarea casi heroica de sobrevivencia sin los recursos materiales mínimos para mantener sus actividades y su edificio, no podíamos comprar ni una resma de papel, ni el tóner, ni los bombillos para alumbrar su pasillo, ni arreglar la fotocopiadora o las puertas de sus aulas rotas y apolilladas. Pero aún así, en aquellos momentos de penurias y aunque para llegar a los salones de clase tuviéramos que pasar por nuestro emblemático pasillo a oscuras, apenas iluminado por la tenue luz de un solo bombillo, adentro, en las aulas, profesores y alumnos, con un libro de poemas o una novela entre las manos, seguíamos viviendo la riqueza, la sabiduría y la libertad propiciadas por el ritual iniciatorio del encuentro con las palabras de un escritor.
En los actuales momentos, en los vaivenes de esa nave de locos en la que navega nuestro país, ante esa “tierra baldía” habitada por un “montón de imágenes rotas”, esa realidad continúa siendo, si no más, igual de precaria. Pero como entonces, la Escuela sigue estando ahí, su directora, la profesora Florence Montero al igual que sus profesores continúan llevando a sus aulas la ritualidad de sus clases y manteniendo en pie sus espacios. A todos ellos, solo una palabra, Gracias.
En cuanto a mí, hoy me ha tocado vivir en ese exilio en el que tantos otros venezolanos como yo se encuentran, pero ella, mi Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela, habita en mi memoria, en mi interioridad, es uno de mis refugios y asidero cuando, en la tierra de mis padres, la que ahora me acoge, me asalta la tristeza y la melancolía transmutada en morriña y saudade.
Florence Montero Nouel
La Escuela de Letras: fragmentos de una memoria
A Mariano Picón Salas le debemos la fundación de la Facultad de Filosofía y Letras el 12 de octubre de 1946. Gracias a su empeño y a quienes lo acompañaron en la aventura que algunos llamaron “tentativa quimérica”, surgieron nuestra facultad (hoy Humanidades y Educación) y nuestra escuela.
Mi vínculo con Letras comenzó sin que yo lo supiera. Desde niña la literatura fue el refugio que acogió mi necesidad de ampliar el espacio de la vida. No existía para mí un lugar más valioso que las hojas de los cuentos de hadas leídos cada noche por la voz de mi padre. Abrir aquellos libros, con su olor a madera y sus letras grandes, amigables, se convirtió en un ejercicio que compensaba cualquier malestar, cualquier carencia cotidiana. Todo universo imaginado era posible en el trazo de esas líneas que se mostraban como hallazgos, como revelaciones. Los relatos contaban un mundo lleno de descubrimientos. Fue así como la literatura empezó a seducirme. Leer era un viaje iniciático, una especie de ritual que me permitía conocer, acercarme a situaciones presentidas, a sentimientos apenas imaginados o completamente desconocidos, que iban develándose en el transcurso de las narraciones. Leer era viajar, explorar; era un ejercicio placentero del conocimiento. Luego llegó el momento de escoger una carrera. Fue entonces cuando la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela surgió como alternativa. Sobre todo porque al revisar el pénsum de aquella época sentí que se me daba la posibilidad de construir mi carrera, una carrera propia, hecha según mis inclinaciones y mis perspectivas para abordar la literatura. El plan de estudios indicaba algunos requisitos, formulaba directrices, pero era esencialmente una propuesta que permitía múltiples variaciones. El estudiante “armaba” su modelo, diseñaba el mapa de su recorrido por la escuela. Desde ese instante sentí que Letras abría sus puertas como lugar de la libertad. Y aún con los cambios que han ocurrido desde el segundo lustro de la década del setenta hasta hoy, creo que sigue siendo ese lugar.
Sin idealizarla, sin obviar la diversidad de criterios que en ella coexisten y contribuyen a generar las confrontaciones que pueden darse en su seno, nuestra escuela es un espacio en el que dominan la tolerancia y el respeto por las diferencias. Son pocos los sitios en los que la libertad se ejerce con la espontaneidad que permite este punto de encuentro.
El estudio del lenguaje, que va desde la explicación de los aspectos relacionados con los diferentes niveles del sistema lingüístico (fonético-fonológico, morfosintáctico y léxico-semántico), hasta abordar la función poética de la palabra; la relación entre la literatura y la vida; la escritura como expresión de la experiencia vital: el amor, el fracaso, el mal, la belleza, son motivos para orientar líneas de investigación que se abren a los estudiantes como caminos para la interpretación crítica, para abordar los textos trabajados no solo con pasión, sino con rigor teórico y metodológico. No en vano tenemos un sólido Departamento de teoría y crítica literarias.
El acercamiento al mundo antiguo, a la tradición clásica, permite al estudiante explorar, a través de la producción literaria grecolatina, su carácter fundador en la cultura occidental, y su determinante incidencia en el desarrollo de nuestras sociedades.
La Edad Media, el Renacimiento, el Barroco, el Romanticismo, el Modernismo, las vanguardias y tendencias literarias más recientes, forman parte de ese camino de exploración que se abre al futuro investigador interesado en construir su conocimiento del mundo a partir de las claves que ofrece la literatura. Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, por ejemplo, constructores como tantos otros de universos donde se muestran las paradojas y los enigmas de las secretas complejidades humanas, constituyen puntos fundamentales en este tránsito hacia el conocimiento.
Asimismo, el espacio literario latinoamericano abre sus opciones en la carrera y permite aproximarse a la compleja realidad de nuestra región, a las propuestas estéticas que han surgido en distintos momentos de su desarrollo. El Popol Vuh y sus evocaciones de la cultura maya quiché, del mundo precolombino; las cartas, crónicas y relaciones de los conquistadores, que “cartografiaban” su itinerario no solo para asentar lugares, sino para erigir las bases de un mundo que se empeñaban en refundar, en modelar de acuerdo a su ideología, son algunos puntos de partida en este empeño de reconocernos a través de las letras, a través de innumerables voces, como la del Inca Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales, como la de Sor Juana Inés de la Cruz, conciencia feminista que logra insertar su pensamiento en medio de un rígido orden patriarcal y de la censura impuesta por la Inquisición, y como la de Andrés Bello, en persistente búsqueda de la independencia cultural, de la autonomía americana.
Darío, Martí, Vallejo, Huidobro, Borges, Roberto Arlt, entre muchos otros, así como los principales representantes del llamado Boom latinoamericano: Cortázar, García Márquez, Carlos Fuentes y Vargas Llosa podrán ser compañeros de viaje, interlocutores en conversaciones que oscilan entre el desconcierto y el sosiego, en este duro y placentero ejercicio de aprender.
Es cierto que Letras no otorga el título de escritor, pero en ella, sobre todo en sus talleres, los que sienten esta inclinación pueden encontrar un espacio para crear poesía, para el ejercicio del ensayo, para construir sus historias y compartir su palabra, sus silencios y reflexiones, con otros que los acompañan en la aventura de dar vida a mundos imaginados. Importantes escritores han estado al frente de nuestras cátedras. Hemos tenido el privilegio de que Rafael Cadenas, profesor jubilado de nuestra escuela, haya sido el ganador del Premio Miguel de Cervantes en 2022. Para todos Cadenas es hoy el autor que ha hecho posible, en este tiempo de incertidumbre y desencanto, abrir la puerta a la alegría, sentir que la justa valoración, el reconocimiento merecido, pueden lograrse.
No quiero dejar de lado, al escribir sobre mi visión de la Escuela de Letras, los nombres de algunos grandes Maestros que son prácticamente desconocidos para las promociones recientes. Mencionarlos me ayuda a revisitar los recuerdos, que siempre se transforman y van develándonos nuevas facetas. El perfil de nuestra escuela también contiene el trazo de sus manos. Entre ellos está mi querida Judit Gerendas. Sus clases revelaron para mí la grandeza de Franz Kafka, el descubrimiento de un autor que desde la angustia y la existencia atormentada tuvo la agudeza de develar el sinsentido de la vida, el carácter absurdo de una sociedad creada por el hombre para su propia destrucción. Judit, guía en gran parte de mi carrera, mi tutora de tesis, que sonreía llamándome “hija académica”, fue mi primera profesora cercana, la que con estricta exigencia me enseñó a poner en práctica la rigurosidad crítica, el uso de las herramientas teóricas en el análisis, y fomentó que siguiera cultivando el esmerado cuidado en la argumentación de las ideas, el alejamiento del hermetismo pretencioso e inútil, la claridad en el manejo del lenguaje. Pero tal vez su mayor enseñanza estuvo en su inquebrantable fidelidad a los valores humanos, a la búsqueda de la tolerancia y la armoniosa convivencia, al respeto por los derechos del otro, a la justicia, todo esto unido a su enfoque humanista de la vida, que trascendía la delicada sensibilidad para el estudio de las letras y las humanidades en general, hasta llegar a las formas más sencillas del hacer cotidiano. Brillante, estudiosa, disciplinada y solidaria, fue también una de nuestras directoras.
En esa misma tradición de constancia en el cultivo del saber, en la dedicación a la enseñanza y al incansable aprendizaje, quiero incluir los nombres de dos profesores del área de lenguaje que, a mi modo de ver, sería conveniente recordar más: Ana de Polito y Francisco Rivera. Este último, ensayista, crítico y excelente traductor, hacía de sus clases de fonética y fonología momentos de estudio provechoso y relajado. Todo se aprendía sin presiones innecesarias, en un ambiente de sosiego que nos invitaba con amabilidad y sabiduría a indagar nuevos aspectos del lenguaje. La profesora Polito, experta en el conocimiento del latín, representa para mí el orden y la constancia. Su óptima preparación en el área y el orgullo que expresaba por realizar estos estudios, me hicieron admirar su vocación y entender que estudiar Letras constituía también un atrevimiento, el reto de afrontar los obstáculos para desarrollar la vía hacia el tipo de conocimiento que nos satisface.
También quiero rescatar la figura de León Algisi, uno de los mejores docentes que ha tenido la escuela a lo largo de su historia. La agudeza de sus juicios, la precisión de sus observaciones, su amplio saber sobre la cultura de Occidente; su trato respetuoso, siempre abierto a las propuestas de lectura de los estudiantes, y su sólida formación pedagógica, capaz de estimular a sus oyentes y de hacerles asimilar la compleja e interesante información que transmitía en sus impecables clases (sobre Homero, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Shakespeare…) justifican la presencia de su nombre en este grupo, el homenaje a su memoria, el permanente reconocimiento a su vocación de Maestro.
Recientemente nos despedimos de Luis Navarrete Orta, quien fue director de nuestra escuela. Cortés y cercano, dueño de una amplia cultura sobre América Latina –su literatura, su historia– aportó su conocimiento como profesor del Departamento de Literatura Latinoamericana y Venezolana. En sus cursos, muchos de nosotros descubrimos la poesía de Vicente Huidobro, Octavio Paz y Nicanor Parra en nuestra juventud.
Voces como las de Adriano González León, Óscar Sambrano Urdaneta, Gustavo Díaz Solís, Ida Gramcko, Hanni Ossott, Guillermo Sucre, Michaelle Ascencio, entre muchas otras, han fortalecido la vida de Letras, siguen resonando en sus aulas porque están en nosotros, los que hoy enseñamos y guardamos junto a ellas los secretos vínculos del aprendizaje, sus misteriosas rutas.
Asimismo, quiero mencionar en estos recuerdos fragmentarios a alguien que promovió de manera entusiasta en sus clases el estudio de la literatura venezolana, sobre todo de la poesía: la profesora Vilma Vargas, ya jubilada. La cantidad de referencias que nos aportaba, su esmerada orientación en las lecturas que recomendaba, sus observaciones acerca de autores y movimientos literarios del país, cultivaron en mí y en varios de mis compañeros el interés por la investigación de nuestras letras. Después de ese contacto germinal ya me encargué yo misma de retomar, de descubrir y analizar textos venezolanos, y de dedicarme con pasión a su estudio. Fue en uno de sus cursos donde por primera vez leí a José Antonio Ramos Sucre.
Afortunadamente, contamos con el trabajo y la guía de profesoras que, en diferentes áreas y aún después de jubiladas, nos ofrecen sus conocimientos, la experiencia adquirida en años de ejercicio académico, como Irma Chumaceiro y María Pilar Puig. Por supuesto, la presencia de María Fernanda Palacios, quien tiene más de cincuenta años al frente de sus excelentes cursos, Maestra de numerosas generaciones de licenciados en Letras, estudiosa apasionada y rigurosa de la literatura y el arte, es esencial para comprender gran parte del espíritu que ha caracterizado a nuestra escuela. Debemos señalar que estas tres profesoras estuvieron, en distintos períodos, al frente de la Dirección de Letras.
El éxodo, la dolorosa diáspora que ha marcado estos años, la precaria condición de los sueldos universitarios, nos han hecho perder a empleados identificados con la institución y a profesores muy brillantes y queridos. Muchos de ellos constituían el relevo necesario para una productiva continuidad, otros no habrían tomado la decisión de jubilarse o renunciar, si la agobiante situación de la universidad —y del país entero— no los hubiera obligado a salir de las aulas. Pienso en profesores como Camila Pulgar, Rodrigo Blanco Calderón, Elena Cardona, Ricardo Ramírez y tantos otros. En vista de las circunstancias, reconocemos que esa continuidad se muestra accidentada y difícil. De allí la angustia, la tormentosa soledad que a veces nos asedia, el vacío que insiste en indicarnos la pérdida de nuestro lugar y nos lleva a idealizar el pasado o a soñar con un futuro utópico. Otras veces son las fiestas navideñas en la Dirección, los momentos compartidos con los profesores amigos, los que acompañan el recuerdo. Imagino con frecuencia la emoción de encontrarme con Vicente Lecuna y Teresa Soutiño, quienes también fueron directores en períodos recientes, para planificar con ellos la portada del próximo folleto; imagino volver a comentar En rojo, con su autora, Gisela Kozak, profesora de Teoría; pasar una tarde conversando sobre crónicas coloniales y cartas de los jesuitas, con Roberto Martínez Bachrich, privilegio que con profunda tristeza he perdido. Sin embargo, algunas islas asoman ante el naufragio. Ya el pasillo no es solo un espacio grato, significativo centro de reuniones, ahora Pasillo es también una revista que recoge la iniciativa de los estudiantes; ya tenemos en papel El perol, que nos hace evocar el humor de Job Pim en Pitorreos, de Leo en Fantoches, de Aquiles en sus versos. Un grupo de alumnos lo ha creado. Contamos con un Centro de Estudiantes que trabaja y apoya.
Estamos conscientes de las dificultades y las limitaciones, no las olvidamos ni por un instante, son nuestro presente, las padecemos, pero no dejamos de reconocer la labor realizada, los importantes logros, el esfuerzo que significa lidiar día a día con el reto de mantener la calidad de una escuela que siempre ha sido un desafío frente a la sociedad que la considera no prioritaria para el desarrollo productivo.
Seguimos los viejos profesores, alternando con colegas que inician su ejercicio docente, que a pesar de los obstáculos estudian, investigan, preparan buenas clases. Seguimos porque nos llegan cada vez más estudiantes que aspiran a desarrollar sus habilidades en la escritura creativa, a desenvolverse en el mundo de la edición, en la producción de contenidos para redes sociales, en la promoción cultural, en la docencia de educación media o universitaria, en la creación de guiones, etc. Letras puede ser determinante en la formación profesional de todos aquellos interesados en el mundo de la cultura. Seguimos porque nos interesa explorar la literatura como expresión estética y porque valoramos el alcance que nos ofrece el conocimiento humanístico.
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